Pinochet, sin razón y sin honor

Cuando cedió la presidencia de la República de Chile a su sucesor Frei Ruiz-Tagle en el gobierno de la Concertación Democrática, Patricio Aylwin pudo contar un episodio que describe el estado de «democracia tutelada» en el que se encontraba su país tras las primeras elecciones presidenciales, el 11 de diciembre de 1989.

En su «nueva Constitución», Pinochet se había reservado la jefatura de los Ejércitos y miraba de reojo, desde su despacho del Cuartel General, cualquier deriva del recién llegado inquilino del Palacio de la Moneda. Esa era su manera de vigilar el nuevo proceso democrático. El presidente Aylwin se atrevió a cruzar el espacio abierto, la calle, que separa, uno del otro, los dos edificios públicos. En uno, La Moneda, reingresaba el poder civil; en el otro, reinaba el rencor del poder militar encarnado en Augusto Pinochet. «¿Cómo está de las rodillas, presidente?», le preguntó Pinochet una vez que se saludaron en su despacho. Aylwin contuvo su sorpresa y contestó que se sentía muy bien de salud. «¿Y las rodillas?», insistió el dictador. Y sin dejar que el interrogado contestara, le recomendó que cuidara mucho sus rodillas. «Cuando los subordinados ven que al mando le flojean las rodillas», le recomendó jovialmente Pinochet, «se le suben a uno a las barbas y... ese es el principio del fin».

Omar Torrijos, le recordé a Sealtiel Alatriste cuando me contó esta anécdota de Aylwin y Pinochet, lo decía de otra manera y en otras circunstancias: «El que se aflige, se afloja». Pinochet, por su parte, alardeaba del lema que como hombre y militar había grabado en su sable cuando salió de la Academia: «No lo saques sin razón y no lo envaines sin honor». Pero desde el 11 de septiembre de 1973, el día que dio el golpe de Estado, hasta el pasado domingo, 10 de diciembre de 2006, fecha de su muerte en Santiago de Chile, Augusto Pinochet había perdido la razón y, finalmente, murió sin honor. Tres mil muertos y desaparecidos, además de treinta mil torturados y encarcelados, le quitaron la sinrazón del golpe de Estado. Y una cuenta secreta de bastantes millones de dólares en la banca norteamericana Riggs, procedente de robos a la fiscalidad chilena y enjuagues y tráfico de armas, lo dejaba sin honor ante sus conciudadanos, incluso ante aquellos que todavía seguían creyendo que Pinochet había tenido razón en el golpe contra el gobierno constitucional de Salvador Allende. Millones de chilenos, y ciudadanos de otras partes del mundo, creemos sin embargo que tanto la razón como el honor los había perdido desde el momento en que se sumó, bien que al final del principio, al golpe de Estado que terminó encabezando junto al almirante Toribio Merino, el entonces jefe de la Fuerza Aérea, el general Leigh, y el general César Mendoza, jefe de la Policía.

Pero ¿cuándo comenzaron a «fallarle las rodillas» al dictador chileno? El 21 de septiembre de 1976, mataron a Orlando Letelier en Washington. El coche del ex canciller chileno, uno de las tres personas a las que se atribuyó durante los primeros años de la dictadura la capacidad efectiva para crear un gobierno chileno en el exilio (los otros dos eran Carlos Prats y Bernardo Leighton), saltó por los aires. En el atentado murió también su secretaria Ronnie Moffit y su marido quedó herido. El entonces coronel Contreras negó que la DINA, de la que era director, ni nadie del gobierno chileno hubiera tenido nada que ver. «Fue la CIA», le dijo a Pinochet. Para entonces el general Prats había sido asesinado en Buenos Aires y en los dos atentados mortales aparecía la mano directa de Michael Vernon Townley Welsh, agente de la CIA al servicio de la DINA, casado además con la escritora chilena Mariana Callejas, en cuyo chalé de Lo Curro, en julio de 1976, un teniente de veintitrés años, que responde a las iniciales de G. S., mató entre torturas al español Carmelo Soria. Si todavía no las rodillas, el asesinato de Letelier le costó a Pinochet el apoyo del Gobierno estadounidense.

El domingo 7 de septiembre de 1986, a las 18.50, los integrantes del comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que llevaría a cabo la Operación Siglo XX, convirtieron la ruta G-25 en un infierno. Pinochet sufrió un atentado del que escapó con vida gracias a la pericia del chófer de su automóvil. Cinco escoltas murieron y otros doce quedaron gravemente heridos. Pero el dictador escapó con vida y la represión se renovó en todo el país, especialmente en Santiago y desde esa misma noche. Tal vez ahí, en ese encuentro frustrado con su muerte, le fallaron las rodillas a Pinochet.
Tendría que ser el 5 de octubre de 1988, el día del referéndum en el que los chilenos dieron una lección de libertad al mundo entero, cuando de verdad comenzaron a fallarle a Pinochet las robustas rodillas de las que seguiría empero jactándose un año después ante el presidente electo Patricio Aylwin. Casi un 60 por ciento de los chilenos le dijeron con razón y honor ese día que no a su persona y régimen dictatorial, y daban paso a la democracia y al calvario por el que justamente comenzaba a transitar la vida pública y privada del dictador Pinochet.

Diez años más tarde, el 16 de octubre de 1998, sus rodillas se quebraron del todo en Londres, cuando el juez Garzón consiguió que Scotland Yard lo detuviera bajo la acusación de genocidio y lo retuvieran en la capital inglesa durante un año y medio, fecha en la que fue trasladado a Santiago de Chile, paradójicamente «por razones humanitarias». Pero ya en Chile, al juez Guzmán Tapia no le temblaron las rodillas ni le faltó razón de conciencia ni honor de ciudadano para procesarlo por más de doscientas querellas que habían sido presentadas contra el viejo dictador. Y en el año 2004, le estalló en sus rodillas, y en lo que él y sus gentes creían que le quedaba de razón y honor, una bomba informativa procedente de los Estados Unidos: Pinochet fue acusado de robar a la Hacienda chilena unos millones de dólares, en un país donde los ex presidentes tienen por costumbre volver a la misma casa que vivían antes de asumir el máximo cargo de la República de Chile.

En mi último viaje a Chile, en octubre de este mismo año, durante la celebración de la Feria del Libro en Santiago, hice un aparte con el juez Guzmán Tapia y el novelista Jorge Edwards para tomarnos un café en la Estación Cultural Mapocho. Hablamos de las memorias del juez, testimonio personal que publicó en España Jorge Herralde, en Anagrama. Hablamos de Chile. De los cambios democráticos de Chile. Hablamos con elogios de Ricardo Lagos, que había presentado horas antes las obras completas del nonagenario poeta Nicanor Parra. Y hablamos de Pinochet. Les conté la anécdota que me había relatado años atrás Sealtiel Alatriste. «Va a morir sin razón y sin honor», les dije al final del café en la Estación Mapocho. «Y de rodillas», añadió Edwards con humor ciertamente inglés.

J. J. Armas Marcelo, escritor.