Permanecer, volver: políticos numerarios

La relación de los políticos profesionales con el final de su carrera es procelosa. Lo es más todavía para quienes alcanzan el puesto más preciado: la presidencia. En el orden democrático, no sin cierta polémica, se fue imponiendo la limitación de mandatos como cortapisa al poder e indicador de mejor calidad democrática. Siempre se cita el caso de Franklin D. Roosevelt quien, tras su muerte, una vez que fue elegido cuatro veces consecutivas, fue inspirador de la enmienda constitucional que limitó a dos mandatos consecutivos la estancia en la Casa Blanca. Sin embargo, en Honduras se decreta el toque de queda tras la posible y dudosa reelección presidencial y en Bolivia hay protestas callejeras contra la decisión del Tribunal Constitucional de permitirla.

En los sistemas presidenciales, como son los latinoamericanos, esta cuestión ha estado siempre presente, de manera que tras la independencia y a lo largo de décadas se mantuvo la preponderancia presidencialista basada en dos circunstancias: la precaria separación de poderes y la propensión presidencial a derivar en liderazgos bonapartistas cuando no de caudillismo autoritario. Solo el triunfo de la Revolución mexicana abanderando el grito de “sufragio efectivo y no reelección”, tras ciertos avatares, logró imponerla desde 1934 hasta la fecha al precio de dar el poder al todopoderoso PRI durante setenta años.

Los gobiernos populistas clásicos de mediados del siglo pasado, surgidos en las urnas por la voluntad popular, siempre ansiaron la continuación en política de sus líderes de los que dependían, de manera que provocaron reformas constitucionales para asegurar su continuismo garante de las reformas sociales que promovían. Juan Domingo Perón, Getulio Vargas, Velasco Ibarra y José Figueres fueron los clásicos ejemplos de ello.

Tras el periodo de las transiciones democráticas iniciado a finales de la década de 1970 el flujo reeleccionista tuvo especial intensidad. Primero fue impulsado por políticos que confrontaron severas crisis económicas con proyectos neoliberales que requerían, según ellos, de una continuidad que superara el corto periodo del mandato inicial. Fue el caso, en la primera mitad de la década de 1990, de Alberto Fujimori, Carlos S. Menem y Fernando H. Cardoso. Los dos primeros manipularon las instituciones para continuar por un tercer periodo. Si bien Fujimori lo logró al poco tiempo, renunció por fax desde Japón y fue destituido por el Congreso encontrándose hoy en prisión. El intento de re-reelección de Menem no prosperó debido a las ambiciones presidenciales de otros candidatos y años después fue sometido a un proceso judicial. Armando Pérez Balladares en Panamá quiso también promover una reforma constitucional que le posibilitara un segundo mandato, pero la propuesta fue derrotada en un plebiscito. Un caso que merece especial atención es el de República Dominicana donde Joaquín Balaguer, delfín del dictador Rafael L. Trujillo, sembró la pulsión reeleccionista entre sus sucesores opositores que manosearon la Constitución para buscar la reelección con distinto éxito. Mientras Leonel Fernández logró ser el primer presidente latinoamericano que alcanzó la presidencia en tres ocasiones en esta época, Hipólito Mejía no consiguió la reelección.

El nuevo siglo se caracterizó por la vigencia de visiones hegemónicas catapultadas por el liderazgo regional de Hugo Chávez, quien asimismo fue inspirador de las reformas constitucionales que impulsaron la reelección, en este caso indefinida, llevadas a cabo por Rafael Correa, Evo Morales y Daniel Ortega. Cierto es que algo similar intentó realizar Álvaro Uribe, quien, si bien logró una reelección gracias a la reforma constitucional de 2004, no pudo obtener una segunda reelección pues el Tribunal Constitucional colombiano no se lo autorizó. Algo muy diferente a la decisión permisiva del nicaragüense que posibilitó la reelección de Ortega, favoreciendo las posibilidades del hondureño Juan Orlando Hernández y, hace escasos días, del boliviano Morales que permitirá que sea candidato dentro de dos años despreciando la opinión popular expresada en un plebiscito hace un año. Mientras tanto, Correa ha regresado a su país dispuesto a confrontar al presidente Lenin Moreno, tanto en lo relativo al control del partido sobre el que ambos disputan el liderazgo como a defender su legado político que según él está en peligro, cuando no su propia libertad, habida cuenta de que el vicepresidente Jorge Glass, que lo fue con Correa y luego con Moreno, ahora está en prisión.

La pulsión por permanecer parece inevitable en el ser humano y más cuando se trata de su vinculación con el poder, pero en política acarrea una propensión al exceso, a la arbitrariedad y a la cada vez más exigua rendición de cuentas. Puestos a volver los expresidentes latinoamericanos que no pueden reelegirse se refugian en el Congreso como es el caso actual de Cristina Fernández, José Mújica, Fernando Lugo, Álvaro Uribe y Fernando Collor de Mello o en la alcaldía de la capital del país como Álvaro Arzú en Guatemala. Quienes tienen más difícil el regreso son los que están privados de libertad como los recientes presidentes de Panamá, El Salvador y Guatemala, Ricardo Martinelli, Antonio Saca y Otto Pérez Molina, o perseguidos por la Justicia y actualmente fuera del país como el salvadoreño Mauricio Funes. Algo similar ocurre en Perú, estando Ollanta Humala en prisión preventiva y Alejandro Toledo en Estados Unidos pendiente de extradición por dos casos judiciales en proceso

Manuel Alcántara Sáez es profesor en la Universidad de Salamanca y autor del libro “El oficio de político”.

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