Perpetuidad mejor que muerte

Por Tahar Ben Jelloum, escritor. Premio Goncourt 1987. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 09/11/06):

En medio de su desgracia, el pueblo iraquí no pierde su buen humor. Cuéntase la siguiente anécdota: el día del juicio final, Dios manda bracear a unos dictadores en un río de sangre. El nivel del líquido señalará el número y magnitud de los crímenes cometidos por cada uno de ellos. Ante la mirada de Dios, van desfilando Hitler, Mussolini, Franco, Pinochet, Pol Pot y muchos otros. A todos se los traga la sangre que vertieron. A continuación les toca el turno a los árabes. Al egipcio Naser - hombre de estatura- le llega la sangre a la cintura en tanto el sirio Hafez el Asad marcha sobre la roja superficie del río sin que le alcance una sola gota de sangre. Dios, desconcertado, sabedor de que este último mandó matar a más de veinte mil opositores en el curso de una noche en Hama, se vuelve hacia uno de sus profetas: ¿cómo es posible? Oye entonces la siguiente respuesta: ¡porque anda sobre la cabeza de Sadam Husein!

Verdad es que Sadam Husein no se condujo de manera muy inteligente en numerosos crímenes que cometió o instigó. Como gobernante era taimado, pérfido y bribón, aunque no inteligente, al menos desde el punto de vista de la cordura política. Su vecino sirio, reputado por su extrema dureza y sagacidad política, que le reconoció el propio Henry Kissinger, murió en su lecho e incluso logró traspasar el poder a su hijo, que por cierto experimenta algunas dificultades en estos momentos. No obstante, Hafez el Asad se comportó de forma tan brutal y autoritaria como Sadam, sometido ahora a la humillación y la ruina moral, la de ser condenado a muerte por los jueces iraquíes aun cuando el tribunal que ha dictado sentencia le juzga con el beneplácito del ocupante estadounidense. Sadam fusila a sus jueces con la mirada y sus ojos parecen un lanzallamas, pero no puede alcanzarlos.

Se ha dicho que el veredicto ha sido pronunciado pocos días antes de las elecciones estadounidenses, a manera de un cable lanzado a un George W. Bush cada vez más empantanado en un país donde Estados Unidos no tenía nada que hacer (el mes de octubre, han muerto en Iraq 104 soldados estadounidenses: se trata del balance más negro desde enero del 2005).

Sadam preferiría ser fusilado en lugar de ser ahorcado, una triquiñuela para recordar a todo el mundo que sigue siendo jefe supremo de las fuerzas armadas iraquíes y que se juzga a un estadista político, no a un criminal porque se ahorca a los culpables de delitos comunes, no a jefes de Estado. Qué más da. El caso es que Sadam ha quedado reducido a una figura lastimosa y patética. No, no es que se le compadezca, pero lo cierto es que las imágenes son atroces porque no se hallan exentas de cierto trasfondo y reserva mental con respecto al mundo árabe.

Augusto Pinochet, ejecutor de dictados militares ordenados por Washington, es hoy reconocido como culpable de crímenes aunque goza de protección y atenciones que probablemente le permitirán acabar sus días en un lecho mullido. Habrá tenido una vejez agitada, pero, a fin de cuentas, se habrá beneficiado de una cierta impunidad. Lo mismo sucedió en el caso de Franco.

Con el juicio a Sadam, Estados Unidos querría dar ejemplo. Manda mensajes apenas cifrados a determinados líderes árabes como, por ejemplo, el sirio. El día siguiente de la detención filmada de Sadam y de su humillación a escala planetaria, el libio Muamar el Gadafi decidió saldar cuentas - hasta el último dólar- en la cuestión de las indemnizaciones a las familias estadounidenses de las víctimas del caso Lockerbie, atentado presuntamente perpetrado por sus servicios. A razón de cien millones de dólares por víctima, Libia ha desembolsado la cifra de 2.700 millones de dólares, precio pagado para salir de la lista de los países que no respetan las normas y reglas de la comunidad internacional. Además, Libia ha abierto las puertas al mismo Estados Unidos, cuyos bombardeos habría sufrido años antes por orden de Ronald Reagan: Gadafi ha comprendido que le convenía mantener buenas relaciones con los poderosos, aunque ello no le impide ejercer una especie de extraña dictadura sobre su pueblo.

