PIN

El permiso de los padres se le ha llamado siempre permiso de los padres. Hasta la llegada del PIN parental. El cursi adjetivo y el catastrófico acrónimo (en adelante pin, menos humos), llevan sustancia. El pin es la cabeza de una gamba, y su exceso resulta tóxico. Pero aquí lo que importa es si hablamos o no de contenidos curriculares, otro término irritante. Hay un triunfo de la estupidez en la aceptación general de la voz pin. Favorables y detractores han caído en un símil ominoso con toda normalidad. Y eso pide lupa.

El pin bloquea contenidos en las plataformas digitales. La palabra no es inocente. Gobiernos, partidos, docentes, periodistas y taxistas creen estar discutiendo la licitud de alguna forma de control sobre lo que les cuentan a los infantes en el cole. La cualidad de curricular o extra curricular de lo contado, y del contexto en que se cuenta, deberían zanjar el debate: en el primer caso no cabe hablar de permisos paternos; en el segundo, sí.

El gobierno multitudinario le llama a eso objeción de conciencia para presentarlo como un intento excepcional de eludir una obligación. Esta trampa no ha alcanzado el éxito de la otra, la gorda, la del pin, que compara la educación con la emisión de contenidos empaquetados a una audiencia que, libremente, puede vedar programas a los niños. Y programas, para acabar de arreglarlo, es como se ha llamado siempre al currículo. La RAE ha ido tragando con todo, la pobre.

Tenemos así un Estado que sería como Netflix. Y eso le viene muy bien a los que querrían meter la mano de los padres en cualesquiera contenidos. Pero la analogía se acepta sin pestañear en el otro lado del debate, que es el de los contrarios a un límite o control paterno sobre alguna actividad extra curricular. Y la aceptan porque coincide exactamente con su concepción de dos asuntos muy serios: la educación como derecho, obligación y misión; la cuestión crucial de quién manda aquí.

La ministra del ramo lo tiene claro cuando afirma que los niños no son de los padres. Lo que en boca de los amigos de la ingeniería social significa que los niños son del Estado. Significa que al mando de nuestra nave va una muchedumbre de vicepresidentes, ministros, secretarios de Estado, directores generales y similares que pretenden aprovechar a fondo su mandato para inculcar una doctrina, introducir una cierta ideología -la ideología de género, en este caso- como parte de la educación obligatoria.

Que no le engañen. Si no se tratara de eso, todo lo que hay que contarles a los niños contra la violencia machista, toda la tarea educativa dirigida a prevenir la discriminación de homosexuales o transexuales cabría en una asignatura obligatoria troncal (otra que tal). Si los contenidos hay que mantenerlos apartados del rigor, de la previsibilidad y del control académico propios de una asignatura como la geografía o las ciencias naturales, es porque ese Viva la Gente que gobierna no quiere rigor, previsibilidad ni control alguno. Quiere practicar una forma de adoctrinamiento ideológico tan reprobable como la que se lleva a cabo sobre los educandos en la España periférica, como mínimo, y que se resume en olvidar u odiar a España.

También con dicha manipulación está encantado el mega gobierno, por cierto. Lo que resulta más difícil de entender es que grupos y personas relevantes que han denunciado hasta la saciedad -y sin ningún éxito- la siembra de la ideología nacionalista en la escuela no adviertan nada raro en el caso de la ideología de género.

Enseñar a los niños, por ejemplo, que la homosexualidad no es ninguna enfermedad y que deben estar alerta cuando alguien hable de terapias contra ella no es adoctrinar. Es civilizar. Forma parte de la necesaria educación en valores. Transmitirles las ideas de la señora Gimeno, directora del Instituto de la Mujer, es algo completamente distinto. Es, exactamente, ideología de género. Es inculcar en los menores la idea, del todo ajena a la ciencia, de que no se nace hombre ni mujer porque dichas condiciones son constructos culturales.

No voy a reproducir la larga lista de alarmantes sandeces que defiende la señora Gimeno, por mucho que con ello les prive de unas risas. Algunas son irreproducibles fuera de un sex shop. Prefiero emplear este espacio para dejar constancia de que los estudios de género, ampliamente extendidos en Occidente, y que alcanzan hoy los más diversos ámbitos académicos, tienen los pies de barro, pues se fundamentan en la citada construcción cultural (en exclusiva) de la condición de hombre o mujer.

No vierto una opinión. Es ciencia. Ciencia incómoda para tantos departamentos, institutos u observatorios como han convertido en profesión una montaña de equívocos. Nadie ha desmontado con mayor eficacia que Steven Pinker en La tabla rasa (2002) esa mentira fundacional del constructo cultural. El niño no es una hoja en blanco en la que la cultura y el ambiente escriben todo lo que llegará a ser. Digo todo. El subtítulo de la obra es elocuente: La negación moderna de la naturaleza humana. Y para que quede claro que no hay ahí crítica al feminismo, cito: «No existe incompatibilidad entre los principios del feminismo y la posibilidad de que hombres y mujeres no sean psicológicamente idénticos». Pero «muchas feministas atacan con vehemencia los estudios sobre la sexualidad y las diferencias de sexo». Dieciocho años después, y oída la señora Gimeno, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que esas feministas no son (o no son solo) feministas: son propagandistas de la acientífica ideología de género. Porque «los sexos son tan antiguos y complejos como la vida, y son un tema esencial de la biología evolutiva, la genética y la ecología conductual. No contemplarlos en el caso de nuestra especie significaría hacer una auténtica chapuza en nuestra interpretación del lugar que ocupamos en el cosmos».

Y puesto que «las defensoras del feminismo de género encadenan el feminismo a unas vías en las que inevitablemente va a ser arrollado por el tren», no parece descabellado que los padres posean alguna forma de control sobre la asistencia de sus hijos a actividades extra curriculares donde se abunde en ese error.

Juan Carlos Girauta

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