Perplejidades póstumas

Hay algo extrañamente conmovedor en la propuesta de levantar los ánimos de la izquierda por parte de Rubalcaba, a rebufo de Felipe González. Pero la comparto plenamente para el PSOE y para la izquierda del PSOE. En este periódico se ha podido leer esa noticia -o esas declaraciones noticiables- muy cerca de una foto grande con miles de personas manifestándose contra la condena a 10 años de Otegi. Lo ha condenado la falta de fe de tres jueces en sus palabras, como si el criterio para juzgar a Otegi hubiese de actuar a peso: en un lado las complicidades proetarras de su ya larguísima vida política y al otro esas migajas de interesada sensatez reciente aduciendo que ETA es solo un estorbo, ya no solo para todo el mundo sino también para Otegi.

Capitalizar por parte de los socialistas esa rectificación de Otegi con pinta de irreversible sería seguramente una tontería política y un error estratégico. Pero llegar a obviar sin más que bajo las dos últimas legislaturas el Gobierno socialista ha hecho más que ningún otro reciente por inducir el fin de ETA, primero por vía policial, política y negociada, y después por vía policial es casi más estúpido todavía. Casi parece que atosigados por la crisis económica y los feroces vendavales financieros en el PSOE se hayan olvidado de las cosas que se les deben. O peor aún: quizá no han olvidado lo que se les debe, pero no parecen haber encontrado el discurso para evocarlas ni han sabido manejar una mínima memoria de hechos y resultados suficiente como para que su currículo político de ocho años no quede suspendido en la pura nada y el más estrepitoso fracaso. La falta de fe y de confianza en la socialdemocracia parece la nueva fe de quienes deberían defenderla más firmemente, y no solo por razones económicas, sino apoyados en las muchísimas otras cosas que constituyen la cosa pública, el ejercicio del poder y de la ley. La izquierda parece tan atrapada en el discurso economicista de la derecha, soezmente garbancero, pragmático y fraguista (de cuando Fraga hacía política), que ha abandonado por completo a los pies de los caballos ya no a Zapatero, sino a la propia ideología de referencia (por difusa que sea ya).

Que a Zapatero lo desaparezcan es normal y casi comprensible en términos de cálculo electoral, pero que los propios socialistas no encuentren nada de lo que hablar en clave rotundamente positiva sobre su propio pasado es más descorazonador. Y hasta resulta amarga esa dejación, abducidos por la retórica económica y financiera como único eje público del discurso ideológico. Llegará a parecer al final que la reflexión cuerda y equilibrada sobre el pasado franquista ha sido cosa natural entre nosotros, o que el respaldo institucional (a menudo titubeante e incompleto) a los herederos de la derrota formase parte desde siempre de los pilares de nuestra democracia. Incluso podría parecer que los incrementos sustanciales (y nunca suficientes) de la financiación de la investigación en España haya sido cosa ordinaria y no empeño socialista en los últimos años. El respeto moral y jurídico a la diferencia sexual y personal no parece tampoco que estuviese entre las más entrañables tradiciones patrias y su vasta carrera de intolerancia, de la misma manera que el impulso autonomista que han dado estos Gobiernos últimos no es exactamente un asunto insignificante en la vida ordinaria y cotidiana de los ciudadanos. Hoy en Cataluña es ley despotricar contra el nuevo Estatuto porque fue maltratado en unos tribunales infaustos (esa es la noticia bomba), pero apenas algún político o periodista político se acuerda de que ese Estatuto amplía sustancialmente el marco autonómico anterior. Ya ni siquiera parece posible evocar que una sociedad tan oscura y acomplejadamente machista como la española ha tenido que ir digiriendo legislación feminista a buen ritmo, incluidas las noticias abrumadoras sobre maltratos y vejaciones a mujeres: esa transparencia desactiva la comprensiva conformidad ante esa violencia que la sociedad española interiorizó desde don Pelayo. Incluso en la zona intocable de la economía, no parece exactamente lo mismo rebelarse contra una izquierda incapaz de frenar la volatilización del Estado que espantarse ante una derecha que fomenta su desarbolamiento como programa implícito.

Al PSOE le iría muy bien el marcaje de un puñado de diputados a su izquierda en el Parlamento, pero para eso hace falta empezar por el propio PSOE. Resulta muy chocante que seamos justamente los incautos que lo creemos quienes de vez en cuando incurramos en la puerilidad de recordar los efectos desastrosos que la euforia tiene en la derecha española y el lugar del que veníamos cuando a Zapatero le cayó un tanto imprevistamente su primera victoria electoral. Había renacido la legitimación franquista en los numerosos medios afines al PP, nos metimos en un eje político internacional capitaneado por un Bush desorbitado y neocolonial y daba vergüenza ajena contestar fuera de España a las preguntas sobre España (casi como les pasa a los italianos ahora). Ya sé que tienen carácter póstumo estas perplejidades porque la derrota del PSOE suena a cuento contado, pero antes de que el mapa sea unánimemente azul, quizá el mero recuento del pasado más obvio ayude a sacar algún voto de izquierda del clima funerario.

Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.

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