Pero ¿hay algo que reformar?

Con huelga general o sin ella, este país necesita reformas. Reformas significa cambio en las reglas del juego: si pagaremos más impuestos sobre la renta y menos IVA, o si nos tendremos que jubilar más tarde o no. Y esto es importante para el bienestar de los ciudadanos, para nuestras oportunidades y las de nuestros herederos, y para que nuestra sociedad sea más justa.

«Te refieres a la reforma laboral, claro», me pregunta el lector. No: la reforma laboral es solo una parte de esa batería de reformas que hay que poner en marcha. Si nos ponemos a discutir, por ejemplo, sobre las reglas de la negociación colectiva, estaremos hablando de estructura de salarios y de crecimiento de los mismos, lo que afecta a las pensiones: reforma laboral y de pensiones están, pues, entrelazadas. Y si reducimos las cotizaciones sociales para que nuestros productos sean más competitivos en el exterior, habrá que repensar la financiación de la Seguridad Social y, por tanto, la estructura de los impuestos: unos subirán, otros bajarán… No hay compartimentos estancos.

«Pero lo que propones es un fenomenal cambio en todas las facetas de la vida, desde la cuna hasta la tumba», me vuelve a decir el lector. Sí y no. Sí, porque todo está conectado: por ejemplo, no se puede reformar la enseñanza media, profesional y universitaria, que es la puerta de acceso al mercado de trabajo, sin hablar de reforma administrativa y de financiación. Pero también no, porque no podemos hacer todo al mismo tiempo, aunque hay que tener visión de conjunto. Por ejemplo, cuando se llegue a un acuerdo sobre las cotizaciones sociales, habrá que llegar a un acuerdo del tipo: «Vale, pero vamos a hablar con los que discuten la reforma fiscal, para ver cómo se compaginan nuestras propuestas con las suyas».

«Pareces dar por supuesto que la reforma se hará por consenso», me dice el lector. No: en una sociedad abierta y plural como la nuestra, esto es muy poco probable. Pero sí hace falta un amplísimo debate, donde todos podamos dar nuestra opinión y, sobre todo, donde los grupos de afectados puedan dejar oír su voz, sea a través de sus representantes legales, sea de modo directo. Y que alguien -el Estado, lógicamente- sea el defensor de los intereses de los que no tienen voz.

«Pero, si no hay consenso, la reforma no será posible», responde el lector. Sí es posible, si todos tenemos una disposición abierta para resolver los problemas del país, es decir, que nos agarremos a nuestros privilegios. Y digo privilegios, y no derechos, porque casi siempre las posturas encastilladas no tratan de defender derechos básicos, sino ventajas adquiridas a las que no queremos renunciar. Esto forma parte del adjetivo de justas que deben tener las reformas. Y justas no significa igualitarismo. Justas significa, por ejemplo, que el trabajador de 60 años, que ya no tiene tiempo para enderezar su pensión, no se vea perjudicado, mientras que el que tiene 25 años y, por tanto, mucha vida laboral por delante, sí asuma una parte importante de los costes. Justo puede ser, por ejemplo, que algunos que ya han ganado dejen de ganar durante un tiempo, quizá a cambio de promesas de compensaciones futuras: tu sueldo subirá poco en los próximos años, pero te lo compensaremos en tu pensión futura.

Y habrá que explicar a los ciudadanos el porqué de las reformas, una tarea que corresponde a los políticos, los grupos de interés, los expertos y los medios de comunicación. Habitualmente, lo que encontramos son propuestas enfrentadas, en las que unos airean argumentos de eficiencia (necesitamos volver a crecer cuanto antes), otros limitaciones presupuestarias (Europa nos obliga a reducir el déficit) y otros razones de justicia (que los trabajadores no paguen la factura). Es verdad que en casi todos los asuntos humanos hay intereses contrapuestos, pero también hay algo que nos afecta a todos, y esto es lo que hay que explicar a los ciudadanos: a la larga, a todos nos interesa crecer, a todos nos interesa que el déficit se reduzca y a todos nos interesa una sociedad justa.

Al final, habrá que apelar al sentido común: todos nos hemos de apretar el cinturón, poco o mucho; todos hemos de pagar, poco o mucho, más impuestos (ya los estamos pagando). Una democracia no es una batalla campal por conservar la porción de la tarta que nos ha tocado, y toda reforma es un ejercicio de sana democracia, en que todos tenemos que esforzarnos por asumir nuestra parte de los costes, antes de disfrutar de los beneficios. Lo mismo que en un matrimonio en crisis, la frase «que empiece cediendo él (o ella), que tiene la culpa» suena muy bien, pero es garantía de conflicto sin solución.

Todo esto es posible. Otros lo han hecho, y nosotros lo hicimos en el pasado. Es verdad que nuestra sociedad es ahora más individualista que la de hace unos años, pero todavía conservamos mucha capacidad de pensar en los demás. Lo que quizá necesitamos es un poco de liderazgo, para que pueda aplicar a este pueblo lo que la leyenda decía del Cid Campeador: «Dios, qué buen vasallo si tuviese un buen señor».

Antonio Argandoña, profesor del IESE. Universidad de Navarra.