Perjuicios para Cataluña y el resto de España

En una cita clásica, Renan señala como esencia de una nación que todos los individuos que la forman tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas otras. El simposio España contra Cataluña es fácil interpretarlo como un intento de recordar los agravios que el Estado español pueda haber hecho a Cataluña desde 1714. Sin embargo, los agravios tienden a ser recíprocos en cualquier relación. Por ejemplo, bastantes republicanos de la época no entendieron la intentona de Companys en octubre de 1934, que pudo influir en lo que vino después, ni sus desavenencias con el Gobierno de Negrín en 1937-1938.

Pero hay algo más aparte de agravios. Los historiadores dicen que, en el siglo XVIII, se abrió a Cataluña el comercio con las Indias, antes reservado a Castilla. La política arancelaria y comercial de parte del XIX ofreció a la industria catalana un mercado español cautivo, probablemente en detrimento de los intereses de otros lugares y de los consumidores. A principios del siglo XX, tampoco parece que la economía de Cataluña sufriera “expolio” por parte del Estado español. Con el franquismo, que sojuzgó a Cataluña, política y culturalmente, no le fue mal al empresario catalán, y la inmigración llevó a muchos abuelos y padres de los catalanes de hoy desde otros lugares de España, iniciando, a partir de los años 60, la modernización del país entero.

Naturalmente, lo anterior está dicho sin menosprecio de la capacidad y solidaridad de los catalanes, ni del resto de españoles. Es verdad que a muchos les parecerán historias pasadas, pero lo cierto es que es historia que dura más de cinco siglos. Situándonos en un periodo más reciente, la Constitución de 1978 no logró un encaje perfecto del concepto de nacionalidad dentro de una nación y Estado comunes. A pesar de ello, la aceptamos y votamos.

Es obvio que en la Cataluña actual, tras 35 años desde la Constitución, existe un sentimiento independentista creciente. Si la emoción de sentirse miembro de una nación, que ahora es el momento de desarrollar, fuese inconmovible, el debate político, histórico o económico resultaría baldío. No obstante, pienso que ese sentimiento contiene la creencia, posiblemente equivocada, de que se han hecho sacrificios comunes que a lo largo de la historia han beneficiado mucho más al resto de españoles que a los catalanes. No sé si los historiadores aclararán nunca esa visión, pero creo que es, en buena medida, la causa básica de que parte de los catalanes quieran que su solidaridad y esfuerzo conjunto (o sea, los beneficios de un Estado) redunden en ellos mismos.

En tiempos ya muy cercanos, con los recortes de gasto debidos a la crisis, esas impresiones se han visto reforzadas, sin que muchos se pregunten qué se hizo con los ingresos de años anteriores y cuál es la realidad económica. La utilización política de las balanzas fiscales, que tienen mitad de ciencia y mitad de arbitrariedad, ha empeorado las cosas desde hace, al menos, diez años. Las balanzas reflejan principalmente que un territorio recibe menos (más) de lo que paga, por ser más rico (pobre). Pero se tiende a interpretar estos saldos como el remanente que tendría Cataluña si fuese independiente, lo que no es estrictamente válido.

Desde luego, los sistemas de financiación autonómica ensayados han sido defectuosos, aunque se hayan aceptado y no solo por el Gobierno central. Confiemos en su mejora y en que introduzcan criterios para que no cambie la posición ordinal por territorios, a causa de la progresividad fiscal, de las subvenciones de nivelación territorial o de las pautas de gasto estatal, como se ha sugerido en tantas ocasiones.

Los cambios económicos y personales que una secesión originaría, serían perjudiciales para todos. El resto de España contaría con menos territorio y población, mermando su PIB. La redistribución territorial que Cataluña facilita (aunque no en primer lugar, detrás, de Madrid o Baleares) también sería menor: los familiares de muchos catalanes, que no emigraron en el pasado, vivirían peor.

Respecto a Cataluña, no sé cómo podría financiar sus déficits y a qué coste. La credibilidad dentro de los mercados es más española que catalana. Una administración eficaz de la Seguridad Social o de los Tributos no se edifica en poco tiempo. Si la caja está medio vacía, ¿cómo se pone en funcionamiento un Estado? Nadie explica cómo se pagarían las pensiones que en la actualidad arrastran un desfase de más del 30% en Cataluña. Los catalanes de origen y corazón que, por razones personales (digamos, su jubilación), o por trabajo residen en otras partes de España, ¿a qué Estado habrían de acogerse?

¿Qué deuda del Estado español sería imputable a Cataluña y qué debería el primer Estado al segundo? ¿Cómo se valorarían y pagarían los activos del Estado español (infraestructuras) existentes en Cataluña? Todo esto no se resuelve simplemente con una negociación ni presentando unas cuentas mejor hechas. No hay que confundir deseos con realidad. Sin olvidar que la entrada en la UE no es automática y que, en el proceso, pueden surgir vetos, quizá no españoles. La economía de una Cataluña independiente se enfrentaría a una gravísima dificultad en este asunto.

Retornando a la afirmación de Renan del principio, el apoyo al nacionalismo catalán, y al español, sería menor si los ciudadanos no olvidáramos muchas cosas. Todas las mencionadas anteriormente y algunas más. Conocerlas mejor aminoraría mucho la tensión actual, eliminando maximalismos.

Emilio Albi es catedrático de Hacienda Pública en la Universidad Complutense. Su último libro es Reforma Fiscal (Civitas).

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