Pintar bigotes a las Meninas

«Su excelencia morirá de viruela o en el cadalso», le dijo un día el primer ministro inglés William Gladstone a su predecesor, Benjamin Disraeli. «Eso dependerá» -respondió Disraeli sin despeinarse- «de si abrazo a su amante o abrazo sus principios». La frase ha sido atribuida también a otros políticos, como Charles James Fox o el conde de Sandwich, pero sea de quien sea, es una de mis respuestas bordes favoritas, porque requiere rapidez mental, economía en el lenguaje y dominio del noble arte de dejar K. O. al adversario con contundencia pero con elegancia. Es cierto que los ingleses son (casi) imbatibles en fintas verbales, pero los españoles tenemos nuestros ejemplos más que notables, como cierto encuentro callejero entre Jacinto Benavente y el entonces celebérrimo periodista y escritor El Caballero Audaz. Cuentan que ambos, que no se tenían precisamente simpatía, caminaban, rumbo a la colisión, por la misma y desportillada acera en la que no había sitio para dos personas cuando, al llegar a la altura de Benavente, El Caballero Audaz, brazos en jarra, va y le suelta: «¡Yo no cedo el paso a maricones!», a lo que don Jacinto, haciendo una suave reverencia, replicó: «Pues yo sí».

Pintar bigotes a las MeninasVolviendo al presente, y a la espera de que se renueve la vida parlamentaria, me pregunto qué lindezas verbales no precisamente ingeniosas nos deparará la vida política ahora que el insulto se ha convertido en costumbre, el vituperio en jaculatoria y el «Y tú más» en agotador mantra. El fenómeno no solo es español. El primer tercio del siglo XXI parece caracterizarse por un generalizado desdén por las formas. En todas partes arrecia el trumpismo, ese modo de argumentar agresivo, mentiroso y próximo al matonismo de barrio donde tiene razón quien más grita o, lo que es lo mismo, el que convierte en trending topic su última ocurrencia faltona. Ya ni siquiera los sucesores de Gladstone, Disraeli o Fox se toman la molestia de elaborar un discurso cortante pero talentoso. El ministro Boris Johnson (educado en Eton y Cambridge, por cierto), llamó no hace mucho «formidable gilipollas» y «pajero follacabras» al presidente turco Erdogan, mientras que aquí en España «cerdo» o «cerda» se han convertido en el epíteto favorito de los independentistas, que los regalan a discreción a todos los que no están de acuerdo con sus tesis.

Y lo más asombroso es que funciona, porque la vida pública se ha convertido en un enorme patio de colegio en el que el que la confrontación da más rédito que el razonamiento y la injuria barriobajera gana de calle al ingenio. Como antes he argumentado, no es que los políticos de otros tiempos fueran seres miríficos ni hermanitas de la caridad, pero al menos había una cierta altura. Hasta hace bien poco, en los foros de decisión el insulto era recurso solo de ignorantes, de rufianes y, en último término de mediocres, y como tal se les desdeñaba. Pero, por desgracia, y como le gustaba señalar a Churchill, se tarda siglos, incluso milenios en levantar una civilización, unas normas, una reglas de juego y apenas un minuto en destruirlas. Lo mismo ocurre con la sofisticación, la educación, la templanza y el respeto al contrario. Las leyes y normas que entre todos nos hemos dado no son más que construcciones abstractas y convenciones que nos protegen, pero solo si todo el mundo las acepta. Unas y otras se parecen mucho a esos cordones rojos de seda torneada con los que se protege en los museos una extraordinaria obra de arte. Por supuesto cualquiera puede sin mayor dificultad saltárselos o cortarlos. Por poder puede también acercarse a la obra de arte, tocarla y pintarle bigotes a Las meninas, si se le antoja. No hay nada que físicamente se lo impida, un cordón de seda es fácil de violar. Como también lo son lo que conocemos por líneas rojas, límites convenidos por todos que, por cierto, se han traspasado alegremente en la legislatura anterior. (Para citar solo tres ejemplos recientes del artero señor Sánchez: pactar con los independentistas a cambio de que apoyaran la moción de censura, gobernar por decreto ley, o valerse de todo tipo de triquiñuelas legales para puentear al Senado, en más de una ocasión).

Una línea roja ni siquiera es una ley, es solo una convención, pero sirve para ampararnos del despotismo y la autocracia. Saltársela es muy fácil, restituirla imposible porque, una vez que se trasgrede, da patente de corso a quienquiera que venga luego, no solo para ignorarla sino para trasgredir también otros convenios tácitos igualmente sensatos y útiles. Hay quien piensa que el hecho de que los que nos gobiernan olviden formas y convenciones es asunto menor, al fin y al cabo no hay ninguna ley que les obligue a guardarlas o respetarlas. A quien así opina tal vez valga la pena recordarle otra anécdota política no tan brillante como la de Gladstone y Disraeli y bastante menos ingeniosa que la de Benavente con El Caballero Audaz pero también aleccionadora. En pleno escándalo de Watergate, y cuando Nixon trataba desesperadamente de salvarse argumentando, con nuevas y redobladas mentiras, que él no sabía nada del espionaje al Partido Demócrata, H.R. Haldeman, uno de sus más próximos asesores, que más tarde fue condenado a prisión, le dijo: «Señor, me temo que una vez que la pasta de dientes está fuera del tubo es imposible volver a meterla dentro». Lo mismo ocurre con todas las convenciones y reglas no escritas que la civilización ha ido tejiendo a lo largo de los siglos para preservarse y facilitar la convivencia. Cualquiera puede saltar un cordón rojo y pintar bigotes a Las meninas, nada más fácil. Nada más bárbaro también.

Carmen Posadas es escritora.

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