Pidiendo políticos nuevos

Hace bastantes años, en la lejana época de nuestra común juventud peregrina a causa de los estudios, un amigo suramericano llegó a la casa en que lo acogía en Alemania una de tantas amabilísimas familias dispuestas a socorrernos. Era la hora de la cena y mi amigo se extrañó de no ver sentado a la mesa al dueño de casa. La respuesta que recibió fue que aquel hombre se dedicaba a la política local y tocaba esa tarde reunión en el ayuntamiento. Y mi amigo no pudo contener el súbito enrojecimiento de su rostro por solo pensar que se alojaba en casa de un político.

Claro que este mismo amigo me contaba esta y otras historias, hace años y años, paseando ambos en coche por las regiones maravillosas del interior de su país, y cuando cruzamos una determinada frontera provincial cortó él mis entusiasmos por llegar hasta la capital: me informó de que el gobernador local había hecho asesinar a un número asombroso de enemigos políticos. Era cosa sabida por todos. Yo, conductor, di la vuelta dócilmente.

A los pocos meses me encontraba en una aldea de otro país de allá, tomando café con un amigo franciscano párroco en un lugar de la comarca. La señora de la casa nos traía tamales dulces y nosotros charlábamos apaciblemente, hasta que mi nuevo amigo decidió revelar algo: mejor vámonos de aquí, que en este pueblo son todos medios asesinos (pongan acento a este interesante idiolecto). ¿Qué decir? Nos levantamos -yo quizá algo más apresurado que el párroco-, nos despedimos cortésmente y nos marchamos, no sin atender con alguna reiteración al espejo retrovisor.

La otra tarde, desde mi terraza en un barrio muy clase media de Madrid, a cierta hora en que los hunos se manifiestan contra los hotros, para que a otra sean los hotros los que se manifiesten contra los hunos (y en ambas horas haya gente de mejor voluntad que se ve inmersa en una demostración que en principio apoyaba), se elevó de pronto una voz: «¡Asesinos, estáis muertos!». Seguro que una nube de vergüenza cayó sobre la mayoría, pero me temo que no sobre todos los que oímos.

Deberíamos ser moderadamente intolerantes con la intolerancia, y quizá absolutamente intolerantes con la intolerancia absoluta. No hay en ello contradicción, aunque las palabras finjan lo contrario. A todo aquel que se vuelva a referir a las dos Españas y a que una de ellas ha de helar en el futuro el corazón del niño que ahora nazca, temo que quisiera yo hacerlo callar con muchísima intolerancia. Me acuerdo del pobre poeta que sí pudo y tuvo que escribir aquella frase, y me acuerdo de ciertos otros versos suyos, ya en mitad de la guerra incivilísima, y se me viene encima la congoja espantosa que sentí cuando pude leerlos por primera vez, en un tomito que solo vendían en la trastienda de una librería, allá por 1970. Pocas veces he experimentado una angustia tan dura y tan seca por el destino de los españoles, y quiero y necesito pensar y creer que ese fue destino antiguo, maldición que nos ha abandonado después de innumerables crímenes y de espantosas penas, pero también y sobre todo gracias a muchas vidas de radical bondad que se dedicaron a cambiar nuestra suerte.

Nací a la vida del espíritu y de la conciencia precisamente en el momento en que estos héroes de la reconciliación sufrían por sus ideales, y asistí luego, desde la distancia de mi propio peregrinaje de estudios por el extranjero, a su victoria. Me pareció un milagro. En mis años universitarios en Madrid, más dedicados a esquivar a los guardias que a aprender de unos cursos que en gran parte quise olvidar, hubo muy pocos factores que pudieran darme esperanza en que luego sobrevendría el milagro. Así que regresé en cuanto pude a mi patria, para vivir la evidencia de que grandes sectores de nuestra vida pública no estaban alcanzados por las virtudes del nuevo y tan anhelado sistema constitucional.

Entre las más grandes y urgentes necesidades de ahora se encuentra, sin duda, la regeneración de la vida pública. Bajo este título hay un sinnúmero de necesidades y urgencias concretas. Entre todas ellas destaca que logren entrar en política personas de más formación en las virtudes morales y en las virtudes de la inteligencia que muchos de quienes ahora ocupan lo más visible de la escena. Los mejores no pueden dar la espalda asqueados al compromiso político, y no es un diagnóstico exagerado y superficial afirmar que precisamente esto está sucediendo en nuestro país, como ocurría y sigue probablemente ocurriendo en el de aquel amigo que se moría de vergüenza solo por pensar que dormía bajo el mismo techo que un concejal.

Yo agradezco todos los días no haber nacido antes de las guerras confesionales entre cristianos, antes de la secular saca de esclavos de África, antes de la Shoá… Así no me puedo considerar cómplice de quienes no lograron evitar esos crímenes monstruosos.

Naturalmente, este pensamiento consolador tiene su lado alarmante: ¿de qué terribles acontecimientos futuros estoy siendo de alguna manera cómplice porque no hago lo suficiente para que se vuelvan imposibles?

El campo de las posibilidades históricas no es como el de las posibilidades lógicas. Lo que históricamente es ahora posible ha sido hecho tal esencialmente por las acciones humanas que se van sedimentando desde el remoto pasado; sin ellas, una catástrofe próxima no se habría jamás trasladado de la mera posibilidad lógica a la muy real que tiene ahora mismo dentro del hilo cruel de la historia humana.

Hay que limitar la exageración famosa de Dostoievski: no soy el mayor culpable ni aun el mayor responsable de todos los crímenes; pero sí soy en cierto modo y hasta cierto punto responsable de los que sucedan en el futuro, y culpable de un número indeterminadamente grande de ellos (puesto que mi maldad de un día repercute hasta el fin del mundo…).

Toda acción directa y explícitamente política que no sale de la sinceridad y la generosidad del corazón, es un eficaz instrumento para que una perversidad posible se acerque a su realidad.

Y todo esto es el prólogo a una sencilla afirmación: no puede ocurrir por más tiempo que de la política se ocupen políticos de profesión en el sentido ya evidentemente peyorativo de esta palabra. Incluso si hay que soportar al principio la confusión con cualquiera de ellos, todas las gentes de buena intención tienen que replantearse por fin si su relación con la vida de la sociedad no es demasiado irresponsable. ¡No nos volvamos cómplices de la barbarie del futuro!

Miguel García-Baró es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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