En España, el debate político sobre educación gira y gira alrededor de dos polos ideológicos: la izquierda proclama que la equidad es su objetivo principal, mientras que la libertad de elección lo es para la derecha. Hasta que, cada tres años, PISA nos informa de los mediocres resultados cosechados por nuestros estudiantes y nos acordamos de la maltrecha calidad de nuestro sistema educativo.
En España, PISA causa un gran revuelo mediático, pero no se debe al denominado PISA shock que otros países experimentan cuando sus resultados están por debajo de sus expectativas. Países como Alemania sufrieron el shock una vez y reaccionaron con reformas. Pero, en España, la norma general ha sido no reaccionar al hecho de que quedamos por debajo de la media de la OCDE desde el 2000. Y la ausencia de shock se debe, sobre todo, a las bajas expectativas que gobiernos de diferente signo tienen sobre nuestra capacidad de destacar en el ámbito educativo. El debate se centra en la búsqueda de culpables, no de soluciones.
Es posible que el impacto mediático de PISA en España se deba a la ausencia de evaluaciones nacionales. El sistema es ciego por decisión propia. PISA tiene la capacidad de arrojar luz, porque la prueba es la misma en todos los países, convirtiéndola en la métrica internacional en ciencias, matemáticas y comprensión lectora. La comparativa internacional permite establecer un ranking entre países, comparar regiones, y evaluar el nivel de progreso conseguido a lo largo del tiempo.
El termómetro educativo nos ha fallado. En la presentación oficial de PISA 2018, la OCDE retiró los resultados de lectura para España, debido a anomalías detectadas por varias comunidades autónomas. La única explicación por parte de la OCDE consistió en atribuir a los estudiantes españoles un comportamiento de respuesta inverosímil. Esta transferencia de responsabilidad se aceptó con cierta naturalidad no exenta de sorna: PISA ha detectado que nuestros estudiantes son indisciplinados, vaya novedad. Ocho meses más tarde, la OCDE ha publicado los resultados, pero no ha corregido las anomalías y sigue responsabilizando a los estudiantes españoles. Eso sí, desarrolla un nuevo argumento: los alumnos de último curso de la ESO estaban cansados y no se esforzaron en aquellas comunidades autónomas en las que las pruebas de PISA coincidieron en el tiempo con exámenes que califica como high stakes, un término asociado a exigentes evaluaciones nacionales con importantes efectos académicos al final de cada etapa, que son habituales en otros países pero inexistentes en el nuestro.
Este argumento adolece de varias debilidades. La principal es la falta de transparencia y autocrítica por parte de la OCDE. Las anomalías afectan exclusivamente a innovaciones metodológicas introducidas en PISA 2018. Sería razonable plantearse si dichos cambios han generado problemas. En este ciclo se incorporaron elementos que se habían desarrollado específicamente para países en vías de desarrollo con el objetivo de aumentar la sensibilidad en niveles bajos de rendimiento. Todos los problemas se concentran en una de las primeras secciones denominada «fluidez lectora», pero que en realidad incluye preguntas del tipo «los aviones están hechos de perros». Ante la perplejidad que pueden suscitar frases que parecen más orientadas a evaluar capacidades cognitivas básicas, algunos alumnos optaron por contestar rápidamente a todo el bloque con un sí o un no. Según la OCDE, estos mismos alumnos luego continuaron realizando el resto de la prueba, que incluía preguntas más difíciles, de acuerdo a su nivel de conocimientos real. Luego es difícil entender por qué la OCDE no asume que este nuevo bloque pudo desconcertar a los alumnos. Es más, este mismo patrón lo desarrollaron alumnos de otros países como Corea del Sur, donde la pereza y la indisciplina no son un problema. Se desconoce el alcance de estas anomalías a nivel internacional.
