Planeta enfermo

Confinados en la cuarentena inexorable, vemos cómo el miedo se extiende como una pandemia mayor que la del coronavirus. La pérdida de nuestra movilidad y las calles vacías que se extienden ante nuestras ventanas ilustran de manera cruda la fragilidad de nuestra sociedad, la vulnerabilidad real de este mundo que, envuelto en la alta tecnología, parecía mantenernos al abrigo de todos los peligros. Nos preguntamos ahora por el origen de esta maldita epidemia: ¿fue un murciélago, una serpiente, un pangolín? Por supuesto hay que determinar la causa precisa, pero no debemos perder de vista las razones más generales, más profundas, que nos han traído hasta esta situación.

El Covid-19 solo es el más reciente de la larga serie de microbios patógenos que, durante las últimas décadas, vienen saltando del mundo animal al cuerpo humano. Ciertamente no se trata de un fenómeno nuevo. Desde los comienzos de la ganadería en el Neolítico, los animales nos han transmitido enfermedades. Debemos la tuberculosis a las vacas, la tos ferina a los cerdos, la rabia a los perros, algún tipo de gripe a las aves, etcétera. Pero, desde mediados del siglo XX, cada vez hay más microbios dispuestos a atravesar la barrera entre especies. El virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) que saltó al ser humano desde un macaco en el Congo, el de la enfermedad del ébola que se transmitió desde murciélagos o monos en África occidental, el flavivirus del zica vehiculado por mosquitos desde el Pacífico hasta América... son algunos ejemplos de los microbios que se han mostrado capaces de traspasar esa frontera entre el medio animal y el humano.

Planeta enfermoEn la mayoría de los casos, estos microbios conviven en armonía con los animales y, en principio, no tienen ninguna razón para pasar al ser humano, ni los animales tienen ninguna culpa de que lo hagan. Sin embargo, la irrupción desenfrenada del hombre en el medio natural, a través de la deforestación, la urbanización y la industrialización desmedidas, sí que pueden abonar el terreno para que se produzca el salto de los microbios entre especies. Por ejemplo, el ébola surgió en zonas de África donde la deforestación dejó a los murciélagos desprovistos de su hábitat natural. Una vez talados sus árboles, no era de extrañar que vinieran a colgarse de los árboles de parques y granjas, y que dejasen su saliva sobre alguna fruta que acabaría siendo mordida por un ser humano.

Un artículo publicado hace un año por la bióloga Katarina Zimmer en The Scientist establece una clara relación entre la deforestación y la proliferación de algunas enfermedades transmitidas por los mosquitos. En efecto, la deforestación hace que el suelo de los bosques, que solía estar protegido por una masa de hojas arbóreas, se vea inundado repentinamente por charcos, sitios ideales para que se multipliquen los mosquitos que actúan como vectores transmitiendo microbios patógenos.

Otro ejemplo: al destruir el hábitat de las zarigüeyas en el noroeste de América, se debilitó al agente principal que venía regulando la población de garrapatas. Éstas estuvieron después mucho más disponibles para saltar al ser humano desde roedores y ciervos, contribuyendo así a la propagación de la bacteria que provocó la extensión de la enfermedad de Lyme en EEUU en torno a 1975. La escritora Sonia Shah da muchos más ejemplos de este estilo en su interesante libro Pandemic: Tracking contagions, from cholera to ebola and beyond (Macmillan, 2017).

Los caprichos del ser humano por consumir carne tan fresca como sea posible han sido el origen de los mercados mojados (wet markets) que han proliferado en Asia. Estos lugares, en los que se comercia con animales vivos, son ideales para que los microbios den el salto entre especies. En uno de estos mercados se provocó en 2002 la epidemia del síndrome respiratorio agudo severo (SARS) y, como todos sabemos, así se ha originado también la pandemia actual del Covid-19.

En un mercado de aves vivas de Hong Kong surgió en 1997 el brote de gripe aviar que se extendió después por Europa y por todo el mundo. La cepa vírica H5N1, que es especialmente dañina, se transmite al ser humano y se adapta a él con facilidad. Las granjas industriales, con los animales amontonados de manera completamente desalmada, también proporcionan un medio muy favorable para que los microbios proliferen, muten y acaben saltando al ser humano.

A la vista de todo esto, sólo puedo concluir que esta pandemia, y las que vendrán, guardan una relación con nuestra manera de relacionarnos con el medio natural y, concretamente, con los animales. Respetar el hábitat de los animales salvajes, contener nuestros caprichos de gourmet por la carne fresca y exótica, desarrollar unos métodos más considerados en la ganadería industrial, son algunas medidas obvias que nos ayudarían a eliminar riesgos de epidemias.

Se culpa a veces a la globalización de la magnitud de esta pandemia, pero, a mi manera de ver, esto es completamente incorrecto. Ha habido epidemias a lo largo de toda la historia de la humanidad. De hecho, la pandemia más devastadora, la de la peste negra, sucedió en el siglo XIV, cuando el mundo difícilmente podría calificarse de globalizado. Fue una epidemia terrible que se extendió por Asia y Europa, y que tan solo en Europa dejó más de 25 millones de muertos. Es decir, la irrupción del hombre en el medio animal puede tener su efecto en la multiplicación de oportunidades para que los microbios salten entre especies, pero la globalización no tiene la culpa.

Ahora es conveniente cerrar fronteras para detener la propagación del virus, pero ésta debe ser una medida muy puntual hasta que pase la crisis. No nos equivoquemos pensando que deberíamos reforzar las fronteras o cerrarlas de manera permanente. Bien al contrario, ahora más que nunca, la globalización, es sumamente beneficiosa para luchar unidos contra la enfermedad.

Gracias a la nueva tecnología de comunicaciones, al igual que muchos otros científicos, yo paso mi cuarentena trabajando en contacto permanente con otros investigadores de todo el mundo. Los intercambios de correo electrónico y las reuniones por videoconferencia nos permiten seguir trabajando en equipo a pesar de la crisis. Esta manera de trabajar es particularmente valiosa hoy para los investigadores en biomedicina que pueden compartir su actividad y sus resultados de manera instantánea independientemente de su ubicación en el mundo. Estos medios tecnológicos deberían acelerar la obtención de la ansiada vacuna.

El planeta está hoy enfermo, pero la manera de luchar contra la enfermedad no es el aislacionismo, ni los nacionalismos, ni otros populismos. La manera de luchar es avanzar en la globalización, es compartir más información y de la mejor manera posible, es progresar en la colaboración más allá de las fronteras. Si en biomedicina esta colaboración es esencial, también lo es a nivel político. En este sentido, Donald Trump, con sus planes reiterados para recortar la contribución de EEUU a la Organización Mundial de la Salud (OMS), me parece ahora particularmente patético; y su American first me provoca vergüenza ajena.

El mundo no será igual después de la pandemia. Yo confío en que salgamos de ella con una altura de miras que nos sitúe por encima de las pequeñas miserias que venían alimentando la actividad política hasta hace tan solo unas semanas. Confío en que salgamos con un respeto redoblado hacia la naturaleza y el mundo natural, con la concienciación generalizada de que hay que dar los medios necesarios a la investigación científica, con una mentalidad más proclive a la cooperación internacional, a la unidad y a la solidaridad

Rafael Bachiller es astrónomo y director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *