¿Pisados por Keiko Fujimori?

Una protesta de ciudadanos contra la entonces candidata presidencial Keiko Fujimori en el centro de Lima, en marzo de 2016. Credit Janine Costa/Reuters
Una protesta de ciudadanos contra la entonces candidata presidencial Keiko Fujimori en el centro de Lima, en marzo de 2016. Credit Janine Costa/Reuters

En 2011 Keiko Fujimori perdió la segunda vuelta presidencial contra Ollanta Humala, un candidato que despertaba tantos temores que parecía imposible que pudiera imponerse a cualquier otro. Y, sin embargo, al votar por Humala el Perú rechazó categóricamente al fujimorismo y su herencia de corrupción y autoritarismo. Luego, Keiko Fujimori trabajó cinco años para deshacerse de dicho pasivo. Cultivó una imagen de niña buena y callada (ya saben, en América Latina una no va sin la otra) y sembró el camino al 2016 con espejismos de un fujimorismo desfujimorizado.

Pero en la campaña de 2016 la reina quedó desnuda. El fujimorismo estableció alianzas con sectores ilegales de la sociedad —mineros informales, por ejemplo—, nombró como Secretario General a un individuo sin más pergamino que el de ser investigado por la DEA por lavado de activos y, gente muy cercana a la candidata, adulteró audios para que fueran distribuidos en la televisión. Es decir, si Fujimori y Montesinos estaban presos, sus prácticas campeaban en total libertad. Y así, por segunda vez consecutiva, el Perú rechazó a Keiko Fujimori.

Pedro Pablo Kuzcynski terminó coagulando el sentimiento difundido en el Perú según el cual el fujimorismo, infiltrado de intereses ilegales y particulares, llevaría el país a una hecatombe moral, institucional y política como la que propició en los noventa. PPK se convirtió en el candidato que rechazaba la corrupción, el autoritarismo y la presencia del narcotráfico en la vida pública. Es decir, el candidato del Estado de derecho, frente a una candidata que, tanto por el reconocimiento que brinda al gobierno de su padre, como por las malas prácticas y compañías que ella misma ha generado, encarna lo opuesto del Estado de derecho; es decir, la prebenda y el mandamás, el privilegio y el abuso de poder: lo particular frente al interés general. El fujimorismo, en ese sentido, condensa la tradición anti republicana en el Perú. No es que sea el único grupo que la posee, pero pocos la han cultivado con el mismo esmero.

En las últimas dos semanas, los peruanos que rechazaron a Keiko Fujimori en dos elecciones consecutivas, han comprobado cuan acertado fue no entregarle el país. Haciendo uso y abuso de la abrumadora mayoría que posee en el congreso peruano, el fujimorismo decidió cortarle la cabeza a Jaime Saavedra, el mejor ministro de educación que ha tenido el país en décadas. Formalmente, se le decapitó por malos manejos en el ministerio. En el fondo, es un secreto a voces que actores con intereses en la industria de la educación privada (en especial universidades privadas de mala calidad que, además, financian políticos) buscaban deshacerse de un ministro que empujó la necesaria regulación que el Estado debe ejercer sobre esta educación privada. El fujimorismo, que cuenta con 72 de los 130 parlamentarios, humilló al ministro, no escuchó razones, y se vanaglorió de su fuerza puramente aritmética. Así, aunque Saavedra había conseguido logros sustanciales que la educación peruana no había tenido en años, como una mejora ostensible en la prueba PISA, instaurar distintos tipos de becas y empujar la regulación universitaria, fue defenestrado.

Si todo el episodio Saavedra ha mostrado un fujimorismo envanecido en su patanería, el tecnocrático gobierno de PPK ha transparentado extravío político. Afilados en el minué de la gerencia, quedaron turulatos ante el reggaetón de la política. La humillación al ministro de educación era también una falta de respeto al gobierno. En tal sentido, el presidente evaluó la posibilidad de utilizar una disposición constitucional que le permite plantear una cuestión de confianza sobre todo su gabinete frente al Congreso: si el Congreso censura dos veces al gabinete propuesto, el presidente puede disolver el Congreso y llamar a elecciones parlamentarias. Sin embargo, sabiéndose mal equipados para una confrontación política mayor, el gobierno optó por la prudencia y dejó caer a su ministro.

Y tal vez no le quedaba otra. Pero, ¿qué viene ahora? El país que rechazó a Keiko Fujimori en dos elecciones consecutivas y que votó por Kuczynski le pide que dé pelea. Que ha perdido esta batalla, pero que si reagrupa sus fuerzas y establece una estrategia política puede contener el blietzkrieg fujimorista; un partido, finalmente, incapaz de movilización en las calles, de esgrimir argumentos, sin gobiernos subnacionales, sin sindicatos. El mensaje es: con sagacidad y coraje el fujimorismo puede ser mantenido a raya. Pero mucha de la derecha que rodea a PPK no entiende por qué habría de realizar esto: si ambos defendemos el modelo económico, ¿por qué deberíamos pelearnos en nombre del Estado de derecho? Y como creen mucho más en la legitimidad tecnocrática que en la democrática, la respuesta “porque la gente votó por ustedes exactamente por eso”, les sabe a poco.

Puede que haya sido prudente no entrar al intercambio de golpes ahora mismo. Pero el fujimorismo no va a ceder en su agenda particularista y anti republicana. Todo el que tenga intereses particulares hoy sabe perfectamente que con una buena campaña se puede descarrilar cualquier intento de regulación estatal. En breve, volverán a la carga. Y entonces el presidente enfrentará nuevamente el dilema de una cuestión de confianza que permita salvar a la próxima víctima del fujimorismo o seguir gobernando bajo su imposición. En todo caso, el Presidente ha anunciado que las reformas educativas no retrocederán “un milímetro” con el nuevo ministro, aún por nombrar. Ojalá. Pronto comprobaremos si pelea por esa promesa. O si, más bien, debemos conseguirle eso que Leonard Cohen anhelaba un día poder escribir: A manual for living with defeat (Un manual para vivir con la derrota).

Alberto Vergara es politólogo y profesor invitado en Sciences Po París.

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