Donald Trump ha ganado. Ha ganado con holgura y va a concentrar en sus manos una extraordinaria cuota de poder, sin comparación en la comunidad democrática liberal. Hay que añadir que, a diferencia del tándem con Mike Pence, fruto de compromisos de partido, esta vez el vicepresidente es converso epígono llamado a recoger el testigo de Make America Great Again. Es, pues, de esperar que esta vez se plasmen en el campo exterior y de defensa políticas que lleven sello abiertamente suyo. En efecto, su primer desempeño pasará a la historia por los «adults in the room»: personalidades de amplísimo expediente y acreditado prestigio internacional que le rodearon, muñidores trascendentales que recondujeron in extremis posicionamientos impracticables por escorados o peligrosamente confrontacionales.
Una mayoría de sus más cercanos colaboradores se ha mostrado pública y radicalmente crítica con las formas y el temperamento del republicano electo. The Room Where It Happened, escrito por John Bolton sobre su tiempo de National Security Advisor (consejero de seguridad nacional) desde finales de 2017 al último día, destila vitriolo. Por su parte, John Kelly -general de cuatro estrellas y el Jefe de Gabinete más longevo del mandato- opinaba recientemente que Trump gobernaría como dictador si le dejaran, y que no comprendía la Constitución ni el Estado de Derecho; que «nunca aceptó el hecho de no ser el hombre más poderoso del mundo -interpretando por poder la posibilidad de hacer lo que le diera la gana en el momento apetecido-».
En este contexto, At war with ourselves, las memorias de H. R. McMaster (que precedió a Bolton en el comienzo de la Administración), son lectura indispensable. Encierran claves importantes del carácter, personalidad y modos de quien, el próximo 20 de enero, será reinvestido Commander-in-Chief. McMaster no busca escandalizar: pinta, en lenguaje sencillo, el retrato de un hombre agraviado y resentido. Pero tal vez lo más relevante del relato es el telón de fondo que compendia el título: la quiebra del pueblo americano respecto de su visión de país y papel en el mundo. Como si toda la energía ideológica que absorbió la confrontación de la Guerra Fría se hubiera mudado en lodazal de luchas internas existenciales con singular proyección global. El vuelco de tantos con sus promesas de «hombre de paz» -«Están muriendo, rusos y ucranianos. Quiero que dejen de morir. Lo tendré hecho, lo tendré hecho en 24 horas»- traduce desazón con la involucración internacional; y sobre todo cansancio profundo con las instituciones.
Ante el abrumador panorama que se perfila, Europa debe reflexionar y actuar urgentemente. Entender cómo ha ocurrido esta evolución. Cuáles han sido los jalones; y cuál es la prognosis. Estados Unidos viene reclamando «burden sharing» («reparto de cargas») en el marco OTAN desde lustros. Pero hoy, el discurso va más allá: es preciso calibrar con realismo el inapelable «burden shifting» («traslado de cargas»), sin excluir la eventualidad de una dejación de funciones -formal o informal, completa o parcial- por el actor principal, catastrófica para Europa. En la tarea de comprensión, las Estrategias de Seguridad Nacional (NSS por sus siglas en inglés) elaboradas regularmente por Washington, resultan de suma utilidad. Marcan los hitos de la representación del dominio americano; son, además, una radiografía rigurosa de las preocupaciones percibidas.
Así, es obligado empezar por «A NSS for a Global Age» que firma Bill Clinton en 2000 y revela la época dorada que sucedió a la Guerra Fría: «[...] tenemos la fortuna de ser ciudadanos de un país que disfruta una prosperidad inigualada, sin divisiones internas de calado, sin amenazas externas primordiales». Continúa con un encendido alegato de la globalización: «Más que nunca, la prosperidad y la seguridad en Estados Unidos dependen de la prosperidad y seguridad en todo el mundo. [...] Debemos desplegar los recursos financieros, diplomáticos y militares de Estados Unidos para defender la paz y la seguridad y promover la democracia y los derechos humanos».
