Picasso ni caso o leer a Picasso

Pablo Picasso, en su casa de la Riviera francesa en 1961. El pintor hojea el libro 'Picasso's Picassos', con un centenar de fotografías en color de algunas de sus obras.Bettmann (Bettmann Archive)
Pablo Picasso, en su casa de la Riviera francesa en 1961. El pintor hojea el libro 'Picasso's Picassos', con un centenar de fotografías en color de algunas de sus obras.Bettmann (Bettmann Archive)

Pues sí, Picasso escribía. No ha habido suerte tampoco en este aniversario. Y mira que era fácil para cualquier institución o editorial habernos dado el gusto de tener una edición crítica de su obra literaria, de su escritura en español o traducida al español. En 1989, en Francia, Gallimard sacó un Picasso. Écrits 1935-1959 que da buena cuenta de la importancia de sus textos. Picasso escribió tanto en español como en francés, por eso los franceses decidieron convertirlo en un clásico nacional. Aquí, pues ya sabemos. En medio de la cultura del cumpleaños, tampoco nos importa mucho. ¿Para qué vamos a leer a Picasso, verdad?

Lo que transparenta su escritura es mucho. Casi todo es escritura automática así que, vaya, es un festín para psicoanalistas de todo tipo. Pero, sobre todo, vemos su capacidad devoradora, caníbal para con los estilos que gustaba leer, desde Alfred Jarry hasta los surrealistas. Tomaba de todo y de todos lados. En su pintura hacía igual, seguramente con mayor fortuna, pero sus escritos son una caja de herramientas imprescindible si queremos abandonar de una vez todos esos abalorios, el genio, el patriarcado, bla, bla, bla, y ponernos a hablar de sus obras de arte.

Picasso triunfa en la época en que la obra de arte debe todo a su reproducción técnica. La capacidad de permear su pintura con lo que pasa en la sociedad de su tiempo es la medida de su éxito. El mito del genio individual, hecho a sí mismo, en fin, esa gran patraña del capitalismo financiero, nada tiene que ver con su identificación con su época. Si hasta el siglo XIX el taller del artista era el lugar donde se elaboraba esa identificación del modo de hacer del arte con las condiciones materiales en las que se producía, desde las revoluciones modernas —francesa, industrial, feminista— es en los medios, en los media, donde esas condiciones materiales se revelan. Muchas veces, la crítica feminista o decolonial, en su empeño por determinar a nuevos sujetos políticos se olvida de que la obra de arte depende por igual de la sociedad que lo produce como del individuo que hace su artesanía. Así, las mujeres de Rubens o de Velázquez pertenecen por igual a los imaginarios feministas que las geniales pinturas de Artemisia Gentileschi.

Seguramente Picasso era un cabrón con las mujeres pero no menos que Marcel Duchamp, desde luego. Así que está bien entrar sin piedad con el bisturí a desmontar el heteropatriarcado. Pero Picasso también era feminista, paradójicamente. Puede parecer anecdótico que Mercedes Comaposada, fundadora de Mujeres Libres, trabajara para él como secretaria, pero no es un dato para desestimar absolutamente. Y es que no se trata tanto de una pulsión individual sino de la expresión de la cultura materialista del tiempo que le tocó vivir. Si consideramos, por ejemplo, su obsesión por La obra maestra desconocida de Balzac, el proyecto que seguía llevando en la cabeza cuando empezó a gestar el Guernica, podremos ver ahí, en la serie de grabados que le dedicó en 1931, un retrato radical de cómo el imaginario femenino fue alumbrado, triturado y desmontado en la pintura occidental. Cuando enfrentamos el trazo de sus líneas con sus escritos de aquella época todo resulta revelador.

Por supuesto, en Las señoritas de Aviñón estallan las tensiones de género, raza y clase como en ninguna pintura de su época. El artista sevillano Rafael Agredano se ha pasado años, con su bisturí, desmontando estas cuestiones que suponen un motor fundamental para entender el arte de nuestros días. No es raro si repasamos el menú de lecturas de Picasso, desde la prensa anarquista hasta el folletín popular, aparte quedan los clásicos de la literatura española y francesa, también pornografía. Su atención temprana a escritores como Aimé Césaire explica bien su relación iconográfica para con el movimiento de la negritud que contribuyó a plantear muchos de los asuntos que hoy aparecen en la agenda descolonial.

Por razones de desclasamiento, seguramente, Picasso supo sacar provecho de la bohemia como pocos artistas de nuestra modernidad. Detectar que eran aquellos que no tenían representación política alguna quienes más potencia simbólica representaban explica bien por qué mendigos, prostitutas, gitanos, saltimbanquis y demás miembros del lumpenproletariado pueblan las pinturas de las épocas que, todavía, se conocen con el cursi nombre de periodos azul y rosa. Muchas veces se considera miserabilismo, pornomiseria, la presencia de este lumpen en la novela proletaria de la época. Picasso, que devoraba esos folletines, sublima sin embargo esas figuras. Es verdad que la representación visual hipertrofia la potencia simbólica sobremanera, mientras que la escritura enseña, estructura, sostiene. Por eso es importante leer a Picasso.

Cuando, con Valentín Roma, realicé Economía: Picasso en 2012, descubrimos cómo Honorio Bustos Domecq (Borges y Bioy Casares) primero, y después César Aira, habían descubierto a Duchamp a base de poner en solfa a Pablo Picasso. La crítica española, cuando abandona la alabanza grotesca y el ditirambo nacionalista, se agota entre chistes populistas y ninots indultats. Por eso es importante traducir a Picasso. Si las letras son la gasolina necesaria para quemar las imágenes, sí, hay que leer, hay que traducir a Picasso.

Pedro G. Romero

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