Pobres contra pobres

Sabemos que cooperar es más sabio que competir, pero esa máxima cuesta de llevar a la práctica: los seres humanos competimos constantemente. Con cierta frecuencia he estado en reuniones en que se han manifestado grandes conflictos entre grupos por el reparto de recursos. Personas que defendían la prioridad de revertir la pobreza y ofrecer ayudas a personas sin hogar, por ejemplo, se enzarzaban con aquellas que consideraban prioritario ayudar a las personas con discapacidad. Incluso dentro de este último grupo podían sucederse disputas entre la preferencia de los diversos tipos de discapacidad por la obtención de los recursos. ¿Quién podría necesitar una subvención con más urgencia, quienes no tienen acceso a una vivienda o quienes están en situación de desempleo de larga duración? En definitiva: ¿quién es más pobre de entre los pobres? Falsas disyuntivas que no conducen más que a la competencia salvaje por unos escasos recursos.

El filósofo Patrick Viveret llamaba a esta situación una “jerarquía de la opresión” según la cual los diferentes grupos oprimidos lucharían entre sí, todos ellos en situación desfavorecida por diferentes motivos, para situarse los primeros en el reparto de unos recursos insuficientes.

En los últimos meses asistimos a una polémica sostenida en los medios de comunicación entre la necesidad o no de aumentar las pensiones de las personas jubiladas frente a la precariedad juvenil, también necesitada de un generoso presupuesto estatal. ¿De verdad pensamos que es positivo entrar en estas discusiones entre grupos desfavorecidos cuando parece obvio que una parte de nuestros jóvenes viven en una precariedad intolerable y que gran parte de nuestros ancianos necesitan una renta digna en los últimos años de la vida?

En psicología social la teoría del conflicto realista explica la conflictividad intergrupal que se produce cuando diferentes grupos compiten por alcanzar recursos en su propio beneficio en lugar de contemplar también las necesidades de los otros. Se trata de un fenómeno muy potente, ya que los juicios y opiniones de un grupo sobre otro pasan a ser defendidos por una mayoría de personas que se consideran pertenecientes a ese grupo, incluso de muchas que, inicialmente, pudieran tener posiciones intermedias. Así, el conflicto salta a tertulias y conversaciones de café donde jóvenes banalizan las necesidades de los mayores y viceversa. Los estudios del psicólogo Muzafer Sheriff y otros posteriores han evidenciado que esta competición entre grupos produce actitudes negativas, prejuicios y comportamientos hostiles hacia los miembros del otro grupo.

Curiosamente, la competencia no suele producirse en relación con grupos dominantes en la sociedad, sino que se llega a aceptar la distribución desigual (por ejemplo, entre ricos y pobres) como algo legítimo y, por tanto, la rivalidad se produce entre grupos considerados similares, de parecido estatus y de los que es difícil salir. Por ejemplo, los afroamericanos rivalizan con inmigrantes mexicanos en Estados Unidos, en lugar de con norteamericanos anglosajones. Ello explica también las polémicas entre colectivos de jóvenes, jubilados, o pobres y diversos funcionales, pero no la que podría ser la verdadera disputa: todos los grupos pobres o precarios contra aquellos de alto poder adquisitivo. En realidad, el sistema alimenta y mantiene el statu quo, ya que no cuestiona la forma de distribución, sino la preeminencia de entre los colectivos más necesitados.

Todo aquel que haya mantenido reuniones con colectivos diferentes como las que he comentado al principio, sabrá que las personas necesitamos sentir que el grupo social al que pertenecemos es bueno y fuerte, el mejor, superior a los otros y, por ello, el de más merecimientos. Poco importa que ese grupo sea circunstancial, como el hecho de pertenecer al grupo de jóvenes o de viejos, no relacionado con ninguna virtud propia sino con el paso del tiempo; lo importante es que es “nuestro” grupo social, al que pertenecemos y del que necesitamos sentirnos orgullosos. El resultado suele ser el “nosotros” frente a “ellos”.

A medida que avanza el debate observamos que para tener una identidad social positiva favorecemos a nuestro grupo y vertemos opiniones negativas sobre el rival. No dudamos en desmerecer a otros y en competir con ellos, lo cual, en realidad, destruye la solidaridad entre los grupos subordinados y, además, acaba provocando una opinión negativa generalizada para todos ellos. Es una mala opción sin ninguna duda, aunque parezca dar rédito al principio.

¿Cómo afrontar esta situación tan frecuente en las sociedades humanas? Parece básico conocer los mecanismos psicológicos que operan en nuestra vida relacional para poder afrontarlos y, en caso de que no sean positivos para el conjunto de la sociedad, superarlos. Reducir el antagonismo intergrupal pasa por diluir los estereotipos y prejuicios sobre los otros grupos, acceder a información objetiva y veraz y encontrar motivos de trabajo y superación conjuntos. Solamente encontrando nuevas dimensiones de comparación, creando una percepción conjunta de la situación que prime la cooperación intergrupal frente a la rivalidad, podremos superar una competición que solo conduce a más hostilidad, pobreza social y menor solidaridad entre los colectivos más necesitados.

Sara Berbel Sánchez es doctora en Psicología Social.

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