Pero los alumnos, probablemente, no fueron conscientes de que las respuestas a las primeras secciones conducían a los alumnos por caminos diferentes, que determinaban el nivel de dificultad del resto de la prueba y, por tanto, acotaban la puntuación final. En este ciclo, PISA adopta por primera vez un enfoque «adaptativo». Es decir, los alumnos realizaron pruebas de diferente nivel de dificultad, que se asignaban en base a las respuestas en las secciones iniciales. La OCDE no ha aclarado cómo influye el hecho de que los alumnos hayan realizado diferentes pruebas, en la comparabilidad entre alumnos, regiones, países y ciclos.
Por otra parte, PISA analiza el rendimiento de los alumnos de 15 años independientemente del curso. Puesto que en España la tasa de repetición es de las más altas de la OCDE, el 30% de los alumnos en la muestra de PISA no cursaban 4º ESO. El argumento de la OCDE, sobre el supuesto cansancio de los alumnos debido a los exámenes de finalización de la ESO, no aplica pues a un gran número de alumnos.
A pesar de estas explicaciones poco convincentes, la OCDE informa que esta nueva sección será revisada dados los problemas que ha generado, y advierte que los datos de España no son comparables con ciclos anteriores, ni con otros países, debido a sesgos que han empeorado artificialmente los resultados para España.
Pero, a lo largo de estos meses, el Gobierno ha quedado en evidencia por su absoluta falta de respeto por los datos. Fiel a esta línea, a la ministra Celaá le ha faltado tiempo para publicar unos datos que carecen de fiabilidad. La intencionalidad es fácil de adivinar: el supuesto empeoramiento se atribuirá a la reforma aprobada y abortada por sucesivos gobiernos del PP (Lomce), y servirá de argumento para justificar la vuelta al modelo socialista de siempre con una contrarreforma. Back to the past. Pero este apego de Celaá por PISA es inusual entre gobiernos socialistas, probablemente, porque desde el año 2000 hasta el 2015 ha puesto de manifiesto una y otra vez la mediocridad del sistema español y su incapacidad de mejora. Esta querencia tiene que ver con el hecho de que PISA ha concluido de forma sistemática, hasta convertirlo en leyenda, que el sistema español es equitativo. Y esta conclusión se ha utilizado para defender que las leyes socialistas, que han moldeado nuestro sistema educativo desde 1990 hasta el comienzo de implementación de la Lomce en el curso 2014/2015, ha priorizado la equidad sobre la excelencia.
Se trata de una falacia muy perniciosa. La educación en España genera una elevadísima tasa de abandono educativo temprano, que constituye la mayor inequidad posible. Durante décadas, un 30% de alumnos abandonaron el sistema educativo, y sólo la breve etapa de implementación de la Lomce lo redujo sustancialmente gracias al impulso a la formación profesional. La OCDE se equivoca porque ignora este hecho y sólo se fija en que las diferencias de rendimiento entre alumnos son pequeñas, sin entender que la uniformidad de resultados mediocres no beneficia a nadie. Además, ignora el hecho de que la altísima tasa de repetición es el mejor proxy del posterior abandono por parte de alumnos repetidores. Un sistema que expulsa a alumnos de entornos desfavorecidos, sin que hayan adquirido las mínimas competencias y conocimientos, está en las antípodas de la equidad.
Es más, las comunidades autónomas presentan enormes diferencias en el rendimiento de los alumnos y tasa de abandono, que se traducen en diferencias en tasas de desempleo juvenil. Una de las mayores responsabilidades que tiene un Gobierno central, es garantizar que los alumnos adquieran unos mínimos niveles de formación independientemente de donde vivan.
El Gobierno no debe aplaudirse por el espejismo de una mal entendida equidad, ni buscar culpables de declives que no son reales. Por su parte, la OCDE debe ser transparente. Ambos habrán de rendir cuentas de cara a jóvenes que necesitarán una formación de calidad para navegar los desafíos del mundo post-Covid-19.
Montserrat Gomendio es profesora de Investigación del CSIC y ha sido secretaria de Estado de Educación.