Como en una de esas pesadillas en las que quieres gritar y no puedes, el himno de Perú había dejado de oírse en los mundiales y lo teníamos atragantado —así, en plural— desde hace 36 años. La mayoría de mis compatriotas, toda su vida. Tal vez por eso, minutos antes del inicio del partido ante Dinamarca, los más de treinta mil peruanos que llegaron al Arena Mordovia, en Saransk, parecían tener un único objetivo: quedarse afónicos prematuramente; no esperar un gol peruano (que no hubo), ni una jugada luminosa (hubo varias) ni siquiera un error del árbitro en contra para dejar la garganta en la tribuna.
Tanto tiempo había pasado desde nuestra última vez, que nadie esperaba cantar el himno: había que gritarlo. La larga espera terminó por fin y al despertar de la pesadilla esta tarde luminosa en las orillas del Volga, esas estrofas fueron, para el hincha de Perú, explosión, desborde, fuga.
Había daneses, y no me refiero solo a los titulares y suplentes que salieron al campo. Había más. Quizá dos mil o tres mil, porque sí se oyó cierto alarido cuando Poulsen rompió una muralla que parecía impenetrable, en el minuto 59, y disparó a la red. Aunque más bulla hizo el silencio. El mismo silencio que se había oído luego del penal fallado por Christian Cueva, después de que el réferi gambiano, Bakari Gassama, cobrara como falta una jugada polémica gracias al VAR.
Terminaba el primer tiempo y los dirigidos por Ricardo Gareca habían sido superiores. Sé que los padres del jugador del São Paulo estaban en la cancha; lo que no sé es qué se siente ser un padre viendo eso, y menos ser un hijo elevando sobre el poste una bola que debió entrar. Aquel debió ser el primer gol de Perú luego de tanta vida afuera de esta competencia. ¿Para qué redundar, sin embargo, en lo que no fue?
Esa ni siquiera es la imagen que llevo grabada en la cabeza (hablé con Cueva después del partido: “Es triste”, dijo, “debo trabajar el doble”, dijo; “simplemente erré, no hay explicación”, dijo. Y ya está, a otra cosa). Los mejores fallan penales. Cueva lo hizo el mismo día que Messi. Lo que sí repito mentalmente, en un loop interminable, es el taco de Paolo Guerrero en el minuto 78, que no quiso ser empate porque un dios muy malo sopló fuerte a la derecha del poste de Schmeichel, que salvó varias, pero jamás de los jamases hubiera podido salvar esa.
Hay que culpar al viento para no responsabilizar a nadie. Guerrero, por ejemplo, no tuvo la culpa de no arrancar. Fue el viento —me repito— el que hizo volar por encima del arco el no-gol de Cueva y el que mandó a un costado el no-gol de Guerrero. El no-triunfo por culpa del viento.
El aire de Saransk no solo empieza a ser helado a las siete de la noche —hora en la que comenzó el partido—, sino que está lleno de una pelusilla blanca, parecida al algodón, que cae de los álamos que cubren esta ciudad como un manto verde que lo envuelve todo. Eso sucede al principio de la primavera, justo en junio, cuando las hojas mueren, y este año ocurrió en pleno Mundial.
Dos días atrás, ese polvito blanco que sin querer se aspira hasta el estornudo, era la única invasión que rompía la monotonía de la capital de Mordovia. Hasta que llegaron —llegamos— los peruanos para ser locales y cantar el himno a todo pulmón y salir del estadio, a pesar de todo, entonando ese otro himno que traemos en el equipaje desde que salimos de Lima: “¡Cómo no te voy a querer, si eres mi Perú querido, el país bendito que me vio nacer!”.
Aún quedan Francia y Australia. Esa podría ser una buena noticia. Pero toca dar la mala, que es obvia y sucedió —en horario ruso— anoche: perdió Perú. Perdimos. Malditos sean el viento de Saransk y su polvillo blanco porque no merecíamos perder.
Daniel Titinger es director de Depor, el principal diario deportivo de Perú.