Peronismo a la catalana

Tal vez algunos lectores ya conozcan la anécdota. Hace bastantes años, durante la época en la que el general Perón permanecía en su dorado exilio en Madrid, recibió la visita de un periodista norteamericano. Intentando entender la peculiar realidad argentina, el periodista empezó por solicitarle al general que le dibujase un mapa esquemático de las fuerzas políticas más representativas de su país. Éste procedió a presentarle una relación más o menos pormenorizada de las mismas: "Verá, hay comunistas, socialistas, liberales, democratacristianos, trotskistas, maoístas...". Hasta que llegó un momento en que, extrañado por una ausencia que consideraba clamorosa, el periodista no pudo por menos que preguntar a su entrevistado: "Pero ¿y los peronistas?" A lo que Perón, sorprendido por la ingenuidad de la pregunta, respondió: "¡Ah!, bueno, en Argentina todos son peronistas".

Venía a mi cabeza la anécdota leyendo la avalancha de comentarios que ha suscitado la propuesta de Artur Mas de refundar el catalanismo (propuesta que, por cierto, prácticamente ha venido a coincidir en el tiempo con la de Carod de llevar a cabo un referéndum por la independencia de Cataluña en el año 2014). En realidad, dicha propuesta, máxime en los términos en los que su autor ha definido el catalanismo (amor al país, deseo de que Cataluña progrese y otras vaguedades análogas), apenas dejaría fuera a otras fuerzas que al PP y a Ciutadans. Al margen de las intenciones de las que pueda venir animada -asunto por definición siempre insondable, aunque le va a costar a Mas liberarse del reproche de tacticismo, tras tanto tiempo acusando de sucursalistas y/o de sólo catalanistas (y no nacionalistas, como él y los suyos) a sectores a los que ahora invita a formar parte de lo mismo-, llama la atención el contraste entre lo que se plantea y la realidad política catalana actual. De hecho, en el Parlamento de Cataluña se encuentran representadas seis formaciones políticas (una de las cuales, dicho sea de paso, ya es una coalición). Puesto que lo que se está proponiendo no es un acuerdo (o un conjunto de acuerdos) alrededor de determinados objetivos supuestamente estratégicos, sino un horizonte de constitución de una gran fuerza política, hemos de suponer que por debajo de dicha propuesta late el convencimiento de que lo que une a esas cuatro formaciones más o menos teñidas de catalanismo pesa en mucha mayor proporción que lo que las separa, ya que podrían quedar subsumidas en una sola.

Pues bien, si de lo que se trata es de abrir un debate alrededor de este asunto (que es a lo que nos invitan tanto Mas como quienes se han sumado con desigual entusiasmo al proyecto), quizá valdrá la pena comenzar por comentar este último convencimiento. Por lo pronto, y para empezar, sería muy de agradecer una cierta clarificación de los conceptos y, sobre todo, de las diferencias entre los mismos. No estoy pidiendo, como es obvio, precisiones académicas, sino una mínima descripción del contenido político que atribuyen a los diferentes términos esos políticos que con tanta ligereza hablan, indistintamente, de nacionalismo, soberanismo, catalanismo o patriotismo (junto con algún otro que probablemente estoy olvidando).

Tiendo a sospechar que esa proclividad al totum revolutum categorial no es fruto de la casualidad o del despiste, sino que se sigue, necesariamente, de un diseño de la cuestión. Un diseño que persevera en algo que ha sido señalado en más de una oportunidad. Me refiero al carácter subalterno que en determinados discursos se le atribuye sistemáticamente a la política, la apelación a los sentimientos identitarios como fundamento y base no ya sólo de la cohesión social (asunto que, sin duda, daría pie a una discusión específica y bien interesante), sino de las mismas estructuras de la representación. Ya sé que el reproche de sentimentalidad irrita sobremanera a determinados sectores, que de inmediato reaccionan denunciando sentimentalidades paralelas en el otro lado.

