Pesadilla en la cocina

El jueves 1 de agosto de 2013 fue el día de la infamia. La acción se desarrolló en dos escenas complementarias, a cual más indicativa de la catadura moral de su común protagonista.

Por la mañana, Mariano Rajoy arremetió contra mí durante el pleno del Congreso, celebrado en la sede del Senado, al hallarse en obras la de la Carrera de San Jerónimo: "Hay un círculo de la calumnia que siempre funciona igual, un delincuente le da información a un periódico, en este caso al diario El Mundo, que este manipula y tergiversa adecuadamente, para generar una calumnia que a mediodía será amplificada por las televisiones".

Por la tarde la "policía política" que trabajaba para Rajoy, a través de la cadena de mando del Ministerio del Interior, montó un operativo de seguimiento, vigilancia y espionaje en el restaurante Nimú -Goya esquina Velázquez-, en el que cené con la mujer y el hijo de Bárcenas.

Pesadilla en la cocinaDe lo primero queda constancia en el Diario de Sesiones de la Cámara. Nunca antes un presidente de la democracia había incriminado así al responsable de un medio de comunicación, desde la tribuna de oradores. El propio Felipe González, en los peores días de los GAL, se autocontrolaba para hacerlo sólo en los pasillos.

De lo segundo, de lo que ocurrió en torno a esa cena, queda constancia en un documento policial incorporado al sumario de la llamada "Operación Kitchen", con el título "Eventos de Interés".

Los agentes, camuflados de viandantes, comenzaron a merodear por el exterior del restaurante y luego fueron ocupando las mesas contiguas, enfocándonos con sus tabletas y teléfonos móviles. Actuaban de forma tan torpe que yo me encaré con uno de ellos, instándole a que dejara de grabarnos. Fue rápidamente reemplazado por una pareja que tomó el relevo de manera más discreta.

Los responsables del operativo no sólo dieron cuenta por escrito de quienes éramos los comensales y a qué hora llegó cada uno, sino que añadieron la conjetura que podía afectar e interesar al señor Rajoy:

"Por información recibida, un motorista entregó a Guillermo Bárcenas una serie de documentos en una gasolinera que en la cena podría haber pasado a Pedro J. Ramírez".

Pocos días después, El Mundo reprodujo la nómina con membrete del PP que Bárcenas había cobrado en mayo de 2012. Dentro de la sarta de mentiras que Rajoy había proferido desde la tribuna, destacaba por su cinismo la afirmación de que, cuando él llegó a la Moncloa, o sea en diciembre de 2011, Bárcenas "ya no estaba en el partido".

Esa nómina le ponía en evidencia, pues demostraba que seis meses después, seguía cobrando 18.275 euros mensuales. Era, según Cospedal, la "indemnización simulada en diferido".

El propio viernes 2 de agosto, denuncié en el programa Las mañanas de la Cuatro el espionaje al que estaba siendo sometido. Porque ya llovía sobre mojado. Desde que el 7 de julio había publicado mis Cuatro horas con Bárcenas y, sobre todo desde que el 14 había reproducido los SMS que incluían el "Luis, sé fuerte", enviado desde la Moncloa cuarenta y ocho horas después de que se publicara que el ex-tesorero tenía un inmenso botín en Suiza, todos mis movimientos venían siendo controlados.

Lo que en un primer momento podían parecer episodios casuales -alguien que se te cruza con un dispositivo móvil en ristre, al salir de casa; un motorista que aparece varias veces con una cámara adosada junto a tu coche- terminó siendo una pauta recurrente. El modesto equipo de seguridad del periódico anotó detalles y matrículas. El director del CNI, Sanz Roldán, me dio a entender, en conversación telefónica -"No es cosa nuestra"-, que el Ministerio del Interior estaba detrás.

En mi denuncia de la Cuatro pedí expresamente a Mariano Rajoy que diera "una orden a sus subordinados" para que desmontaran aquel "mecanismo de vigilancia y seguimiento policial" que limitaba mis movimientos y por ende, el derecho a la información de los ciudadanos.

Lo que en un primer momento podían parecer episodios casuales terminó siendo una pauta recurrente

En mis cuarenta años como director de periódicos, jamás había hecho ni he vuelto a hacer una denuncia así. Tendré muchos defectos, pero nunca he sido un paranoico. Ahora las playas de la Justicia han empezado a recoger los cadáveres documentales, arrojados al océano de la impunidad por aquella trama delictiva y regurgitados por la pleamar de un nuevo tiempo político.

