Pidiendo la (re)generación del 12

Tras acabar el año pasado con un porcentaje de paro que supera con mucho al peor de Weimar o del Gobierno de Roosevelt, nuestra realidad sigue haciendo aguas por todas partes, por más que el discurso de las elites rectoras -aquellas que nunca debieron llegar tan arriba en el plano político y financiero- desvíen la atención del gran naufragio.

Pero en todo naufragio quedan, Ortega lo vio estupendamente, algunos pecios a los que agarrarse y salvar así la vida que zozobra. A mi juicio, sólo una nueva Generación del 12 que sea consciente de las causas del colapso institucional, financiero y territorial puede acertar a enderezar el hundimiento colectivo. Claro que un tal movimiento re-generacional tendría que tener cuatro asideros indispensables para ser fecundo:

1.- No estimar lo que no es digno de estima. Es menester un ejercicio de revisión de nuestras estimaciones, las cuales nos han llevado a este estado de error en el que nos hallamos. Hemos de aprender a desestimar todo aquello que se ha mostrado falso, impostado y, al cabo, corrupto. Todo aquello que en estupenda frase castellana «no ha estado a la altura de las circunstancias» y nos ha sumido en la ciénaga pública y privada. Pero que la inercia estimativa -como todo hábito- nos hace condescender todavía con ello. Es sumamente urgente aprender a despreciar de palabra y obra y, a cambio, ver dónde poner nuestras preferencias si hace al caso. Conviene inhabilitar socialmente -ya que la Justicia no lo hace- todo aquello que suene a moneda falsa: ya hemos visto cómo ésta desplaza a la verdadera y a qué costes tan elevados. Dejar de alabar a personajes de ninguna valía y nada admirables: es increíble las energías atencionales que derramamos en presuntas figuras políticas, financieras, intelectuales y sociales, que nada significan a poco que nos paremos a reflexionar sobre ellas. En esta política despreciativa, no pasa absolutamente nada por negarse a recibir un premio, dar la mano o no acudir a tal o cual acto o reclamo. Lo que se pierde en honores, se gana en libertad: Cervantes lo sabía muy bien. Y, al contrario, es menester hablar bien alto y claro de aquellos que aspiran a lo excelente, que los hay. Ortega decía que el gran problema de España era que nadie estaba en su sitio; por eso es necesario esta «revolución estimativa»: para poner a cada uno en su lugar. Muchos, lo más lejos posible. Si lo hiciéramos de verdad cada uno en nuestro pequeño círculo, se quedaría el lector admirado de la transformación nacional. Y dejaríamos de paso de tener que comulgar con ruedas de molino.

2.- Ejercitar nuestros reductos de libertad. Pero ello sólo es posible, esto es, vale la pena, si nos empeñamos día a día en recobrar nuestras libertades. Es increíble observar cómo desde la recuperación de las libertades en 1978, hemos ido haciendo abdicaciones progresivas de nuestros yoes, en su radical libertad. Ahí está el ejemplo último de las tasas, impuestos y violaciones de nuestras cuentas corrientes. Las causas de ello son variadas y me temo que se acabarán llevando en volandas el sistema entero de 1978, más pronto que tarde, como aconteció un buen día con la Restauración. Unamuno ya nos advirtió que en España, cuando menos se espera, salta la liebre. Y me parece que pronto puede brincar. Por eso es menester una nueva Generación del 12, dispuesta no tanto a tomar el poder cuanto al aumento y fomento de la vitalidad -por escasa que sea- que queda en nuestro país. Y la vitalidad, no lo olvidemos, es hija del albedrío.

Libertad creadora que ha sido erosionada desde las elites con medios tan antiguamente nuestros como eficaces: el clientelismo, la demagogia y la deseducación, en asombrosa connivencia entre un partido socialista y otro conservador ante la actitud inerte del cuerpo electoral. Por eso no es casual que se haya convertido la Universidad española en una escombrera donde yace aquella necesidad de la «reforma de las entendederas» que reclamaba Machado. Por eso continúa irresoluble, para pasmo de muchos, nuestra situación política e institucional tras 30 años de democracia formal. De todo ello, de esta abdicación que conduce a un «dejarse vivir», surge la gran corrupción que se sabe impune entre nosotros.

Tenemos pues que recuperar el oficio de vivir, personal y colectivamente, como Ortega nos recordaba en su Vieja y nueva política: «Vivir no es dejarse vivir (…) es ocuparse muy seriamente y muy consciente de vivir, como si fuera un oficio». Habrá que ponerse manos a la obra.

3.- Desconfiar del poder. Ha habido entre nosotros una actitud reverencial y, sobre todo, bien ingenua de lo que el poder político es, o puede llegar a ser, dejado a su curso. La prensa ha tenido en ello -en esta actitud de mansedumbre lanar- una grave responsabilidad. Hemos mal leído a Rousseau en lugar de a Hobbes y a los grandes tratadistas ingleses. Y menos aún, estudiado a Maquiavelo quien enseñó cómo defender de los grandes a los ciudadanos de una república. Esto es, cómo plantar cara al poder desde el poder mismo para hacer posible un vivere civile del que adolecemos hoy por el envilecimiento de las elites político-financieras. Así nos va, desprovistos como estamos desde hace décadas de los checks and balances de las democracias mejor conocedoras de la humana naturaleza y de la dialéctica del poder. La ingenuidad política -a partir de este Desastre del 12- ha de ser considerada ya como un lujo que en absoluto nos podemos permitir. Y desde esta desconfianza sostener una visión y un trato críticos -en estado de alerta- con el poder.

4.- Reivindicar la obra bien hecha. Si hay algo que une a personalidades tan dispares de distintas generaciones que representan lo mejor de nosotros, como son Costa, Unamuno, Maeztu, Azorín, Ortega, Machado, Juan Ramón Jiménez o Julián Marías, por ejemplo, ha sido la reivindicación constante del trabajo gustoso u obra bien hecha, que predicaban con su incansable laboriosidad. Sabían bien lo que nos jugábamos como sociedad y como país al apelar a tales conceptos. Uno de ellos, Maeztu, inventó para referirse a ello un neologismo precioso y necesario hoy: concienciosidad. Esto es, hacer las cosas a conciencia. Una de las peores consecuencias que ha tenido la gran burbuja financiera y empresarial sufrida ha sido precisamente el desdén por la calidad y la planificación a largo plazo. Sustituido todo ello por ese «país de loteros» que denunciaba Ortega. Hemos abandonado de forma dramática en nuestra inteligencia política, empresarial y educativa los quehaceres Importantes pero no Urgentes: justo los que dan visión. Por eso han actuado las elites nacionales con una perspectiva tan de rana de pozo, cuando tan necesaria es la amplitud de miras y perspectivas ante la globalización. Así vamos.

Creo que con esos cuatro puntos puede una tal Generación del 12 afrontar firmemente el gran rescate interior de nuestra nave maltrecha. Con aquella cordial conmiseración que nos produce verla como lo hicieron los ojos cansados de Lope tan llenos de honesto amor:

¡Pobre barquilla mía,

entre peñascos rota,

sin velas desvelada,

y entre las olas sola!

Y ver de lanzarle amarras y acompañarla a buen puerto. No es pobre ideal marinero para náufragos.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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