Dicho esto, la operación estadounidense contra Iraq no ha aportado al pueblo iraquí la paz ni la democracia. Muy al contrario, este país se ha convertido en un laboratorio del terrorismo internacional y en un ámbito azotado por el conflicto civil cuya gravedad y consecuencias no vislumbramos aún. La vida de cientos de miles de civiles ha sido el altísimo precio que ha pagado Iraq por verse librado de este dictador. Y todo ello por culpa de un loco furioso que un día quiso ocupar Kuwait sin necesidad alguna. Sin embargo, poseído por su megalomanía, su codicia y su ansia de reconocimiento y aplauso, se lanzó a un abismo experimentando inmediatamente las consecuencias de su acción. También hay que decir que dio crédito a los estadounidenses y fue manipulado por los europeos lanzándose a una guerra contra la joven república de Irán en una guerra necia que se saldó con millones de víctimas en ambos bandos.

He aquí que Sadam Husein se sienta ahora en el banquillo de acusados, comprensiblemente enfurecido si se hace un esfuerzo por analizar su caso con objetividad. Se equivocó en toda regla y también fue engañado. No obstante, este hijo de campesinos nació en un país violento y brutal a veces donde suelen cometerse delitos de honor y donde el individuo no cuenta como persona. Sadam Husein gobernó como un jefe de tribu, apoyado hasta el fin por su familia y su clan. El fiscal ha pedido la pena de muerte contra su hermanastro, contra el vicepresidente y contra el antiguo presidente del tribunal revolucionario, todos ellos pertenecientes a su clan.

Su sistema de gobierno se caracterizó por su arcaísmo y sus rasgos primarios y violentos. Era alérgico a la modernidad; es decir, al libre desarrollo de la persona en libertad y responsabilidad. A una modernidad impensada e impensable en el caso de un hombre convencido de que los problemas se solucionan eliminando físicamente a quienes los plantean. Su mentalidad no puede funcionar de otro modo. Ello no ha impedido que, debido a un tipo u otro de inepcia o insuficiencia, haya aparecido como alelado durante algunas sesiones del juicio.

En un rincón de su celda, Sadam debe pensar que es una víctima, un jefe de Estado inocente e incomprendido por ese Occidente al que sirvió en su día, cuyas directrices siguió con frecuencia y cuyos intereses atendió sobre todo en el terreno de las armas. No comprende qué le sucede. Es un dictador en cierto modo natural, como un zumo extraído de una fruta pero que no sabe que ese zumo provoca la muerte: está envenenado. Ejerció su poder como si estuviera predestinado a ello. Al principio llevaba bajo el brazo un proyecto de sociedad de carácter socialista y laica. La filosofía del partido Baas consistía en una teoría inspirada en un cierto marxismo light. Sin embargo, desde que llegó al poder olvidó los textos y programas para dotarse de un importante arsenal de armas. Poseedor de petróleo y de unos servicios de inteligencia de temible eficacia, Sadam pensó que nada le detendría. Era muy rico y se juzgaba muy poderoso, lo que le impulsó a la ocupación de Kuwait y a las dos guerras subsiguientes. Cometió numerosos crímenes y también muchos errores en los que su hermano enemigo, Hafez el Asad, nunca hubiera incurrido. Ser un dictador no es un don concedido a cualquiera; es menester, además, mantener buenas dosis de sangre fría, ser perspicaz, coriáceo y lo bastante astuto como para dirigir el imperio del crimen. Habría debido tomar ejemplo de la mafia, de sus potentados todopoderosos que, siempre en la sombra, ejercen un poder aterrador. Pero Sadam era una bestia inhumana y un político mediocre que irradiaba miedo y terror en torno suyo; podía llegar a matar con sus propias manos. Fanfarrón y pagado de sí mismo, creía que nadie podía oponérsele. No se le pasó por la cabeza que la justicia le cazaría un día y le condenaría a la horca.

La sentencia hace referencia a su responsabilidad en la muerte de 148 chiíes de la localidad de Dujail, ejecutados tras ser deportados y torturados en represalia por un atentado frustrado contra una comitiva presidencial en 1982. Están previstos más juicios por otros crímenes y matanzas: si Sadam va a la horca, habrá que resucitarlo para condenarle de nuevo. Este hombre merece varias muertes, pero la civilización y la modernidad rechazan la pena de muerte. Acaba de decirlo la UE. Tal vez Sadam lo interprete como una señal de perdón o, peor, de inocencia. Dista de saber que el rechazo a la pena de muerte constituye una elevada muestra de la civilización basada en los derechos humanos. Pensará que los europeos le comprenden y quieren salvar su cabeza. Pero no, será menester que alguien le explique la inmensidad de su culpa, que le diga que merece enmohecerse de por vida entre los muros de una cárcel. Será menester condenarle a perpetuidad de modo que arrastre su existencia en la ruina merecida a fin de que algunos de sus discípulos, airados al conocer la sentencia, no puedan convertir a Sadam Husein en un héroe ni en un mártir.