Piénsenlo otra vez

Todos los avances que se han producido en la lucha contra ETA han sido fruto de la acción tenaz del Estado de derecho, capaz incluso de corregir sus propios errores. Pero, al mismo tiempo, todos esos avances han conllevado un simultáneo cambio de paradigma por parte de la sociedad y de la política española. Y hablo de paradigma en su sentido fuerte, el de Thomas Kuhn, como una forma de organizar la aprehensión intelectual de una realidad tan potente que termina por constituir esta misma, definir sus problemas y determinar sus soluciones.

Durante muchos años la sociedad vivió instalada en el paradigma de la imbatibilidad de ETA: no era posible una solución policial al asunto, se afirmaba, es necesaria una solución política. Pues bien, allá por 2002, aproximadamente, este apotegma se derrumbó y de pronto descubrimos todos que sí era posible terminar con ETA por medio de la acción del Estado de derecho. Hoy nos resulta una idea absurda, pero lo cierto es que durante muchos años todos en España vivimos instalados en la certeza de que no cabía una solución solo policial a ETA. Y construimos la realidad política desde esa certeza.

El paradigma de la negociación obligatoria duró más tiempo aún: no se derrumbó sino unos meses después de la matanza de la T-4 que puso fin a la tregua de entonces. Hasta entonces todo el mundo político aceptaba que algo habría que negociar a cambio del fin de ETA. Hoy ya nadie piensa así, ni comprende así la realidad: ¿negociar con ETA? ¡Blasfemia!

Bueno, pues resulta que quizás nos queda por transitar y arrumbar algún otro paradigma de comprensión y organización de la realidad etnoterrorista vasca, que quizás nos es necesario todavía pensarla otra vez y de otra forma para poder seguir avanzando hacia el resultado que deseamos: una política vasca sin terrorismo. ¿A qué me refiero? En concreto, al hecho de que tanto la política española como parte de la academia intelectual y periodística están instaladas en el paradigma de "el fin de ETA". Es un paradigma según el cual ETA sigue existiendo en tanto en cuanto no proclame ella misma su final. Todos los éxitos de la policía y la justicia no son suficientes mientras ETA no reconozca por escrito y públicamente su término. Esta forma de conceptualizar el final hace que, obvio es decirlo, ETA se convierta en el sujeto protagonista de su propia desaparición, puesto que es de ella de quien depende en el plano simbólico; es ella quien determina el sí, el cómo y el cuándo. La democracia se ve reducida al papel de espectadora anhelante que espera, pide, se frustra o asiente... de lo que haga ETA. Aunque suene fuerte, la democracia española precisa que ETA le avale con su rendición, porque no está totalmente segura de sí misma y de la rectitud de su causa.

Este paradigma integra también, congruentemente con lo anterior, una autoexigencia para los demócratas: la de posibilitar la vuelta a la política de las bases sociales de ETA. Si pedimos a ETA que certifique su final es porque gracias a él podremos integrar en el juego político normalizado a Batasuna, y posteriormente podremos conciliar con ella un arreglo para el secular conflicto vasco. De esta forma, los demócratas cargamos sacrificadamente con la responsabilidad de que Batasuna vuelva, tomamos sobre nuestras espaldas la misión histórica de propiciar su reingreso. Y de paso, les liberamos a ellos de gran parte de su propia responsabilidad en conseguirlo (con lo cual retrasamos el final).

En el fondo de este paradigma hay una percepción, borrosa pero muy motivadora por su impronta salvífica, del fin de ETA y la vuelta de Batasuna como un tiempo nuevo, como un momento inaugural, como el tiempo de una nueva política y de una democracia más profunda y verdadera. La parábola de la vuelta del hijo pródigo es la que inspira las mentes de los más esforzados sostenedores del fin de ETA.

¿Y si lo pensáramos de otra forma? ¿Por qué no pensar el final del terrorismo como un proceso largo, confuso y sucio, carente de momentos estelares y de comunicados determinantes? Un proceso en el que es el Estado de derecho el protagonista único, y ETA la materia inerte sobre la que caen sus golpes. Un proceso que no busca reintegrar a nadie a la democracia, porque la democracia se siente tan superior como para saber que ya vendrán tarde o temprano. Una democracia que no se siente incompleta ni defectiva porque falten algunos, sino que se siente cualitativamente superior precisamente porque les excluye. En ese proceso no se espera de ETA nada, ni siquiera que asuma su derrota, porque no es ella la protagonista de su final, ni desde luego lo va a escribir ella.

Un proceso que suena raro, lo reconozco. Pero solo porque no lo pensamos de nuevo.

José María Ruiz Soroa, abogado.

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