Personas, como yo

Decía Ortega que las ideas se tienen y en las creencias se está. Durante años el Derecho, la Psiquiatría y la Religión sostuvieron un orden ilegítimo basado en un concepto erróneo de normalidad, que promovía la exclusión y reclusión de las personas LGTB en la categoría de lo abyecto, de lo intrínsecamente desordenado, y que todavía conserva vigencia en determinados ámbitos. Con el alma aún maltrecha por la creencia fanática y homicida de Orlando, y en plena celebración del Orgullo gay, cuya necesidad se hace más patente, no quería dejar de poner palabras a la barbarie, desde la profunda convicción como psiquiatra de que las palabras curan pero también pueden matar.

Cuando leo que se asocia metafórica o literalmente lo diabólico, el infierno, con la homosexualidad, cuando contemplo la cruzada contra el imperio gay y asisto a la calificación de la ideología de género como insidiosa y destructora de la humanidad, no puedo por menos que sorprenderme de la vigencia tiránica de la ley natural en una prolongación inaudita de la Edad Media, cuya expresión se ampara en un ejercicio de libertad religiosa. Dicha libertad, como cualquiera otra en un Estado de derecho, tiene límites, y no es de recibo una cosmovisión excluyente que como mínimo está sirviendo de coartada a la discriminación del diferente. Ante la letra de la ley natural esculpida en piedra arrojada contra el ser humano vulnerable no es suficiente no juzgar. Allí donde hay asimetría de poder y violencia, hay víctimas y verdugos.

Hoy en día todavía niños y jóvenes en España encuentran un medio hostil, cuando no acosador, en el proceso de autodescubrimiento de su orientación o identidad sexual, o son potenciales víctimas por ser hijos de familias homoparentales. Aún persiste un juicio peyorativo, a veces explicito, otras difuminado en un discurso de lo políticamente correcto pero larvadamente dañino, que ocasionalmente genera mayor indefensión. Las palabras, las miradas, las no miradas, los silencios, aún matan a diario, simbólicamente, soterradamente, con y sin testigos, en los no lugares cotidianos, en los infiernos domésticos, en las tragedias existenciales íntimas, en los armarios ampliados, en los éxodos obligados, en los exilios interiores en que viven algunas de las personas LGTB. La celebración del Orgullo que algunos consideran frívola u obsoleta en su finalidad es el reverso de esta otra realidad, pero no la sustituye. Por más que no sea la vía de expresión que yo elijo, creo imprescindible la conquista permanente de distintos espacios de visibilidad, que siguen siendo necesarios, para que ningún ser humano vea relegada su condición de tal, a un limbo sin referencias, a una soledad y aislamiento malditos, o a un futuro sin horizonte ni esperanza, que atenta contra su dignidad. Eso sí que es el mismísimo infierno.

Sin duda la despatologización fue un paso decisivo, aunque todavía de modo marginal hay quien propone terapias curativas obviamente infructuosas, alienantes y destructivas. Nadie puede negarse a sí mismo, sin morir en el intento. Cuando pienso que intramuros de la Psiquiatría no hace muchos años confinaron perversamente a personas como yo, en una muerte civil, en un auténtico asesinato moral, no puedo ni debo guardar silencio. Cuando atiendo al sufrimiento inerme de los más jóvenes a veces abocado a la autodestrucción, ante la agresión y el acoso de iguales que han nacido y crecido en democracia, es obligado dar testimonio contra la perpetuación de los prejuicios. El paso casi definitivo se ha ido produciendo con los cambios legislativos que protegen y amplían los derechos de todos, aunque la sombra de la tradición simbólica de la ley natural es alargada, transciende cualquier ámbito confesional, y las agresiones homófobas persisten.

La homofobia inherente al patriarcado es un fenómeno transversal y sistémico, presente en todo el espectro político, social y económico. Se engaña quien olvida que el totalitarismo y las dictaduras de corte marxista no son una excepción en la persecución de la diversidad sexual, o que insignes ateos fueron y son homófobos furibundos. La Psiquiatría y el Derecho en España abandonaron su complicidad histórica con la represión y reparan a diario el pasado con futuro, promoviendo en cada víctima atendida la posibilidad de construir su destino, libre de odio. No obstante ninguna ley, por si sola, hace a los hombres más justos. El cambio cultural requiere de la construcción de otro universo simbólico incluyente en el que sea impensable la victimización de cualquier ser humano, en el que sea posible abandonar el estado de lucha y la identidad de víctima, en el que se restaure genuinamente la dignidad violentada y en el que no sea necesario elegir entre justicia, memoria y libertad. Hay otra tradición distinta en el humanismo cristiano, la de la misericordia, la que desvela y revela que solo por amor se entra en la verdad, la que tuve la suerte de aprender y me enseñaron, aquella en que se mira a los demás, quienes quiera que sean, como misterio inefable. En definitiva, aquella en la que se guarda memoria de la propia condición humana encarnada, carne de la misma carne, indisolublemente unida a la de los otros, personas, como yo.

Mercedes Navío Acosta es médico psiquiatra y coordinadora de la Oficina de Salud Mental de la Comunidad de Madrid.

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