Perversión y sustitución de nuestras élites

Decía Julián Marías que en España había que repetir las cosas tres veces para que se oyeran. Por eso en estas horas urgentes reitero una recomendación: quien quiera entender las causas de nuestra crisis nacional y las honduras de la gravedad del presente que lea el capítulo XI –la época del «señorito satisfecho»– del libro que mejor la anticipa y explica, La rebelión de las masas. Auguro que quedará muy asombrado. Porque lo que nos sucede y cómo hemos llegado hasta este estado de descomposición y entropía se resume en asistir hoy al cumplimiento efectivo del gran temor de Ortega: que alguna vez el prototipo del hombre (y mujer)-masa se alzase de pleno con la dirigencia de nuestra nación en cualquiera de sus vertientes. Esto es, que un perfil orientado al yo y sus instintos –en las antípodas del bien común– se haya convertido, en acrobacia paradójica, en minoría rectora instalada en los ámbitos del poder político, económico, educativo y cultural. Un Narciso ensimismado y sensual rigiendo nuestros destinos, sin siquiera su hermosura. Y un contradios tal es lo que explica las graves anomalías de esta España sin pulso que agoniza en su decadencia y que esconde un gran fracaso que nadie quiere afrontar: nuestra fallida incorporación reciente a Europa. Como si nuestra situación actual fuera hija de aquella confidencia que Ortega vertió a Marías en el Retiro: «Desengáñese, amigo mío, el verdadero problema de España es que nadie está en su sitio». Y eso, advirtámoslo bien, incluía a Cataluña.

Claro que este «nadie-en-su-sitio» orteguiano enlaza con otra confidencia bien reciente que me hacía un buen amigo de fina inteligencia: «Si quieres conocer nuestra triste realidad nacional, no tienes más que darte una vuelta por el bar del Congreso. Con eso te basta». Como si la barra de tal bar fuera nuestro nuevo Callejón del Gato con sus espejos deformantes que nos arrojaran una deformación grotesca de lo que debería ser una democracia parlamentaria al uso europeo.

Mas, ¿cómo es según Ortega el arquetipo de ese «señoritismo satisfecho» que de copar las diversas dirigencias habría de sumirnos en la ruina de las instituciones fundamentales de nuestro país, amén de su economía, como ha sucedido? Por un lado, posee un psiquismo tal que una vez aupado a los núcleos de poder se queda solo con los placeres inherentes pero rechaza de plano los deberes, responsabilidades y esfuerzos que su protagonismo social precisarían. Léase si no el tenor de los correos de Blesa o Urdangarin, como ejemplo a la mano. O las zafias y airadas respuestas que escuchamos en Sevilla, Madrid y Valencia ante las diligencias judiciales. Es que para tal arquetipo de «señoritismo satisfecho», la democracia –una de las formas supremas civilizatorias– es al cabo algo dado naturalmente de la que sólo cabe el disfrute en tanto que principal beneficiario. No es ejemplar –ni al menos lo intenta– porque ni siquiera tiene la categoría de ejemplo. De ahí su natural descaro con que se apropia de fondos ajenos que están ahí para sus lujos y holganzas. La argentinización de España que está sucediendo a ojos vista –y de la que nadie parece hacerse cargo– es directamente proporcional a la perversión de estás élites nuestras cuya estructura psíquica y moral es incompatible con un uso del poder benevolente. Por eso su creciente implacabilidad.

De modo que para entender la génesis y hondura del fenómeno de las nuevas «oligarquías de élites extractivas» que acuñaron con acierto Acemoglu y Robinson en su reciente obra Why Nations Fail, hay que recurrir a nuestro previo concepto orteguiano de «señoritismo satisfecho» que ensarta de norte a sur y de este a oeste el modo de «ser élite» en nuestro país. Y es que un señorito así es extractivo y corrupto no por azar o por accidental debilidad, sino per definitionem, como señalaba Ortega: «No es que menosprecie una moral anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna». No puede, según se ve, no serlo, dotado como está de una peculiar y morbosa desatención hacia los otros imbuido en su psicología de «niño mimado». La perversión es que se haya instalado en puestos que demandan gran adultez. De ahí el tenor profundamente adolescente de los usos políticos, económicos y empresariales que estamos viendo –y padeciendo– en los últimos años, tan argentinos por otra parte. Y en esas manos se encuentra gran parte del poder español y catalán. Quien se atreva a leer algunas memorias muy recientes de determinados políticos irá bien servido.

¿Qué podemos hacer ante todo ello? Creo que, en primer lugar, algo que no hemos hecho en los veinte últimos años: plantar cara y dejar de comulgar con ruedas de molino, que no es mal proyecto. Esto es, recuperar nuestra mermada condición de citoyens. Y este proyecto personal y colectivo tendría que fomentar al mismo tiempo algo que hemos olvidado: la necesidad de incoar esa «minoría creativa» de la que hablaba Toynbee frente a las «minorías dominantes». Por cierto, algo que el hombre medio está pidiendo desde su cansancio y desesperanza.

Por eso mismo o se articula una minoría creativa urgentemente o llegaran populismos nefastos. En eso nos jugamos literalmente el futuro nacional que no lo podemos dejar sólo en las manos heroicas de tres jueces de espaldas anchas. Y ello exige una movilización, coordinación y aunamiento de los individuos mejores, con generosidad, abnegación y cordialidad. Y sin mucho ego, por descontado. Nada hay que más convenga a la estructura del poder actual que el carácter anárquico e individualista de las acciones deshilvanadas tan hispanas: heroicas pero ineficaces. No cayeron así las murallas de Jericó sino de manera concertada, en clave bien temperado. Hay que recuperar para ello, se me ocurre, los modos y maneras de encuentros y ayuntamientos minoritarios y discretos que se utilizaron tan eficazmente en los albores de la Transición. Y resucitar el diálogo sereno, amable y lúcido sobre nuestras circunstancias. Además de utilizar los medios, conocimiento, métodos y resquicios que todavía permite nuestra cada vez más maltrecha libertad, con imaginación tanto profesional como creadora. De la disconformidad de la queja hay que pasar a la acción renovadora, por si nuestros hijos preguntan algún día qué hicimos nosotros ante tal panorama: que lo preguntarán. El tiempo urge y mucho, pues el reloj de la Historia va a su aire en sucesión que «ni vuelve ni tropieza». Nunca estas tareas necesarias fueron fáciles. Pero vienen horas –no solo políticas– de esas en las que un país se juega su destino por décadas.

Por cierto, creo que una parte de Europa, la más seria, vería con agrado estos esfuerzos de una transición de élites extractivas a élites serviciales. Que en eso consistiría un proyecto tal: sustituir a Narciso por Sísifo esforzado. Burke, que había leído mucho a Maquiavelo, expresó todo esto mucho mejor que yo al escribir: «Cuando los hombres actúan concertadamente, entonces su libertad es poder». Es lo que toca. Uno no elige la historia.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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