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Rajoy se creyó muy gracioso aquel 1 de agosto por la mañana, cuando después de lanzarse en tromba contra mí, desveló que había utilizado palabras textuales, previamente proferidas por el líder de la oposición Alfredo Pérez Rubalcaba. Flaco favor se hacía a sí mismo, advertimos ya entonces, porque se trataba de una diatriba inscrita en el intento de tapar la implicación de González y su gobierno en los crímenes de los GAL.

En ese pecado, a mitad de camino entre la soberbia intelectual y la gracieta provinciana, acaba de encontrar Rajoy su penitencia, pues la sucesión de ilegalidades -entre las que se inscriben las vigilancias y seguimientos del 1 de agosto por la tarde- descubiertas ahora por la Justicia, han abierto la veda de los paralelismos con aquella red de terrorismo de Estado y su correspondiente organigrama.

Aquí no hay cadáveres enterrados en cal viva -y esa no es pequeña diferencia- pero toda España sabe ya que Rajoy es "el señor X" de la Gürtel y la Kitchen, como González lo fue del montaje de los GAL y los subsiguientes actos delictivos para obstruir la acción de la Justicia. Nadie se imagina que un ministro del Interior pueda cometer delitos de ese calibre, al servicio de la causa, sin conocimiento de su jefe y mentor.

El ex-presidente está en manos de lo que declare Fernández Díaz, cuya equivalencia a Barrionuevo queda realzada por la imputación de este viernes. Y ambos dependen de lo que haga y diga Paco Martínez, como sus homólogos dependían de lo que dijera e hiciera Rafael Vera.

En el casting de los actores secundarios no es difícil ver a Cospedal, número dos del partido, en los zapatos de Damborenea, líder del PSOE en Vizcaya; ni, por supuesto a Villarejo y sus secuaces en los de Amedo y los suyos. En ambos casos, los fondos reservados, destinados a luchar contra la delincuencia organizada, se destinaron a realizar sobornos para proteger al presidente. En ambos casos, la pista del dinero terminó llevándonos a Suiza.

Quién le iba a decir, por cierto, al juez García Castellón que aquel 19 de diciembre de 1994 envió a Mario Conde a prisión, mientras Baltasar Garzón hacía lo propio con cinco altos cargos de Interior, abriendo en canal al PSOE desde el juzgado contiguo, que veintiséis años después a él le tocaría practicar la misma extirpación de tumores malignos en el cuerpo tumefacto del PP.

La ventaja que tiene Pablo Casado respecto a los líderes del felipismo es que él era un simple diputado por Ávila cuando sucedieron los hechos, como Zapatero lo era por León durante el encubrimiento de los GAL. Y al igual que ZP ordenó dejar de pagar las defensas de Barrionuevo y Vera en cuanto llegó a Ferraz, a Casado tampoco le ha temblado el pulso al abrir expediente disciplinario a un histórico con galones como Fernández Díaz. Sólo si lleva hasta el final su “el que la hace la va a pagar”, del lunes en la COPE, saldrá airoso del lance.

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La otra gran similitud con un escándalo de trascendencia mundial, nos retrotrae casi medio siglo en la memoria colectiva. El domingo pasado dije en Liarla Pardo de La Sexta que “La Operación Kitchen va a ser el Watergate de Mariano Rajoy y lo menos malo que le puede pasar es acabar como Nixon, arrojado por la Historia al rincón del oprobio”.

A Casado no le ha temblado el pulso al abrir expediente disciplinario a Fernández Díaz. Sólo si lleva hasta el final su “el que la hace la va a pagar”, saldrá airoso del lance

Otros colegas, como Esteban Urreiztieta, pionero en la investigación del caso, también han hecho esa equiparación. Pero alguien se nos adelantó a todos, con una autoridad y un conocimiento de causa que nadie puede discutir. Fue Barry Sussman, jefe directo de Woodward y Bernstein en la sección local del Washington Post quien, el domingo 4 de agosto de 2013, indignado por lo que estaba leyendo, publicó un artículo con arranque en la portada de El Mundo, titulado El Watergate planea sobre España.

“A un norteamericano -empezaba diciendo-, los actuales acontecimientos políticos en España le traen recuerdos de hace 40 años, del escándalo Watergate, especialmente por las grandes cantidades de dinero que se andan moviendo por ahí y por los intentos de intimidar a la prensa”.

Sussman recordaba cómo, en ambos casos, el origen de todo estaba en la financiación ilegal de un partido gobernante. Su descripción de cómo “el dinero sucio empezó a llegar a las arcas de la Casa Blanca, a veces en grandes fajos en efectivo”, encajaba como un guante en el “modus operandi” de la “caja B” de Génova que Bárcenas me había contado con pelos, señales y la prueba incontrovertible del original de esa contabilidad paralela, que entregué ipso facto en la Audiencia Nacional.

