Poca memoria y ninguna democracia

La presencia del brazo político de ETA entre los actores que han pactado la última entrega de la ley de "memoria" se ha convertido en el argumento más recurrente para criticarla. No es para menos. Que aparezca como promotora de la "memoria democrática" una organización que pretendió -con las armas en la mano- la voladura de la Transición, que obstaculizó la consolidación de la democracia y acosó a quienes personificaban sus instituciones y a los representantes de los partidos constitucionalistas, y que hoy homenajea a los protagonistas de estos hechos, supone un alarde de poca memoria y ninguna democracia.

Pero siendo esto relevante, conviene apartar un momento el foco de Bildu, pues pudiera pensarse que sin Bildu, el texto de la mal llamada "memoria democrática" sería aceptable. Y no es así. La enmienda de Bildu -que amplía el límite de la ley hasta 1983- agrava su contenido, pero, sin esa enmienda, el texto no perdería nada de su finalidad esencial, que es sustituir el conocimiento histórico complejo y contrastado de los periodos más recientes de nuestra historia por un relato de Estado de carácter partidista, simplista y maniqueo, que nos retrotrae a la propaganda del bando republicano en la Guerra Civil. Un revival, eso sí, presentista, en tanto que su objetivo actual es borrar el pasado antidemocrático del PSOE, de las distintas corrientes comunistas integradas en Podemos y de los partidos nacionalistas. Ahora se les endosa por ley un marchamo constitucionalista que, al decir del apartado II del preámbulo, se remontaría por lo menos a las Cortes de Cádiz.

Según el artículo 1.3 del proyecto, sólo a estas fuerzas debemos nuestra democracia actual. Este artículo no se conforma con la trivial ilegalización de un régimen, el de Franco, fenecido hace casi medio siglo, sino que nos obliga a comulgar con la rueda de molino antihistórica de que nuestro régimen constitucional no surgió de una reconciliación transaccional, sino "de las luchas de los movimientos sociales antifranquistas" y "de diferentes actores políticos".

Se elude así toda mención a la iniciativa decisiva de la Corona y de sus ministros entre 1976 y 1977, se oculta el desapego de las izquierdas hacia la Ley de Reforma Política que los españoles votaron de manera casi unánime, y se trampea asimilando "antifranquismo" y "democracia". Como si a estas alturas no se supiera ya que en esos "movimientos antifranquistas" había organizaciones que querían sustituir no ya el franquismo, sino la democracia nacida de la Transición, por una dictadura de distinto signo, ya fuese para toda España o sólo en los territorios de las supuestas "nacionalidades oprimidas". De ahí la insistencia de sus acólitos, que emerge cuando estos partidos no predominan electoralmente, en deslegitimar la democracia aludiendo a supervivencias franquistas más allá del 20 de noviembre de 1975. O, igualmente, su empeño en asimilar al franquismo el periodo entre esa fecha y la aprobación de la Constitución.

Ilegitimidad eterna

Además, si la democracia es exclusivamente el antifranquismo, todas aquellas fuerzas políticas que se emanciparon en momentos distintos de la unificación obligatoria decretada por Franco el 20 de abril de 1937 no serían democráticas, lo que supone endosar un vicio de ilegitimidad 'ad aeternum' a todo el espacio político liberal y conservador. Esta versión partidista, que pretende imponerse mediante la resignificación del espacio público e introduciéndose en los programas educativos y hasta en los cursos de formación de los funcionarios, es incompatible con el libre desenvolvimiento de la Historia como disciplina, en tanto que disuade la investigación y la divulgación independientes sobre nuestra historia e impide que los ciudadanos puedan acceder al conocimiento, siempre complejo y poliédrico, de su pasado.

El apartado IV del preámbulo es explícito cuando afirma que el objetivo de la ley es conformar una "conciencia histórica colectiva" que, dicho sea de paso, tiene poco de histórica. De nada sirve el reciente añadido de un apartado al artículo 15 reconociendo "el papel esencial que desempeña el debate histórico" y "la contribución al mismo de las conclusiones que sean resultado de la aplicación en la verificación e interpretación de los hechos de los usos y métodos característicos de la ciencia historiográfica". Estas ampulosidades serán un brindis al sol mientras, a su lado, se erija un relato de Estado obligatorio, blindado por los recursos públicos y un aparato de sanciones administrativas impuestas por las autoridades de la "Memoria Democrática", que serán las que decidan qué trabajo de "historia" merece su patrocinio y qué otro, al amparo de cualquier denuncia que quepa en el artículo 61 (apartados D y E), será silenciado o proscrito. La aprobación de la ley desalentará cualquier investigación que cuestione los postulados de este relato de Estado, y cercenará de ese modo el debate histórico. Tampoco es verdaderamente una ley de "memoria", pues pretende asfixiar con los resortes del Estado las verdaderas memorias, en plural, que son siempre personales, las de cada individuo. Por eso, los relatos de Estado son normales en los regímenes autoritarios y totalitarios, y son incompatibles con los liberal-democráticos.

Asimilaciones engañosas

En una democracia, la mejor legislación sobre la memoria, en singular, es la que no existe. Si en España esto no se tiene aún claro es porque los promotores de la ley llevan años haciendo asimilaciones engañosas de la Guerra Civil española con la instauración del nazismo en Alemania, e instrumentalizando el sufrimiento de los represaliados (mejor dicho, solo de la parte represaliada por los franquistas) para eludir todo debate racional e intimidar a sus contradictores.

