Perú, un país encarcelado

Partidarios del candidato presidencial de izquierda por el partido Perú Libre, Pedro Castillo, marchan en Lima el 19 de junio de 2021. (Ernesto Benavides/AFP vía Getty Images)
Partidarios del candidato presidencial de izquierda por el partido Perú Libre, Pedro Castillo, marchan en Lima el 19 de junio de 2021. (Ernesto Benavides/AFP vía Getty Images)

La derecha peruana está en rabieta ante la proximidad de su derrota. Desde el suelo, avientan fake news, insultos e invocaciones a anular las elecciones presidenciales como un niño que, incapaz de controlarse, lanza una y otra vez objetos sin medir las consecuencias. Pero las necesidades insatisfechas de este sector tienen efectos más graves —el daño a la democracia— e involuntarios —distraer sobre la improvisación del candidato vencedor—. Los episodios de crisis que veremos en el próximo gobierno podrían ser más intensos que lo que acabamos de sufrir en los últimos cinco años.

Luego de una campaña polarizada entre el sindicalista Pedro Castillo y la derechista Keiko Fujimori, que acabó con las elecciones del 6 de junio, hemos entrado a una fase de descrédito del proceso y del resultado electoral impulsado principalmente por los conservadores. Esto le va a restar legitimidad a los bandos políticos en los próximos cinco años, y no es difícil prever que recurrirán a propuestas populistas para recuperar la aprobación perdida.

El grito de fraude —sin pruebas objetivas— lanzado por Fujimori y sus partidarios ha tenido eco en una sociedad peruana que tiene altos niveles de desconfianza interpersonal según el Barómetro de las Américas. El 65% de la ciudadanía peruana considera que hubo indicios de fraude; y si se separa por grupos de votantes, 85% de votantes de Fujimori y 50% de Castillo mantienen esta idea. Esto hubiera sido imposible sin la caja de resonancia que tuvieron estas acusaciones en una prensa mayoritariamente parcializada. Durante estos días incluso se ha invocado la posibilidad de hacer un golpe de Estado, cuya realización culminaría un periodo democrático caótico pero extenso de nuestra república.

Ha transcurrido casi una semana desde que terminó la contabilización de las actas electorales al 100%, que pusieron a Castillo en primer lugar. En el breve plazo que queda hasta el 28 de julio, fecha del cambio de gobierno, el eje de la discusión debería ser el precario equipo de gobierno que el ganador está armando, las pugnas internas con los sectores más radicales de su agrupación y los detalles del plan de trabajo para los primeros 100 días, que hasta ahora no ha sido lo suficientemente sustentado. Aún no hay respuestas a preguntas claves: ¿Cuál es el proyecto de país que Castillo quiere hacer? ¿Cuál es su plan para superar la pandemia? ¿Y cómo piensa distribuir la riqueza sin llevarnos a la debacle económica?

Pero la agenda mediática gira en torno a los pedidos para anular más de 200,000 votos presentados por Fujimori ante la justicia electoral. Pese a que estos reclamos son excepcionales en nuestra historia reciente, han sembrado un velo de duda suficiente para que aún no haya un reconocimiento social del triunfo de Castillo. Y en cada ocasión que han podido, Fujimori y sus abogados han anunciado nuevos recursos legales para auscultar el proceso y demorar la proclamación del resultado final.

Hay pocas probabilidades de que la justicia electoral le dé la razón. En primera instancia, los 30 jurados que han revisado estas solicitudes han rechazado sus argumentos, y un estudio de la prestigiosa Ipsos Perú da las señales suficientes para decir que no hubo un fraude sistemático en estas elecciones. Aún así, Fujimori ha dado claras muestras de que no aceptará fácilmente un resultado adverso, y ya hemos sido testigos de lo destructiva que puede ser su agrupación cuando eso pasa.

En medio de nuestra precaria institucionalidad, los organismos electorales pueden dejarnos con un presidente proclamado pese a los recursos legales que se puedan interponer para alargar este proceso. Pero a partir de allí, Castillo y Fujimori se desplazarán en un terreno movedizo.

Pedro Castillo es un político que ofrece más dudas que certezas. Si bien habrá ganado una elección con base en la identificación de los sectores más desfavorecidos y al antifujimorismo, el manejo político que requiere ahora es distinto. Lo más probable es que en los próximos cinco años —si no se interrumpe la vía democrática— el Congreso estará encabezado por la oposición a su gobierno. Pero él y su nueva bancada no tienen mucha experiencia ni relaciones con el elenco derechista de la política peruana que le permitan negociar y entablar acuerdos.

Además, su bancada no necesariamente será fiel a él, sino al proyecto de izquierda que encarnan. En las últimas semanas Castillo, un invitado del partido de izquierda radical por el cual ha postulado, Perú Libre, se ha rodeado de algunos asesores más moderados, pero han recibido puyazos del ala radical. Castillo se encuentra en una prisión imaginaria en la que debe moverse en un doble frente: de un lado, frente a la oposición que le hará el fujimorismo; y del otro, en armonía suficiente con la izquierda para que no se quede sin respaldo político ni sin técnicos. Su experiencia sindical le puede dar algunas nociones para ello.

La improvisación de Castillo es el mejor combustible que Fujimori tiene para invocar a sus simpatizantes a que no se rindan frente a la amenaza del comunismo. El discurso es polarizante, ha fortalecido el racismo y, como dice el politólogo Alberto Vergara, da la impresión que tienen carta blanca de la élite económica para incendiar el país. Sus simpatizantes radicalizados han ido a hacer protestas frente a las viviendas de los magistrados de la justicia electoral.

Ningún garante importante de Fujimori —como el escritor Mario Vargas Llosa— hizo los esfuerzos suficientes a tiempo para que la excandidata modere la narrativa de fraude que ha desplegado en un país que no aguanta más conflictos. Cualquier iniciativa que se plantee en este momento llega tarde, pues la confianza en la limpieza del proceso electoral ha caído y los votantes de ambos candidatos se han movilizado ante la amenaza de que les roben la elección.

Las consecuencias del enfrentamiento superan a Castillo y Fujimori —quien afronta un pedido de prisión de 30 años por lavado de activos, en el Caso Lava Jato—, y más bien tocan las enormes diferencias sociales peruanas acrecentadas por la pandemia del COVID-19. La vorágine que se ha desatado nos asemeja más a una cárcel que a un país; donde cada bando político tiene una celda de la que sale muy poco para encontrar lugares comunes, y en cambio lo hace para replicar conflictos con algunos recursos que busquen obtener en mesa el poder que no lograron con la política. La atención de la crisis sanitaria, económica y educativa muy probablemente quedará relegada. Serán cinco años difíciles.

Jonathan Castro es reportero político y de investigación peruano.

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