Al final del artículo, Sussman se refería al segundo elemento que había activado sus recuerdos: “Que algunos periodistas españoles sean objeto en estos momentos de intimidación y vigilancia no me sorprende nada. También hubo intentos de intimidación en aquel entonces. Los partidarios de Nixon trataron de desviar la atención del Watergate y de convertir a The Washington Post en el asunto de la información… La campaña contra el Post fue brutal, pero no tuvo ni el más mínimo efecto sobre el esfuerzo informativo del diario”.

Aquí es donde el paralelismo se quiebra. Como en el Watergate la “Operación Kitchen” no fue sino una parte de la fase de “cover up”, es decir, del intento de ocultar a la Justicia y a la opinión pública los delitos de la trama Gürtel. Y como en el Watergate, las acciones ilegales de agentes encubiertos tuvieron como complemento una operación de acoso y derribo contra el director del periódico que había tirado de la manta.

La atroz diferencia es que, así como los propietarios del Washington Post, y en especial su editora Katherine Graham, defendieron valerosamente a su director, los entonces propietarios de El Mundo entregaron mi cabeza, con la traidora connivencia del aún hoy presidente de la compañía. Un individuo que en estrecha complicidad con la vicepresidenta Saénz de Santamaría, cercenó el espíritu fundacional del periódico y, tras destituir en tiempo récord a otros tres brillantes directores que no se plegaban a su capricho y propiciar la mayor diáspora de talento jamás ocurrida en un medio de comunicación, terminó convirtiéndolo en el dócil órgano del marianismo agonizante y en la monolítica expresión de su derechismo carpetovetónico.

Ese indigesto menú salió de la cocina de la Kitchen, emplatado, jornada tras jornada, purga tras purga, por un camarero iscariote, pero no fue el único. La imprescindible comisión de investigación parlamentaria, que el PP de Casado debería ser el primero en apoyar, demostrando que no es como los demás partidos, se quedará corta en su alcance si no incluye las maniobras contra la libertad de expresión orquestadas entre 2013 y 2015 desde la Moncloa en sintonía con el trístemente célebre Consejo Nacional de la Competitividad y con la última camarilla de Juan Carlos I.

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Ha querido el destino que de manera simultánea a la acreditación por la Justicia de que fui vigilado, seguido y hostigado para que cejara en aquella investigación periodística que me costó el cargo, el medidor oficial, Comscore, haya situado a EL ESPAÑOL en el tercer lugar del ranking absoluto de la prensa con 21.707.000 lectores, frente a los 21.263.000 lectores de El Mundo, relegado al cuarto lugar.

Así como los propietarios del 'Washington Post' defendieron valerosamente a su director, los entonces propietarios de 'El Mundo' entregaron mi cabeza

Superar en menos de cinco años al periódico que fundé, hace más de treinta, y del que fui extirpado como una mala hierba perniciosa por la conspiración de la Kitchen, supone, claro está, una honda reivindicación personal. Sobre todo, teniendo en cuenta que la práctica totalidad del equipo directivo de la redacción de EL ESPAÑOL siguió el mismo itinerario.

“You did it again”, me dicen los colegas de la prensa internacional que aún recuerdan la equivalente felonía acaecida en 1989 en Diario 16. “No, they did it again”, les respondo encogiéndome de hombros.

No hay otro veredicto que el de los lectores. Ellos distinguen muy bien quién les sirve y quién les utiliza para fines ajenos al periodismo. El jueves por la mañana, cuando contempló estupefacto, el nuevo ranking de Comscore, frotándose los ojos, como si tratara de escapar de una pesadilla, el camarero de la Kitchen ordenó emitir un comunicado de emergencia, alegando que los datos del periódico que al fin domina, cual señor de horca y cuchillo, estaban “subestimados por un error técnico”.

En realidad El Mundo, nutrido aun de grandes profesionales y entrañables amigos, había subido un nada desdeñable 3% en agosto. El problema es que EL ESPAÑOL había crecido un 10. Está claro que eso podrá revertirse en los próximos meses a golpe de talonario, a costa de su cuenta de resultados, pues no en vano, hoy por hoy, su redacción casi triplica en número a la nuestra. Pero todos sabemos donde estará cada uno dentro de otros cinco años. Y, efectivamente, la lordosis moral es un "error técnico" a menudo "subestimado", muy difícilmente subsanable.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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