Perplejidad y pedagogía

Me he permitido la licencia de parafrasear a don Miguel de Unamuno, que publicó en 1902 una novela titulada «Amor y Pedagogía», de argumento tan delirante que, si un día lo descubre Woody Allen, es posible que lo lleve al cine. El protagonista, don Avito, es un hombre convencido de que si tuviera un hijo lo educaría de tal manera que llegaría a ser un genio. Elige a una hembra sana y fuerte, y se casa con ella. Y tienen un hijo. Pero mientras don Avito conduce a su hijo por los caminos de altos pensamientos, su madre le endulza con los mimos que prohíbe su padre, y le llama simplemente Luis, en lugar de Luis Apolodoro como lo llama don Avito, e incluso le enseña a rezar. No quiero destripar la novela para el que todavía no la conozca, pero el experimento resulta bastante mal.

Me he acordado de la novela y de su argumento porque una preocupante mayoría de padres españoles están convencidos de que la escuela viene a ser como el taller de automóviles. Llevas el vehículo, le hacen la revisión, lo reparan y lo ponen a punto. Llevas al niño a la escuela, lo resetean o le hacen un test, le aplican las correcciones necesarias y te dejan el niño a punto. Pero no diferencian la instrucción de la Educación. Durante mucho tiempo el ministerio que se encargaba de las cuestiones de Enseñanza se denominó en España Ministerio de Instrucción Pública. Ya en plena guerra civil se llamó Ministerio de Educación Nacional, y hoy tiene el largo y curioso nombre de Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, que ya es tener competencias. Es probable que en la escuela y en la universidad se eduque algo, pero su labor principal es la de instruir. Educar, lo que se dice educar, educa la familia. Y si la familia está convencida de que eso es algo que se puede comprar con dinero, o sea, llevando al niño a un colegio caro, comprobará su error cuando sea tarde. Un niño bien educado en el entorno familiar es un niño que con una instrucción normal será una persona responsable. Un niño procedente de una familia desestructurada podrá ir al colegio más caro de España, pero será muy difícil que salga un individuo responsable.

Perplejidad y pedagogíaHay un test psicotécnico que se suele aplicar a los niños. Es muy simple: se trata de que el alumno dibuje a su familia. Creo que fue Griffiths quien descubrió que los niños en los dibujos de su familia, la casa o los árboles proyectaban patologías y datos de su carácter. Pues bien, en las familias desestructuradas el niño dibuja a los padres más bajitos. De la misma manera, en la familia estructurada, cuando los padres pasan bastante tiempo con sus hijos, los padres son altísimos, es decir, protectores y poderosos.

En la Universidad de Berkeley, hace años, los rectores se dieron cuenta de que había pocos alumnos de color en las clases. Investigaron sobre las causas y se percataron de que el origen eran las pruebas de ingreso, porque las exigencias de Berkeley eran muy altas. ¿Qué hacer? Decidieron, tras largas discusiones del personal directivo, bajar el nivel para tener chicas y chicos negros en las aulas. Y el resultado fue... que se llenó la universidad de chinos y coreanos. ¿Por qué? Porque un gran porcentaje de los chicos negros proceden de familias donde el padre se marchó y, además, existe otro hermanastro de otro padrastro que también desapareció, mientras que chinos y coreanos suelen mantenerse dentro de lo que llamamos, a veces de manera peyorativa, familia tradicional, y eso les ha ayudado a ser responsables, es decir, educados y estudiosos.

Cuando comencé a ejercer de maestro tenía 19 años y mucha ilusión. Todavía a los profesionales de la educación primaria se les llamaba maestros nacionales, antes de la moda ridícula de denominarlos profesores de Enseñanza General Básica, similar a la tontería contemporánea de transformar a los peritos en ingenieros técnicos y a los porteros en empleados de fincas urbanas. En España los eufemismos tienen más éxito que un porro en la puerta de una discoteca. Pues bien, imbuido de ese entusiasmo de los misacantanos, decidí aplicar las ideas pedagógicas más en boga y eliminé los deberes. La reacción de los padres, al poco tiempo, fue de una gran indignación al detectar a un educador que se desentendía de la formación de los alumnos y no les ponía deberes. Me llamó el director. Le expuse las rigurosas razones pedagógicas que me habían animado a ello. Me dio la razón, pero dijo que no quería líos con los padres y que retomara la mala costumbre de poner deberes. Y los deberes me alejaron de la enseñanza, y me llevaron a la galaxia de Marconi y Gutenberg.

Me he acordado de todo ello porque una madre de familia española ha reunido más de 100.000 firmas en contra de los deberes escolares. Esta sensata mujer tiene tres hijos y observa que, después de la escuela, se pasan de dos a tres horas diarias haciendo los deberes. No hay que ser un gran matemático para sumar las siete, ocho horas de la escuela, con las dos, tres horas de deberes en el hogar. Eso suma una jornada que puede llegar a las once horas, y aun cuando tengo probado que el niño es muy resistente, no parece lo más estimulante someterlo a este horario, que cualquier sindicalista moderado rechazaría como un abuso de la patronal. En los cursos superiores el problema se multiplica con la parcelación de las asignaturas. Cada profesor quiere que sus alumnos sean los mejores, y el de Ciencias cree que las ciencias son lo más importante del mundo, y el de Lengua y Literatura, que no hay nada más básico que el lenguaje. Y ponen deberes, cada uno y por separado, olvidando que ellos son varios, pero el alumno es uno y recibe las órdenes sumadas de todos.

A lo mejor es una casualidad que los países a los que se atribuye mayor calidad de enseñanza sean los más renuentes a poner deberes a los niños. O puede que no sea una casualidad. Y no niego que existen argumentos para un debate, pero esos niños que se levantan a las 7.30 de la mañana para subirse a un autocar 45 minutos después, y que regresan a su casa sobre las 17.30 de la tarde y, tras una urgente merienda, despliegan los cuadernos de los deberes en la mesa de la cocina, me producen una amorosa lástima, casi una melancólica compasión si recuerdo a Manuel Alcántara cuando dijo que en España había que estudiar mucho para llegar a ser un parado de provecho.

Luis del Val, escritor.

1 comentario


  1. Magnífico artículo. ¿Pero por qué los legisladores no hacen nada al respecto si ésto es "archisabido"?

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