Plantarle cara a Putin y ganar la guerra del clima

Si es cierto eso de que Europa se construye a base de crisis, de esta saldrá fuerte, robusta y cohesionada, o sin futuro alguno. La geopolítica ha vuelto a primera línea reivindicando el papel estratégico que siempre tuvo.

En diciembre de 2019, Ursula Von der Leyen, recién elegida presidenta de la Comisión Europea, acudió a la cumbre del clima que se celebraba en Madrid para anunciar el Pacto Verde Europeo, la estrategia que aspiraba a trascender la política ambiental para convertirse en el modelo de desarrollo de una Europa que, escuchando a la ciencia, entendía que el único futuro posible pasaba por acelerar la transición ecológica.

Plantarle cara a Putin y ganar la guerra del climaHoy comprobamos que todo el conocimiento sobre el clima generado a lo largo de décadas de estudio estaba en lo cierto. Con la incertidumbre inherente a la materia y conscientes de que, en buena medida, caminamos ya por terreno desconocido, tenemos evidencias palpables de que los peores escenarios se van a cumplir si no aceleramos las acciones destinadas a contrarrestarlos. Las olas de calor se encadenan con temperaturas récord en toda Europa, los incendios arrasan el continente, la sequía arrecia en todo el Sur, y ya se entiende, al fin, que la crisis climática empobrece y mata en especial a quienes menos tienen. Tensiones sociales, desigualdad, pobreza y movimientos migratorios son algunas de las consecuencias.

Desde que Von der Leyen presentó el Pacto Verde Europeo el mundo ha sufrido cambios importantes. Una pandemia nos recordó que nuestra salud depende de la biosfera, que hemos construido un mundo interdependiente y que en la sociedad del conocimiento, pese a los avances, ni siquiera sabemos todo lo que no sabemos. Cuando comenzábamos a ver luz en el empeño de abordar tales retos, acelerar la transición ecológica y plantarle cara a la desigualdad, la guerra estalló a las puertas de Europa occidental. Putin invadió Ucrania y desencadenó una cadena de acontecimientos que empieza a revelar sus consecuencias. Entre estas, la ralentización, cuando no paralización o marcha atrás, de una de las transformaciones clave para abordar los retos climáticos, la transición energética.

La estrategia de sanciones económicas enseguida puso de manifiesto la dependencia de Europa de la energía rusa. En aquellas primeras semanas el debate versaba sobre si Europa, con Alemania a la cabeza, tendría valor para decirle a Putin que dejaba de comprarle petróleo y gas, cerrándole así una fuente importante de ingresos. Hoy es Putin quien tiene a Europa aterrada con la posibilidad de cerrar el grifo del gas, dejando las economías europeas más potentes en jaque, y ha convertido eso en arma de guerra. Expertos de todos los países dibujan escenarios de cómo esta posibilidad puede afectar a las economías y al modo de vida de una Europa acomodada en la abundancia.

Los primeros movimientos dados por la Comisión amenazan con reeditar el pulso de unos países contra otros dentro de la Unión, como se vivió en la crisis financiera de 2008. Sitúa el debate en un marco de acusaciones de falta de solidaridad, en lugar de plantearlo en términos de eficacia: cuáles son las políticas más eficientes y eficaces para conseguir el objetivo común, que es lograr la independencia europea tanto de la energía rusa como de los combustibles fósiles.

Las líneas que se abren paso son dos: asegurar el suministro mediante la compra de gas y petróleo a otros proveedores, y disminuir el consumo, aumentando el ahorro y la eficiencia. Como telón de fondo, junto a la urgencia, el mayor de los riesgos: la ralentización, cuando no retroceso, de la transición ecológica, la hoja de ruta que la Unión Europea se había dado para liderar las políticas de sostenibilidad.

Ante la posibilidad de que, de forma inmediata, se rompa la garantía de suministro, Europa busca desesperadamente nuevos vendedores de gas y petróleo y se dispone a poner en marcha las infraestructuras necesarias para regasificar, transportar y gestionar la preciada energía. Como es posible que no se llegue a tiempo, la solución es un acelerado retorno al pasado que lleva a que países como Alemania, incluso con Los Verdes en el Ejecutivo, vuelvan a quemar carbón. Al tiempo, las medidas económicas para hacer frente a la crisis no dudan en financiar combustibles fósiles, como el gasóleo o la gasolina. La emergencia de gestionar lo inmediato lleva a tener que adoptar decisiones endiabladas.

Las medidas que se tomaron en los primeros momentos de la guerra venían motivadas por la urgencia y la inmediatez. Van pasando los meses y lo que se percibe en el horizonte puede ser un retroceso muy alejado de la senda que Europa se había marcado como garantía de sostenibilidad y que la hacía liderar la descarbonización en el mundo. Quizá a corto plazo no existan otras alternativas que permitan garantizar el suministro, pero deberían activarse todos los mecanismos para restringirlas al menor tiempo posible. A la garantía de suministro hay que añadir otra tan urgente y más trascendente, la garantía de que la vida siga siendo posible en el planeta. De ahí que este tipo de soluciones, tomadas siempre como últimas opciones, deberían pensarse como algo transitorio, con la voluntad firme de no perpetuarlas.

La segunda línea que aparece en la estrategia europea tiene que ver con el ahorro y eficiencia. No hay duda de que el ahorro de energía, como de agua y de tantas otras cosas, es un imperativo moral. El hecho de que haya que recordarlo dice mucho de una sociedad que se muestra muy a menudo ajena a criterios de racionalidad. Ahora, urgidos por la guerra, ya no se trata de un principio ético, ni siquiera estético, sino de una necesidad derivada del riesgo, por lo que la situación cambia considerablemente.

No obstante, se cometería un enorme error si se fiara todo al etéreo campo de la concienciación y la responsabilidad individual. En todos los estudios al respecto se muestra un incremento muy significativo de la conciencia ambiental de las sociedades europeas, hasta llegar prácticamente al 98% de la población, que dice sentirse preocupada al respecto. Tanto es así, que incluso ha aparecido el fenómeno de la ecoansiedad —en especial en los jóvenes—, entendido como el conjunto de emociones que suman la tristeza, la depresión, el miedo o la impotencia, generadas por el daño medioambiental producido por el cambio climático y las consecuencias que puede acarrear. Sin embargo, la misma ciudadanía que muestra una gran sensibilidad sobre el tema, tiene reparos a la hora de adoptar cambios en su comportamiento. Por si fuera poco, los que llegan al estado de ecoansiedad, en lugar de modificar sus actitudes, sucumben presas del pánico y la inacción.

Concienciar sobre bienes comunes como el clima y apelar a la responsabilidad individual es una obligación, pero es tan sólo un mínimo. La forma más eficaz de provocar cambios de comportamiento sigue siendo habilitar las infraestructuras que lo hagan posible y predicar con el ejemplo. Si no se intensifica la ofensiva para rehabilitar los edificios aumentando su eficiencia, si las tecnologías de ahorro energético no se incorporan de forma definitiva a todos los dispositivos, si no se refuerza de forma significativa el transporte público, etc., se podrá y deberá pedir ahorro, pero su eficacia se verá reducida y su legitimidad cuestionada.

En materia de transición ecológica, la hora de la concienciación hace tiempo que pasó. Hoy, cuando una guerra pone a Europa entre la espada y la pared, no podemos quedarnos allí. Ganarle la guerra a Putin debe ser también dar la batalla por el clima. Corren tiempos de acotar las contradicciones y mantener el rumbo en plena crisis.

Cristina Monge es politóloga y experta en gobernanza para la transición ecológica.

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