Si en Brasil tuviéramos una democracia funcional y estable, el Partido de los Trabajadores (PT) no merecería regresar al poder tan pronto. Su figura principal, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien gestionó el mayor crecimiento económico y social del país, se encuentra en la cárcel cumpliendo una pena de doce años por corrupción y Dilma Rousseff, su sucesora, fue destituida por recurrir a maniobras contables para ocultar déficits en el presupuesto nacional, una práctica que ha sido utilizada también por otros presidentes. Que estos castigos sean controversiales porque se dieron en medio de una guerra jurídica y política en su contra, no exime al PT de su participación en la corrupción institucionalizada y en el estancamiento de la economía en el gobierno de Rousseff.
Pero este no es un momento normal en la democracia brasileña. Quien ha liderado buena parte de la campaña rumbo a las elecciones —cuya primera vuelta es el 7 de octubre— es Jair Bolsonaro. En sus 27 años como diputado, este militar retirado ha ganado celebridad haciendo declaraciones misóginas, discriminatorias de las minorías y antidemocráticas. Aunque es el candidato puntero (con el 31 por ciento de la intención de voto), desde la salida de Lula da Silva de la boleta electoral, el rechazo a Bolsonaro alcanza el 46 por ciento de los electores, muchos de los cuales dicen que votarán por el candidato que se le enfrente en la segunda vuelta. Si se confirman las encuestas, ese candidato será Fernando Haddad, el exalcalde de São Paulo a quien Lula da Silva cedió su lugar como abanderado presidencial por su partido. Que sea del PT disminuye sus probabilidades de derrotar a Bolsonaro, pues el partido ha acumulado un gran rechazo popular. El resultado de esta ecuación es la elección más polarizada de la historia brasileña.
Sería preferible que cualquier otro candidato del centro —como Marina Silva, reconocida lideresa ambientalista, o Ciro Gomes, el popular gobernador de Ceará— llegara a la segunda vuelta en lugar de Haddad: tendrían más herramientas para conducir a Brasil a lo que necesita: la pacificación política. Pero el escenario parece puesto para la confrontación de dos rechazos.
Sería un error comparar a Bolsonaro y Haddad en una misma categoría y describirlos solo como dos líderes opuestos. Hay una diferencia crucial: Haddad es un demócrata, Bolsonaro no.
Fernando Haddad, de 55 años, es un académico de la Universidad de São Paulo (USP), graduado en Derecho y con estudios superiores en Economía y Filosofía. Fue ministro de Educación de Lula por siete años. Como alcalde de São Paulo, la ciudad más grande de Brasil, enfrentó un periodo turbulento, punteado por marchas anti-PT. Haddad terminó su gobierno mal evaluado por la población, pero fue reconocido por The Wall Street Journal como “visionario urbano” por su programa de movilidad urbana. Sus credenciales políticas e intelectuales lo avalan como demócrata.
Haddad debe dar muestras de esos antecedentes y convencer a los mercados de que su gobierno será más parecido al de Lula que al de Rousseff. También tiene que dejarles claro a la justicia y a la prensa que seguirá las reglas del juego democrático y no presidirá un gobierno vengativo o que desmantele los avances anticorrupción. En pocas palabras, Haddad debe hacerse merecedor del voto, y no solo esperar que los votos anti-Bolsonaro le lleguen sin esfuerzo.
Para empezar, el PT debe hacer un mea culpa sincero. Para los electores que se resisten a darle otra oportunidad, la caída de la economía y los casos de corrupción son imperdonables. Pero no solo eso, su forma de hacer política ha estado plagada de contradicciones. El PT declaró que la destitución de Rousseff era un golpe de Estado, pero hoy están asociados en las urnas a los políticos que conspiraron contra ella. Se presentan como alternativa al candidato antidemocrático, pero no han roto relaciones con la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela.
Es muy probable que Bolsonaro, por su parte, pase a la segunda vuelta respaldado por el antipetismo. Pero debe vencer sus propios obstáculos para llegar a la presidencia. Después de que a principios de septiembre sufrió un atentado, pasó el mes internado y tuvo que ser representado en la campaña por sus aliados. Desde entonces, su candidato a vicepresidente, el general retirado Hamilton Mourão, ha defendido un autogolpe en caso de anarquía “con el apoyo de las Fuerzas Armadas” —sin aclarar qué significa anarquía— y ha sugerido una nueva constitución escrita no por delegados electos popularmente, sino que por “nombres notables”, que, por cierto, escogería él. Como Bolsonaro, sus discursos son una ametralladora de prejuicios. Para él, los negros son “tramposos”, los indígenas, “indolentes” y los hogares sin figuras paternas, “fábricas de desajustados”.
Si siempre estuvo claro que Bolsonaro no es un gran admirador de la democracia, las últimas declaraciones de sus asesores desenmascaran su autoritarismo. Su elección de ministro de Economía promueve otorgar superpoderes a algunos partidos para poder aprobar proyectos sin mayoría parlamentaria. Y otro militar de la reserva que forma parte de su campaña quiere prohibir libros sobre la dictadura —que se instauró en Brasil después de un golpe de Estado en 1964— que no coinciden con su definición de lo que fue el gobierno militar.
En Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt apuntan que las democracias actuales ya no sucumben por dictadores que llegan en tanques de guerra, sino por políticos electos que destruyen las instituciones democráticas de manera paulatina. Cuando Bolsonaro declara que no aceptará el resultado de las elecciones si pierde, demuestra, una vez más, que no respeta las reglas democráticas. Y cuando sus partidarios agredieron a la mujer que creó una página de Facebook contra él, vemos cómo la violación sistemática de las reglas por parte de los políticos resuenan en la sociedad.
La historia más reciente del PT no amerita el premio de una segunda oportunidad en las urnas. Pero si se confirman las encuestas, la salvación de la democracia brasileña dependerá del regreso del PT al poder.
El domingo pasado, una manifestación masiva feminista contra Bolsonaro tomó las calles de las principales capitales del país en la que se reclamó #EleNão (Él no). Había banderas de casi todos los partidos y su convivencia pacífica ha sido una novedad en medio a la radicalización de los últimos años. Ahora le toca a los otros candidatos mejor posicionados —Marina Silva, Ciro Gomes y Geraldo Alckmin— unirse para impedir que volvamos a manos de militares antidemocráticos.
Además de invitarlos a dialogar y formar un frente común contra Bolsonaro, Haddad debe probar que puede ser el candidato de todos y no solo el de Lula. Y para ello tiene que prometer que la lucha contra la corrupción será irreversible. Los electores estarán vigilantes. Recordemos que es posible combatir a la corrupción, pero no a los dictadores.
Carol Pires es reportera política y colaboradora regular de The New York Times en Español.