Podemos, en América Latina

Podemos estuvo por América Latina. En Ecuador, Pablo Iglesias participó en el Encuentro Latinoamericano Progresista, foro organizado por el partido del gobierno, PAIS. No solo expuso sus ideas en el evento y ante la prensa. También se explayó con elogios para la llamada Revolución Ciudadana, enfatizando la “notable estabilidad política” lograda por Rafael Correa. Más aun, Iglesias expresó su deseo de aprender de los procesos de participación masiva que se ven en América Latina hoy, admitiendo que Podemos tiene un estilo latinoamericano. Ello sin importarle el mote de populista que ese estilo conlleva.

El evento fue una buena radiografía latinoamericana, con algunas implicaciones para España y, consecuentemente, para Europa en general. El “debate” fue tierra fértil para especulaciones posteriores—las comillas porque no fue tal debate, todos estuvieron siempre de acuerdo. Curiosamente, la discusión estuvo centrada en examinar las diferentes “amenazas” que sufren los (mal llamados) progresistas de la región, por parte de la prensa, el capital financiero y el neo golpismo de una supuesta restauración conservadora. El componente conspirativo se ve hasta en el título de los propios paneles, idea que invita a pensar en la existencia de una estrategia concertada. Fernández de Kirchner, por ejemplo, denunció casi simultáneamente haber sido amenazada por el Estado Islámico primero y luego también por el gobierno de EEUU—“si me pasa algo, miren al norte”, dijo sin pestañear.

Hay que destacar la fusión actual entre esta suerte de neo marxismo y las antiguas tradiciones populistas vernáculas. Históricamente, el marxismo latinoamericano despreciaba al populismo. Lo consideraba una forma tardía y periférica de bonapartismo, y por consiguiente funcional a los intereses de la burguesía. A partir de los años sesenta, algunas versiones de la teoría de la dependencia, las más dogmáticas y economicistas, superpusieron el análisis marxista a la narrativa populista. Al plantear que el desarrollo económico nacional—premisa fundamental del populismo—seria inalcanzable dentro del capitalismo, la industrialización sustitutiva y el socialismo pasaron a operar como caras de una misma moneda. La lucha por la liberación nacional implicaba así una lucha por la sociedad sin clases. A la luz de esa interpretación es que debe entenderse la extrema radicalización de la región en esos años.

Aquel relato, desarticulado por la represión de las dictaduras de los setenta y luego por las transiciones de los ochenta, es recreado hoy por la ola bolivariana. El problema es que la ecuación queda sin resolver por la dificultad de caracterizar adecuadamente al populismo latinoamericano; un problema de especificidad histórica. El populismo original del siglo XX fue una fuerza democratizadora, a veces a pesar de sí mismo, que por medio de la expansión de derechos produjo ciudadanía. Es cierto que no se interesaba demasiado por los derechos civiles y constitucionales, que de todas maneras eran por demás frágiles, pero expandió derechos políticos y sociales masivamente.

Los “populistas” del siglo XXI, en contraste, surgidos a posteriori de la democratización de los ochenta y el movimiento de derechos humanos, se encontraron con un constitucionalismo liberal mucho más robusto. Al restringir esa esfera—y, por ejemplo, restringir los derechos de los opositores, los jueces independientes y los periodistas críticos—el llamado “populismo” de este siglo termina siendo profundamente autoritario, produciendo una especie de restauración estalinista. Si ello es así, tal vez convenga usar otro concepto.

La tensión intelectual en juego es el dilema del “mayoritarismo”. La democracia es un sistema que requiere la formación de mayorías, pero que opera sobre normas relativamente permanentes diseñadas para proteger a las minorías. Es esencial al constitucionalismo liberal que las personas tienen derechos fundamentales, y esos derechos están protegidos sólo si el uso del poder público está restringido a priori, o sea, dividido y limitado. Si el populismo original desconfiaba de estos principios, la izquierda bolivariana los combate deliberadamente. Es aquí donde Podemos entra en este esquema político e intelectual, de hecho, por compartirlo. Para ambos, bolivarianos y Podemos, el estado liberal es una argucia de los ricos, el capital financiero y la derecha. No es más que una ideología a desenmascarar.

Intelectualmente, la recreación perpetua y la exaltación romántica del momento plebiscitario original del populismo—siguiendo la noción de democracia radical de Laclau—emparenta a Podemos con los bolivarianos. También emparenta a ambos con Madison, pero en sentido negativo: expresan aquella noción de tiranía de la mayoría que tanto lo atormentaba. Con Laclau como umbral teórico básico, el hecho fundamental de cualquier sistema político mínimamente complejo—que las mayorías son por definición transitorias—permanece oculto. Ese dato solo se puede descubrir con la constitución liberal en la mano, herramienta que reserva derechos y garantías para proteger a las minorías, como quiera que esas minorías se definan, étnicas, religiosas, lingüísticas, o simplemente políticas.

Más aun, en nuestras sociedades crecientemente heterogéneas y diversas en lo económico, normativo y cultural, también es minoría un grupo que, independientemente de su número, sea perjudicado por una asignación desigual de recursos materiales—por ejemplo, los pobres o la fuerza laboral femenina—o por una distribución asimétrica del reconocimiento social—por ejemplo, los homosexuales y los discapacitados. Sin liberalismo, esas identidades se disuelven en un supuesto todo mayoritario, y los derechos de esos grupos terminan inevitablemente sin reconocimiento. Con Laclau como dogma, Milosevic podría haber hecho exactamente lo que hizo, la expresión de la pura voluntad de la mayoría en un excelso ritual plebiscitario.

No deja de ser irónico que un politólogo español devenido en político llegue a América Latina para legitimar el propio vocablo “populismo” y, más aun, para sugerir que adoptará algunos de esos rasgos. Habrá que ver que hace con el término una vez de regreso por Europa, donde ser populista quiere decir ser bastante xenófobo, racista y algo nostálgico del fascismo. Y de regreso también, que dirá Podemos cuando los periodistas—libres e independientes—le pregunten por los arrestos de opositores, la perpetuación en el poder y la persecución de periodistas críticos, entre otros hábitos de sus nuevos aliados internacionales.

O tal vez la etiqueta de populismo le convenga a Podemos para navegar las turbulentas aguas de la política de hoy, marcada por una derecha cada vez más xenófoba y anti-europea, y una sociedad cada vez más insatisfecha en un contexto de deterioro de los partidos políticos como agentes de representación, especialmente los partidos de izquierda. Podemos convertido en partido “atrapa todo” es una posibilidad que no se puede descartar a priori. Sería un saco con perros y gatos igualmente desdichados, pero a rio revuelto, para seguir con la metáfora zoológica, Podemos podría ser el pescador beneficiado.

No sería la primera vez que el anti-liberalismo se cruza de calle—de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, de ida y de vuelta—sin siquiera ruborizarse. La palabra podemos es la conjugación de la primera persona del plural del verbo poder.

Héctor E. Schamis

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