Mientras el 11-S alteró esta rutilante pauta en Washington, en la UE siguió sonando el dividendo de la paz: «Europa nunca ha sido tan próspera, tan segura ni tan libre. La violencia de la primera mitad del siglo XX ha dado paso a un periodo de paz y estabilidad sin precedentes en la historia europea», reza la introducción de la Estrategia Europea de Seguridad de 2003 (síntoma de la ceguera y dispersión que nos aqueja, este frontispicio se mantuvo hasta 2016, sin que la propuesta de 2020 ejemplifique tampoco variaciones significativas). En 2002, Bush (hijo) se centra en el terrorismo -«redes tenebrosas de individuos pueden traer un gran caos y sufrimiento a nuestras costas»- y en la necesidad de «aprovechar cada herramienta en nuestro arsenal» para protección del territorio y la sociedad. Irak y Afganistán evolucionan en lastre provocado -en última instancia- por el desconcierto ante la vulnerabilidad del núcleo financiero y el corazón militar del hegemón. Con la Administración Obama y el impacto de la crisis financiera y económica que debuta en 2008, apuntan los iniciales atisbos de duda e incertidumbre sobre el futuro y su corolario de repliegue. En la NSS de 2010, el presidente confiesa que la interdependencia «intensifica los peligros». La segunda que prologa en 2015 mantiene la idea de «[afrontar] graves retos» pero resalta una capacidad única de movilización y auctoritas internacionales: «América debe liderar».
El auténtico cambio llegará en 2017, tras los avatares de Crimea y el Donbás de 2014 y la interferencia de Moscú en procesos democráticos -en particular, el voto presidencial de EEUU en 2016-. Nada reemplaza la cita textual de la situación descrita por Trump en el preámbulo de la NSS. Produce escalofríos: «Estados Unidos enfrenta un mundo extraordinariamente peligroso [...]. Cuando asumí el cargo, regímenes rebeldes estaban desarrollando armas nucleares y misiles para amenazar a todo el planeta. Los grupos terroristas islamistas radicales estaban floreciendo. Los terroristas habían tomado el control de vastas extensiones del Medio Oriente. Potencias rivales estaban minando agresivamente los intereses estadounidenses en todo el mundo. [...] Las prácticas comerciales injustas habían debilitado nuestra economía [...]. La distribución injusta de la carga con nuestros aliados y la inversión insuficiente en nuestra propia defensa habían invitado al peligro de aquellos que desean hacernos daño. Demasiados estadounidenses habían perdido la confianza en nuestro gobierno, la fe en nuestro porvenir y la seguridad en nuestros valores».
En octubre de 2022, la NSS de Biden (elaborada ocho meses después de la invasión total rusa de Ucrania), consolida la línea pero con un enfoque constructivo -«La forma en que respondamos a los enormes desafíos y las oportunidades sin precedentes que enfrentamos hoy determinará la dirección de nuestro mundo»-, resaltando el imperativo del liderazgo estadounidense y de la colaboración con afines. Ahora, incomprendido por el grueso de sus ciudadanos, este optimismo se agota.
Estamos en el mundo de hoy. No es ni siquiera el mundo de 2016. Y los europeos parecemos no verlo. En una cadena interminable, el avestrucismo hizo caer el miércoles la coalición de gobierno en Alemania. Ante los medios, refiriéndose a Ucrania, el Canciller Scholz fundó su decisión de ruptura en que «necesitamos tanto una cosa como la otra: seguridad y cohesión social». Cierto, no se puede renunciar a la mantequilla por los cañones. Pero precisamos -existencialmente- cañones. Y no los tenemos.
Más allá de estudios y discursos, hemos de llegar con pragmatismo -y apremio- a un nuevo equilibrio. Nuestras perspectivas de seguridad y defensa no se aguantan en el dividendo de la paz.
Ana Palacio