Plegarias atendidas

Ahora que estoy concluyendo estos cinco años-luz en el Parlamento Europeo, mi impresión es la de haber asistido a una transformación política de alcance mundial cuyas más profundas consecuencias todavía están por asomar. Cuando llegué a Bruselas, a mediados de 2014, seguían abiertas las heridas de la gran recesión. Europa todavía trataba de decidir qué hacer con Grecia y su gigantesca deuda. ¿Recuerdan a Varoufakis, ese ministro de finanzas con hechuras de rock star? Era también el peor momento de la crisis migratoria provocada por la guerra civil en Siria, una crisis que no hemos sabido resolver hasta la fecha. En 2016 se produjeron dos terremotos: el referéndum del Brexit y la victoria de Donald Trump. Parecíamos al borde de un apocalipsis nacionalpopulista, pero en 2017 Wilders perdió en los Países Bajos, Macron sorprendió en Francia y Merkel repitió como canciller en Alemania. Un año después llegó un Gobierno populista a uno de los países fundadores: Italia. En este periodo, la crisis venezolana se tornó catastrófica, tomamos conciencia del problema de la desinformación y empezamos a mirar a Facebook con desconfianza.

Plegarias atendidasEn España, las sacudidas no han sido menores. Se fue el bipartidismo, aunque PP y PSOE salvaron los muebles; tuvimos dos elecciones en seis meses seguidas de un bloqueo político resuelto en el último minuto con un levantamiento socialista contra Pedro Sánchez; pareció, en algunos momentos, que Iglesias primero y Rivera después podrían llegar a La Moncloa; hubo un intento de golpe de Estado en Cataluña con aplicación posterior del artículo 155; Sánchez no sólo recuperó las riendas del PSOE, sino que alcanzó la presidencia tras el triunfo de su moción de censura con el apoyo de los secesionistas; dejamos de ser una excepción europea cuando irrumpió Vox, un partido de extrema derecha; y ya estamos de nuevo a las puertas de otras elecciones. El tiempo vuela.

Vayamos un poco más atrás. Hacia 2011 se extendía por España un sentimiento de hartazgo, un clamor por la regeneración. Una mayoría de españoles querían un cambio profundo, querían nuevos proyectos y nuevos liderazgos. Bien, ya los tenemos, tanto en España como en buena parte de Europa. ¿Podemos decir que estamos mejor? ¿Hemos visto satisfechas nuestras expectativas? No creo que demasiadas personas respondan afirmativamente. En Europa hemos asistido al auge de movimientos eurófobos y nacionalpopulistas y todavía tratamos de resolver el rompecabezas del Brexit. Sí, tenemos a Macron, que mantiene una posición abiertamente europeísta y liberal, pero también tenemos al grupo de Visegrado y al Gobierno italiano.

En nuestro país hemos cambiado la polarización del viejo bipartidismo por la polarización de dos grandes bloques. El bloqueo político de 2016 podría repetirse tras las elecciones del 28 de abril. Ahora asistimos atónitos a un periodo preelectoral repleto de errores, ocurrencias y discusiones bizantinas. De pronto, nos encontramos discutiendo sobre la posesión de armas y el derecho a la autodefensa en un país que no tiene un problema de inseguridad ni encarcela a quien protege su hogar. Los discursos se degradan, los objetivos a corto plazo sofocan cualquier proyecto de país, la supervivencia política es el valor supremo. En todas las épocas se ha escuchado el lamento de que ya no hay políticos como los de antes, pero por primera vez desde 1978 podría estar justificado. Ya saben, lo dijo Santa Teresa y lo repitió, a su manera, Truman Capote: se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas.

España es el país más europeísta y, por tanto, a priori, el más propicio para un debate fructífero sobre el futuro de la Unión. No se está produciendo. En el mundo han aparecido nuevos retos y nuevas oportunidades. Estamos a las puertas de grandes cambios y seguimos ensimismados, centrados obsesivamente en nuestras trifulcas provincianas. No pretendo decir que las decisiones del Gobierno o de las Cortes no tengan importancia, sino constatar que ya no bastan. Hemos compartido nuestra soberanía con otros países por un buen motivo: para tener algo que decir en una escena internacional dominada por gigantes agresivos. El debate europeo no debería dejarse para la campaña de mayo, ya que, de hecho, el gobierno que salga de las urnas el 28 de abril (si es que sale alguno) tendrá más influencia en muchas cuestiones que el conjunto de los eurodiputados españoles. Esta será la realidad mientras no se reforme la Unión.

En otoño de 2018 publiqué un manifiesto político al que titulé Eres liberal y no lo sabes. En él planteaba los que, a mi juicio y basándome en cierto consenso entre los expertos, son los asuntos fundamentales de nuestro tiempo. Mi concepción del liberalismo es amplia, lo tengo por un paraguas capaz de acoger a las más importantes fuerzas políticas -desde el centro izquierda hasta el centro derecha- y a la gran mayoría de los ciudadanos. Reclamaba y reclamo acuerdos sobre valores liberales básicos. Que no se me entienda mal: no pido coaliciones ni nada por el estilo, de hecho no las creo convenientes. Pero sí reclamo un perímetro desde el cual afrontar cualquier desafío y proyecto. No pido el diálogo por el diálogo. Estoy muy a favor de aplicar vetos oportunos, que casi siempre serán a ideas y actitudes, y casi nunca a personas y partidos.

Con todas las dificultades y errores que se quiera, el presidente Emmanuel Macron está demostrando que es posible hacer política dentro de este perímetro del que hablo. Su manifiesto para un renacimiento europeo es un buen punto de partida. En un debate reciente en el que participé, se le reprochaba que sus propuestas no fueran originales. El político virtuoso no es el que tiene una nueva idea, sino el que logra que se discutan las ideas oportunas. Y el político histórico es el que consigue aplicarlas con éxito.

Macron sigue siendo el ejemplo a imitar en este sentido. Está ofreciendo un ejemplo de liderazgo poco frecuente. En España, en cambio, hemos entrado en un periodo de desconcierto cortoplacista. La nueva realidad parlamentaria, con cuatro grandes partidos nacionales que pronto serán cinco, no ha sido debidamente asimilada. En la última legislatura hemos asistido al éxtasis del Real Decreto Ley, tanto en el periodo de Rajoy como en el de Pedro Sánchez. El parlamentarismo, que nunca ha sido nuestro fuerte, se ha debilitado. Cuesta horrores sacar adelante los Presupuestos porque el precio a pagar es estratosférico. No estamos tan lejos del espectáculo satírico que nos proporciona la británica Cámara de los Comunes, con sus señorías que salieron de Oxford y Cambridge para instalarse en el país de Nunca Jamás. Ni en Westminster ni en la carrera de San Jerónimo parece que haya personas dispuestas a renunciar a parte de sus intereses (ellos dirán principios) para establecer un suelo común. Las votaciones en las que el parlamento del Reino Unido ha dicho no, no y no a cuantas alternativas se les han presentado nos remiten al no es no de Pedro Sánchez.

No voy a entrar en el juego de repartir las culpas. Pronto votaremos. Y entonces podremos constatar lo que ya es evidente. Que la polarización en bloques herméticamente cerrados e incomunicados no es buena para el país. Tal vez tras el 28 de abril haya un bloque ganador y otro perdedor. Pero los ganadores de entonces serán los perdedores del futuro. Cada Gobierno dedicará sus esfuerzos a deshacer lo que hizo el anterior, y lo hará condicionado por los partidos más extremistas. Seguiremos instalados en el cortoplacismo y en la política identitaria. El único argumento será el miedo al otro. Hasta que alguien recoja la bandera del acuerdo transversal y supere esta dialéctica con un discurso dirigido no ya a los moderados, sino a quienes entiendan que no podemos vivir así. Un discurso que está ya disponible para que alguien lo exprese. Lo que pido desde aquí es que esto suceda lo antes posible.

Beatriz Becerra es vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa (ALDE). Es autora de Eres liberal y no lo sabes (Deusto).

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