Picasso y los superricos

Hace un siglo, un joven pintor italiano, Amedeo Modigliani, intentaba vivir en vano de su pintura en la bohemia parisina. Su notoriedad se debía solo a la naturaleza escandalosa de sus obras, unos desnudos de mujer frontales. Pues resulta que la semana pasada uno de sus cuadros se adjudicó por una suma de 139 millones de dólares en una subasta en Nueva York, en Sotheby’s. ¿Quién fue el comprador? Un desconocido oculto tras una multitud de empresas pantalla y de intermediarios. Esta obra es el décimo cuadro del mundo que ha superado en una venta pública el umbral de los cien millones de dólares; los otros son, como era de esperar, de Picasso y de Monet, aunque también de Basquiat, un pintor menor pero de moda, y un retrato de Cristo atribuido a Leonardo da Vinci. Este Cristo, que el vendedor ha llamado ingeniosamente Gioconda en masculino, fue adquirido paradójicamente por un príncipe saudí, o al menos es lo que se supone.

¿Qué nos enseñan estas ventas sobre el arte y la historia del arte? Nada. El valor comercial de estos cuadros no guarda relación con su valor artístico, suponiendo que este se pueda medir objetivamente. Los precios los dicta la moda. Picasso siempre conservará un cierto valor y Monet también, porque revolucionaron realmente el curso de la pintura. ¿Basquiat? Lo dudo. ¿Modigliani? Lo dudo más todavía. Influye la moda, como decía, pero también la rivalidad entre los compradores, ya que todo el mundo quiere su Picasso y su Monet. Y sin duda les gustaría poseer aún más un Velázquez o un Greco, si supieran de su existencia. Pero de todas maneras, no hay ninguno en venta.

Estas ventas no nos informan sobre el arte, pero ponen de manifiesto que está surgiendo en la escena mundial un nuevo grupo social que ningún economista habría imaginado nunca: los superricos. En el pasado, ¿quién habría podido gastarse semejantes sumas? Los Estados, los soberanos o incluso algunos empresarios estadounidenses como Rockefeller. Pero, ¿un particular? Eso nunca se había visto. Los superricos, anónimos en su mayoría, son personas que disponen de fortunas personales difíciles de imaginar porque superan el entendimiento. ¿Cómo han conseguido acumular semejante riqueza? Algunos, pero muy pocos, son empresarios. Bill Gates, por ejemplo, que cada año dona mil millones de dólares para causas humanitarias. Esta suma no hace mella en su patrimonio, sino que representa únicamente el producto de sus inversiones. No obstante, ¿está justificada la fortuna de Bill Gates? Desde el punto de vista de la economía capitalista y de la utilidad social, sí, pero no es legítima. Aunque es justo que a los inventores se les recompense en función de lo que aporten a la sociedad, todos los países limitan en el tiempo los royalties sobre las patentes. Se debería imponer el mismo límite a los empresarios, pero a nadie se le ha ocurrido, y como las empresas mundiales no tienen nacionalidad, los Estados están indefensos tanto ante los abusos de las fortunas como ante los de los monopolios. En el caso de Bill Gates y otros por el estilo por lo menos sabemos de dónde viene el dinero. En el de la mayoría de los demás compradores de arte lo desconocemos, pero lo adivinamos.

Casi todos los superricos son intermediarios o, si queremos verlo desde un punto de vista ético, «parásitos» adosados a las redes de venta de materias primas y de energía y de los flujos financieros. Por tanto, debido al origen geográfico y político de este comercio, los superricos son rusos, chinos, nigerianos, angoleños, estadounidenses, qataríes y saudíes. A cada superrico le basta con cobrar una pequeña comisión por el negocio del petróleo o por sus inversiones financieras para amasar enormes fortunas en su propio beneficio. Por lo tanto, la superriqueza es inmoral porque estos intermediarios no crean nada. Me objetarán que la economía no es una ciencia moral, sino una ciencia de la eficacia. Pero los superricos son ineficaces, e incluso perjudiciales; hacen felices a los joyeros y a los vendedores de productos de lujo, de yates, de propiedades inmobiliarias y de arte, pero privan de recursos y de inversiones a la gente pobre en China, África y Rusia. Y como los superricos no pagan impuestos porque no tienen un domicilio fijo, son sobre todo los más humildes y las clases medias los que contribuyen al gasto público.

Así pues, no es la envidia la que nos incitaría a controlar la superriqueza, sino las exigencias básicas de una economía sana y de una sociedad más justa. ¿Es posible? Hasta el momento, el lobby del sector inmobiliario en Nueva York y en Londres y el lobby de los marchantes de arte en París han impedido cualquier intento en Occidente de gravar a los superricos. En África, en Oriente Próximo, en Rusia y en China, los superricos ejercen directamente el poder político o pagan a los dirigentes políticos, por lo que tampoco se puede esperar nada por este lado. No tengo ninguna solución inmediata que proponer para reintroducir (¿mediante los impuestos?) los beneficios de los superricos en el circuito de la economía productiva. Pero un primer paso fundamental sería analizar y evaluar con claridad el perjuicio que causan los superricos. Empecemos por ahí. Y si el Fondo Monetario Internacional sirviese para algo, podría ocuparse de ello.

Guy Sorman

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