¡Pintapollos troskistas!

«Los pintores son una raza aparte de multimillonarios» dijo Antonin Artaud, clausurando sus ojos para ver. La verdad es que no he frecuentado muchos pintores. Solo dos o tres de ellos me parecieron «multimillonarios». ¡Y por chiripa! La mayoría con los que coincidí se ocultaron sin poder imaginar que iban a empinarse (post-morten) hasta ese peldaño: Man Ray, Marcel Duchamp, Andy Warhol o Keith Haring…

En el café surrealista nadie, nunca, pensó alcanzar semejante cima. Ni siquiera «quince minutos». Magritte asistía a las reuniones cotidianas muy raramente. Es cierto que no podía pagarse el viaje Bruselas-París a cada trique. Cuando nos hacía el honor de venir al café, pagándose nada menos que el viaje en tren, entre todos, para compensar, le ofrecíamos la cerveza. En tiempos de la Chelito el otoño era en primavera.

Por cierto poco antes de ocultarse Magritte se convirtió en ¿multimillonario? Un galerista se gastó la sorpresa de apostar por el «extravagante belga que no sabía ni pintar una mano». Súbitamente, de la noche a la mañana, Magritte se convirtió en un pintor de «los más caros en vida». Como si hubiera perdido la muela del juicio… ¿final?

Inmediatamente, como resaca de su extravagante triunfo, el periódico «France Observateur» publicó una carta enviada por el mismo Magritte desde Bruselas. Prohibida para albinos:

«Para que todo el mundo –afirmaba– se aproveche de mi súbita fama pongo en venta nuevos cuadros. Si quiere usted el retrato de su mamá con una manzana en la cabeza se lo pintaré por 123 millones de francos. Pero si prefiere que la lámpara de su dormitorio en vez de luz emita sombra el cuadro le costará 225 millones. Etc».

En el grupo surrealista leímos la carta entusiasmados. Conservando el mestizaje gracias a la fruición de removerse. A pesar de su novísima gloria «René» (renacido a la fama) se había cachondeado requeteagusto de la especulación pictórica. Breton, inmediatamente, redactó una carta al pintor belga colmada de ditirambos. Todos nosotros la firmamos contentos y solidarios. El mulo entre asnos confirma la regla.

Cuatro días después (entonces el correo funcionaba divinamente) recibimos la respuesta de Magritte tal un Nobel del tweet: «Queridos amigos es tanto el respeto que tengo por mis relaciones del arte con el dinero que nunca me hubiera permitido la boba broma de colegial de vuestro manifiesto».

Por cierto, al parecer, solo hubo un «verdadero manifiesto artístico». El MARI. ¡Sííí! Exactamente: el «Manifiesto por un arte revolucionario independiente». Lo redactaron André Breton y León Trotsky, mano a mano, hace casi 70 años, en Coyoacán. Se puede resumir tan larguísimo pregón con su desenlace: «He aquí lo que queremos: la independencia del arte –por la revolución. La revolución– por la liberación definitiva del arte».

Con la celeridad de la hermosura en aquellos tiempos los cuadros de Diego de Rivera [el pagano del nido mejicano del disidente León y del viaje frustrado de Breton a Méjico] valían infinitamente más que los de Frida Kahlo: «su amor tóxico». Me seduce ser preciso. Hoy las rifas del zoco han dado casi la vuelta a la tortilla. E incluso para mayor emoción Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de Rivera y Barrientos atravesó el telón de acero. En aquella época los cocodrilos daltónicos eran rojos. Desorientado pasó los últimos veinte años de su vida como un vulgar (¡por lo menos!) «héroe de la Unión Soviética», en la ciudad de México. Y si no atentó contra Trotsky fue porque Pablo Neruda y don David Alfaro Siqueiros se le adelantaron. Si hubieran sido instrumentos de viento sus comisarios les hubieran respetado como instrumentos de cuerda.

Por entonces, al «viejo», es decir a Trotsky, le molaban las gallinas (con sus miradas ¡¡«parabellum»!!) de su reciente casa coyoacanense. Y al parecer tanto le encandilaron que quiso a toda costa introducir pintapollos en la proclama. A pesar de la profunda admiración que sentía Breton por Trotsky no concebía volver a París y encarase con Dalí o Eluard con un manifiesto a la gloria del pintapollos. Solo la novia tartamuda de Nabucodonosor se atrevió a llamarle «Nabuco».

¡Pintapollos troskistas!Por cierto un gran poeta español y desconocido (¡qué raro!) Eduardo Chicharro (Madrid 1905-1964 e hijo de un auténtico pintor de cámara real) escribió (¿por casualidad?) en la misma época un poema (¿trotskista?) titulado «Claudio Coello pinta un pollo». Y si mal no recuerdo decía, más o menos, como el gran León: «Ya está el pollo, lo remira / el artista en un espejo, / con su nombre va y lo firma / y una postrer pincelada / pone en su obra magistral. / Tan pronto como concluye / llama al rey para que arguya. / El monarca que es de suyo/ espontáneo, al ver la tabla, / “¡Jolines!, dice perplejo / contemplando obra tan varia, / (...).»

«La revolución definitiva del arte», suele ser el liliputiense y extemporáneo anhelo del pintor. Casi siempre, todos nosotros, divertidos por semejante empeño, nos mofamos de esta estrambótica ilusión. O nos empeñamos en no enterarnos. Como en el caso del congreso clave que promovió y pagó Dalí en 1985. ¿El más culminante del siglo por el número y la calidad de los científicos?

En realidad para una obra plástica [que en mi caso es la parte más importante de mi obra en general] solo se requieren brocha, escobilla, cerdamen, pinceles, engrudo, chirimbolos y herramientas. Ni remotamente los artistas hacen caso a los que chalanean en torno suyo. «MARI» a estos buscones los define como «vándalos usando de medios bárbaros». En mi caso como no pude colaborar a la gesta de mi padre y por casualidad sobreviví a los cuatro avatares de la modernidad, no especulo con mis poemas plásticos. Y aún menos con las obras que me regalaron los maestros.

Y, sin embargo, los creadores no cesan de concebir el proyecto de «descubrir su terruño natal del alma». Por ello porfiadamente intentan hacer «algo» «mejor». Es decir ser auténticos «hacedores». Aunque solo sea pintando una línea. O tan solo enmendando una teoría. Por ejemplo Duchamp trató de emanciparse de la continuidad de la obra. Magritte expresó la entidad de la suya por una revista confidencial y de cuatro páginas: «Rethorica». En mi modesto caso por atavismo me desacostumbro a permanecer en lo esencial.

Generosa e inmerecidamente se me acoge hoy en la Feria Internacional del Arte Contemporáneo, ARCO. Con mi ser y con mi no ser. ¡Por amor al arte! La verdad, me encanta… arrabalaicamente.

Fernando Arrabal, dramaturgo y escritor.

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