Por eso, no sobra recordar que la mayoría de las reparaciones a las víctimas, realizadas antes incluso de la ley de Rodríguez Zapatero de 2007, culminaron sin necesidad de legislar sobre las memorias, ni de consagrar normativamente asimetrías. De ahí que no sea necesario politizar la historia, ni menos deslegitimar nuestras instituciones democráticas imponiendo relatos de parte, para localizar los restos mortales de quienes fueron represaliados o murieron en el campo de batalla a partir de julio de 1936.

Las personas, no. Las lenguas y las culturas, sí

La ley ignora a las víctimas del bando republicano, pero llamativamente, sí son víctimas, en bloque, "las comunidades, las lenguas y las culturas vasca, catalana y gallega", pues sus hablantes "fueron perseguidos por hacer uso de éstas" (art. 3.6), sin matizar y de manera generalizada. Como si los miembros de esas "comunidades" no se hubieran partido en dos, como el resto de los españoles, y como si una fracción significativa de ellas no hubiera formado parte sustancial de los apoyos sociales al franquismo.

La naturaleza de las reparaciones confirma que la ideología se impone al resarcimiento real. Casi todas son "colectivas" y "simbólicas", en forma de homenajes públicos y "lugares de memoria". Escasean las individuales, que se reducen a registros censales y al otorgamiento de un documento "de reconocimiento y reparación personal" (art. 6.1). Por presiones de los nacionalistas de izquierda, el artículo 31.1 reconoce un derecho a resarcirse de los bienes incautados y de las sanciones económicas impuestas durante la guerra y la dictadura, pero la ejecución de ese derecho se relega a un futurible legal. Es comprensible que así sea, puesto que las víctimas de la dictadura ya fueron materialmente reparadas a través de las distintas disposiciones que se aprobaron en los últimos 40 años.

Por eso, no hay otra reparación económica que la que se otorga, a costa del erario público, a los partidos y sindicatos promotores de la ley, convertidos todos en "víctimas colectivas" en virtud de la disposición adicional novena. La pretendida "memoria" se vuelve amnésica respecto del papel de estos partidos y sindicatos en las violaciones de los derechos civiles en la zona republicana o en las acciones armadas posteriores a 1939. Igualmente, ignora su participación en las incautaciones y requisas de las sedes y los periódicos de otras organizaciones políticas, las de centro y derecha, durante la guerra, junto a las realizadas a numerosos particulares.

En realidad, esto último es coherente con la definición que hace el texto de "víctimas" y "victimarios". La ley sólo encuentra "victimarios" merecedores de sanción póstuma entre el bando nacional, las autoridades franquistas y también en los gobiernos de la Transición, mientras que entre las izquierdas y los nacionalistas sólo habría precursores de la Constitución de 1978, merecedores de lugares de honor como el Panteón de los Hombres Ilustres, reconvertido ahora en sitio donde rendirles culto (art. 55). "Víctimas" son, según el artículo 3.1, todo individuo o colectivo que hubiera sufrido "daño físico, moral o psicológico, daños patrimoniales, o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales" entre el 18 de julio de 1936 y la entrada en vigor de la Constitución. Con esta definición, como España careció de régimen constitucional hasta 1977, no hay un solo español (o descendiente de español) que no pueda reivindicar el título de "víctima". ¿Pero todos lo podrán hacer en igualdad de condiciones? Es dudoso, porque para esta "memoria", los privados de libertad, los deportados, quienes sufrieron trabajos forzados, internamientos en campos de concentración, torturas, maltratos, depuraciones o represalias profesionales a manos del bando republicano lo fueron exclusivamente "a consecuencia de la Guerra", sin que puedan derivarse responsabilidades de ningún tipo, y ni siquiera se menciona a las víctimas de las bandas armadas de extrema izquierda que actuaron después de 1939.

Reconciliación

En definitiva, la nueva ley allana la sustitución de los principios y valores que inspiraron la reconciliación entre los españoles y la transacción que hizo posible nuestra democracia, por un relato fabulado que se quiere imponer con los recursos del poder público a todos los ciudadanos, aboliendo sus memorias particulares y obstaculizando el conocimiento científico de nuestro pasado reciente.

Una ley que, además, tiene difícil encaje en nuestro ordenamiento jurídico, pues pretende juzgar una selección interesada de actos o situaciones ya prescritos, y acudiendo a normas internacionales aprobadas (o asimiladas por España) con posterioridad a estos hechos. Y que aspira a perdurar con independencia de las alternativas electorales, por medio de planes cuatrienales y un "Centro de la Memoria Democrática" erigido en centinela para la "salvaguardia de la dignidad de las víctimas" y la difusión obligatoria del relato (artículo 57). Una pesadilla 'orwelliana' que, sin embargo, a fuerza de querer imponerse, puede conducir no a esa "conciencia colectiva" que facilite a sus autores la tan deseada hegemonía 'gramsciana', sino al efecto contrario de renovar el atractivo de lo que desean combatir.

Roberto Villa es profesor de Historia Política de la Univ. Rey Juan Carlos y autor de '1917. El Estado catalán y el Soviet español' (Espasa).

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