Sin embargo, dicho argumento -en general muy poco consistente: la patología propia no deja de serlo porque la comparta el vecino- ni siquiera se puede aplicar en este caso concreto. En ninguna otra parte del territorio español se está proponiendo una unificación política de parecido tenor. No parece habérsele pasado por la cabeza a ninguno de los españolistas más acendrados, ni a ningún nacionalista de los llamados periféricos. Es cierto que en el País Vasco, Josu Jon Imaz defendió una idea que algún lector distraído podría pensar que es de signo análogo. Me refiero a la idea de alcanzar un gran acuerdo transversal entre todas las fuerzas políticas vascas. Pero conviene reparar en un doble matiz. En primer lugar, que se trataba de un acuerdo que en modo alguno contemplaba un horizonte de fusión. Y, en segundo, que la transversalidad que el todavía presidente del PNV proponía era entre absolutamente todas las fuerzas políticas, es decir, incluyendo también los allí denominados constitucionalistas.

José Montilla ha amagado con responder a la propuesta de Mas argumentando que "catalanistas los hay en muchos partidos", aunque no está claro que esté dispuesto a desarrollar el argumento hasta sus últimas consecuencias. Una de las cuales, a mi juicio, sería la de explicitar el valor político que se le concede a ese supuesto denominador común catalanista. Cuestión en la que nadie parece querer entrar, tal vez porque entonces no habría más remedio que abordar un par de asuntos de la mayor importancia.

El primero, planteado en su momento en las páginas de Cataluña de este mismo diario por el fallecido secretario general del PSUC Antoni Gutiérrez Díaz, con ocasión del análisis de los resultados de unas elecciones. Señalaba entonces el error de buena parte de los partidos catalanes al descalificar los sentimientos de pertenencia de signo diferente al promovido por ellos. Lo que es como decir: la reincidencia en el tópico de que hay sentimientos y sentimientos, esto es, de derechas y de izquierdas, progres y fachas -como si tuviera sentido sostener que emocionarse ante una bandera de color X está cargado de razón mientras que hacer lo propio ante otra de color Y resulta completamente absurdo-, además de constituir una manifiesta incoherencia, da lugar a gruesas equivocaciones en la valoración de las actitudes del electorado. Un electorado al que a menudo se le atribuye una u otra ubicación en el arco político en función únicamente de tales registros emotivos, favoreciendo así su desplazamiento hacia espacios donde se puede sentir menos hostigado en este aspecto (el giro hacia opciones conservadoras de una parte importante del voto, tradicionalmente de izquierdas, del cinturón industrial de Barcelona probablemente se explique en gran medida desde esta clave).

El segundo asunto que debería abordarse en cierto modo complementa -o se desprende de- el primero. Habría que preguntarse muy seriamente qué modelo de sociedad tienen en su cabeza construir aquellos a los que se les llena la boca proclamando su anhelo de ser un país normal, como otros de nuestro entorno (o sea, con Estado propio), pero que consideran cuerpos extraños -cuando no directamente sospechosos de enemigos del país- a todos aquellos ciudadanos que no piensen su relación con el territorio en términos de pertenencia, amor, patriotismo o similares. Esto es, ciudadanos que cuestionen radicalmente el valor político de cualesquiera conceptos identitarios.

Fuimos pocos los que en su momento alzamos la voz desde Cataluña señalando el desastre que estaba suponiendo el proceso estatutario, aunque ahora todos se apunten a la valoración negativa (empezando por el mismísimo promotor de la iniciativa). El fracaso del referéndum, unido a algún fiasco ulterior -en especial el crecimiento imparable de la marea abstencionista- ha hecho que buena parte de nuestros políticos intentara representar ante la ciudadanía un papel autocrítico que tenían muy poco ensayado.

Empezamos a comprobar que con la presunta autocrítica no basta. Se necesita que ésta cumpla un pequeño, pero significativo, requisito de contenido, a saber, que no empeore todavía más las cosas. Si, con todo lo que ha llovido, lo mejor que se les ocurre a algunos políticos catalanes son propuestas como la de Mas (la de Carod exige renglón aparte: ¿qué valor le está atribuyendo el líder de Esquerra a los resultados del referéndum sobre el Estatut? ¿No considera que fue éste un ejercicio suficientemente satisfactorio de autodeterminación? ¿Que no le gustara el resultado justifica que proponga otro para dentro de siete años?) habrá que concluir que más valdría que se hubieran abstenido de un ejercicio autocrítico que, a la vista está, no se les termina de dar demasiado bien.

Manuel Cruz, catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis.