Pluralismo y tolerancia

Por Alain Policar, profesor de Ciencias Sociales de la Universidad de Limoges. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 12/06/06):

En nuestras democracias pluralistas, con sistemas morales en liza y aun contrapuestos, el liberalismo político se enfrenta a reivindicaciones que demandan protección y garantías en el caso de las minorías culturales. Algunas de ellas actúan al objeto de obtener trato y condiciones de igualdad para sus miembros (movimientos homosexuales y feministas). Otras intentan integrarse en la esfera política tal como son (en nombre de una aspiración a la igualdad de tipo antiintegracionista). Estas reivindicaciones plantean a la filosofía política liberal dificultades temibles. Si, efectivamente, se enfoca el pluralismo como exigencia de que se permita (incluso se promueva) la coexistencia de grupos de valores fundamentales diferentes, ¿cómo podrá alcanzarse de manera simultánea un acuerdo sobre las normas de convivencia, factor sin el cual una comunidad política carece de toda auténtica consistencia?

Es conocido que el principio de neutralidad entraña que el Estado se abstenga de respaldar como tal una reivindicación de una colectividad, dado que se trata de garantizar a todos y cada uno la posibilidad de poner en práctica su propia concepción relativa a una existencia digna de ser vivida sin por ello privilegiar una concepción en detrimento de otras o viceversa. Toda actitud contraria iría en detrimento del ideal de imparcialidad e implicaría una cortapisa de los derechos individuales. El papel de los poderes públicos no radica en tornar virtuosos a los ciudadanos ni en promover los fines particulares, sino en garantizar las libertades fundamentales. El liberal es presa de una tensión: ¿cómo mantener el carácter pluralista de una sociedad sin dejar de protegerla de quienes rechazan el consenso sobre la que se funda?

La respuesta parece encontrarse en la práctica de la tolerancia. Ahora bien, practicarla correctamente presupone comprender su naturaleza. Como dice Susan Mendus, la tolerancia estriba en "abstenerse de intervenir en la acción u opiniones de otros, aunque ello sea factible, y aunque se desapruebe o no se valore la acción u opinión en cuestión", definición que acentúa su relación constitutiva con lo que motiva rechazo o desagrado o es moralmente reprensible. Conviene no confundirla con la curiosidad, el entusiasmo o la indiferencia hacia los demás. Difícilmente cabe concebir cómo la persona curiosa o entusiasta puede dar muestra de tolerancia si ésta presupone desaprobación. ¿Cabe, por otra parte, proponer como ideal de convivencia la resignación o la indiferencia?

No, la actitud tolerante implica otras exigencias, la existencia de un interés genuino por los demás y por aquellos cuya concepción esencial de la vida buena no coincide con la mía. Y, en suma, ¿cómo -encarado a normas éticas en liza- puedo mostrarme tolerante?

Para entenderlo, es menester prestar atención a lo que Manuel Toscano-Méndez, en un notable artículo (Revista Filosófica de Lovaina,febrero del 2000) llama las circunstancias de la tolerancia. La tolerancia implica un conflicto de razones en el seno del sujeto que tolera que, consiguientemente, renuncia a la prohibición. Hablar de conflicto de razones es invalidar la tesis -extendida- de quienes querrían equiparar la tolerancia al escepticismo o al relativismo moral. Si yo soy indiferente a tal o cual comportamiento, la cuestión de tolerarlo o no carece de sentido. No cabe concebir la tolerancia como una virtud blanda. Todo principio de tolerancia es un principio restrictivo: excluye la existencia de buenas razones para prohibir, factor que lo diferencia radicalmente del consentimiento fundado sobre la ausencia de estas razones.

Estamos muy lejos de la actitud de quien considera la diversidad como una fuente de enriquecimiento; este individuo no tiene necesidad alguna de invocar la tolerancia pues no posee razón alguna para prohibir. El propio significado de la tolerancia implica la existencia de razones sólidas y estables para rechazar la conducta tolerada: "No existe tolerancia sin intolerancia previa" (Toscano-Méndez). Tal es, por ejemplo, el caso si se disipan las reticencias con respecto a una confesión religiosa o una práctica cultural. La tolerancia no es en absoluto sinónimo de amor o inclinación sensible o compasiva por la diferencia. El culto de esta última es precisamente su polo opuesto. Un auténtico pluralismo implica, por el contrario, el reconocimiento de la dificultad que estriba en amar al otro. Y sólo puede ser edificado si somos conscientes de que en el mismo instante en que decidimos tolerar, las razones de prohibir no han dejado por ello de existir. Únicamente se excluyen en el momento de la acción. Esta fragilidad constitutiva confiere a la tolerancia su condición de virtud difícil. Razón de más para preservarla sin confundirla con sus numerosas falsificaciones.

Puede apreciarse así en qué sentido la cuestión del pluralismo se da cita con la de la tolerancia: la apertura al otro no puede conducir a la aceptación de lo intolerable, a la puesta en peligro de los cimientos de una comunidad pluralista. Hay un punto que no podemos franquear y, como subraya enérgicamente Giovanni Sartori, el criterio válido para especificarlo es la reciprocidad: "Entrar en el seno de una comunidad pluralista significa, al propio tiempo, incorporar y conceder. Quienes no están dispuestos a conceder a cambio de lo que obtienen, quienes se muestran resueltos a seguir siendo extranjeros a la comunidad en la que ingresan hasta el punto de cuestionar al menos en parte sus mismos principios, provocan inevitablemente reacciones de rechazo, miedo y hostilidad" (G. Sartori, Pluralismo, multiculturalismo y extranjería. Madrid: Taurus, 2001).

El pluralismo no se confunde con el multiculturalismo normativo. Interiorizar sus mínimas exigencias internas es una condición indispensable para la articulación de un auténtico universalismo.