El desplome de Podemos en las elecciones celebradas en el País Vasco y Galicia ha puesto sobre la mesa el debate sobre las causas de la decadencia del partido liderado por Pablo Iglesias. Una de las tesis que se ha abierto paso con fuerza a la hora de explicar el derrumbe de Podemos en el País Vasco y Galicia, territorios donde la cuestión nacional ejerce un claro dominio en la agenda política, ha sido la progresiva absorción de las tesis nacionalistas por parte del partido de Iglesias. Hasta el punto, podría desarrollarse el argumento, de convertir a Podemos en un canalizador del voto de una parte de la izquierda hacia las posiciones de Bildu y BNG.
Efectivamente, en relación a la cuestión nacional Podemos está muy lejos de ser el partido que en su origen desafió la dinámica nacionalista desde la cuestión social. «Algunos dicen que la patria es la pulsera que llevas en la muñeca, algunos llevan la pulsera con la bandera de España, otros llevan en la muñeca la pulsera con la bandera de Cataluña y algunos muy modernos le añaden la bandera de la Unión Europea. No me importan las pulseras, me importan las cuentas bancarias», decía Iglesias en Cataluña en 2014. Sin embargo, a partir de las elecciones generales de 2016 Podemos hizo suya la tesis de la plurinacionalidad de España y la apuntaló con la asunción del derecho a decidir.
Lo que me interesa señalar es que la adopción del discurso nacionalistas no explica por sí solo el trasvase de votos de Podemos a los partidos nacionalistas. No cabe duda de que la imitación del discurso nacionalista ha contribuido a acercar posiciones, asimilar proyectos, legitimar aspiraciones y naturalizar el flujo de voto entre partidos. Sin embargo, en las elecciones generales de 2016, el mismo discurso no impidió a Podemos ser el partido más votado en el País Vasco y obtener un resultado espectacular en Galicia. Ni tampoco dejar de ser altamente competitivo en las elecciones autonómicas del mismo año. La clave, por tanto, no radica tanto en el discurso. Más bien en otros factores, como el nuevo rol que el PSOE ha asignado a Bildu en el congreso para redimensionar la influencia del PNV en Madrid. O la profunda transformación, por ejemplo, que ha sufrido Podemos.
No puede perderse de vista que entre Vistalegre I y Vistalegre III Podemos es objeto de una radical mutación de su modelo organizativo, con consecuencias sobre las expectativas y la percepción del partido. Como cuentan Manuel Álvarez Tardío y Javier Redondo en Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (Tecnos, 2019), Podemos se ha transformado de movimiento a partido. Con ello ha transitado de «gente corriente haciendo cosas extraordinarias» a grupo de políticos profesionales. De organización descentralizada en círculos –que aspiraba a perfeccionar un proceso de toma de decisiones popular mediante procesos deliberativos–, a partido fuertemente centralizado y jerarquizado en manos de su líder. De organización para la realización de un ideal de ciudadanía a maquinaria de guerra electoral.
En una conferencia sobre el populismo en la que Iglesias participó en 2016 en Lamorada, el líder de Podemos ya advertía que «la clave para que una organización política siga manteniendo el músculo mental y para que pueda influir en la sociedad (…) es una estructura en manos de los militantes, que además permita que el partido no se convierta en un instrumento en manos de sus cargos públicos». Y añadía «que es lo que ocurre, y no hace falta leer a Robert Michels, con cualquier partido». Paradójicamente, Michels sirve para analizar la trayectoria de Podemos. Señala una fase original en la que el partido consigue adhesiones en torno a una causa –pongamos, romper el candado del régimen del 78–, que es sustituida por otra fase de institucionalización en la que crece la dimensión organizativa del partido, la vida de la organización se burocratiza, el entusiasmo inicial de la militancia cambia por un estado de apatía. Finalmente, la élite del partido reelabora los fines originales del partido para armonizarlos con el objetivo de su propia supervivencia como grupo dirigente.
Que un movimiento con raíces en la protesta social pierda parte de su atractivo contestatario original a medida que se institucionaliza puede considerarse un fenómeno natural. Más aún cuando este proceso lleva al acoplamiento de un partido radical con inercias extraparlamentarias a un espacio competitivo democrático y pluralista. En el caso de Podemos, sin embargo, la dinámica de institucionalización ha convertido el partido en un campo de batalla por el control de la organización y sus recursos. Batallas por el poder que a duras penas han podido maquillar las lecturas amables de los conflictos en clave ideológica. De modo que los primeros años de vida de Podemos, tras el ciclo expansivo 2014-2016, quedan asociados a una dinámica creciente de conflictos internos como los que llevaron a la ruptura de Iglesias con Errejón, Bescansa, Carmena o Teresa Rodríguez. Luchas que han determinado el comportamiento de las terminales regionales de Podemos, sometiéndolas a una situación de estrés organizativo que, como se ha visto en el País Vasco y Galicia, ha tenido efectos negativos sobre la credibilidad, el funcionamiento interno y el rendimiento electoral.
La realidad es que, a lomos de la retórica contra la casta y el régimen del 78, en Podemos se ha afirmado un modelo de partido de inspiración leninista: con un grupo dirigente profesional como vanguardia, que ha implementado su poder de control sobre la base a medida que ésta ha crecido y que ha practicado la depuración como mecanismo para fortalecer la unidad y la disciplina del partido. El mérito de Iglesias, cabe subrayarlo, reside en haber desarrollado una estrategia de oligarquización del partido al tiempo que hacía bandera de la democracia interna. Y en esta operación de despiste nacional ha sido fundamental el concurso de una opinión pública desnortada –siempre dispuesta a aplaudir cualquier iniciativa que se diga popular, participativa y regeneradora–, como de los análisis complacientes de una ciencia política anti histórica, empeñada en negar la huella de la cultura política comunista en la mirada política de Iglesias. Hasta que la realidad de las páginas del ¿Qué hacer? se ha impuesto por la vía de los hechos.
Teorizando sobre los límites de la política populista, Iglesias nunca ha escondido que el verdadero reto de Podemos, como movimiento que se había impuesto canalizar la voluntad popular hacia la ruptura del statu quo, era enfrentarse al doble desafío de normalizarse como partido y gestionar el poder, posponiendo sine die la realización de las metas originales. Y, efectivamente, a Iglesias y al núcleo dirigente de Podemos les está empezando a costar mucho convencer a los suyos de que la concreción actual del partido, con su expediente de intrigas palaciegas y luchas por el poder, sigue siendo el mejor instrumento colectivo para asaltar los cielos.
Jorge del Palacio es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.