Podemos o la destrucción de la izquierda

En las elecciones europeas de 2014 la noticia fue Podemos. Con un millón doscientos mil votos emergía un nuevo partido en un ecosistema enquistado. Según decían, venía a regenerar nuestro tóxico ambiente político. En aquellas mismas elecciones, por circunstancias que duelen en el recuerdo, UPyD y Cs acudieron por separado. De haberse presentado juntos habrían sumado un millón y medio de votos. La noticia habría sido otra y se habría reajustado el centro gravitacional de nuestro debate político de los últimos años hacia nuestros genuinos problemas. UpyD y Cs también eran nuevos y también habían venido a oxigenar la vida política. Y alguna evidencia había de que iban en serio. Pero dio lo mismo. Podemos era la noticia y, como sucedió con la consolidación del teclado qwerty, de los sistemas de video VHS o de ciertas tarjetas de crédito, una circunstancial ventaja posicional acabó por convertirse en definitiva con independencia de la calidad de la mercancía. La histéresis se impuso y Podemos, cebado por medios y redes sociales, acaparó el escenario.

El recordatorio no responde a la emoción estéril de la melancolía, sino a la necesidad de ponderar el exacto alcance de los destrozos que para la izquierda ha supuesto la desgraciada aparición de Podemos: nunca tan poca cosa pudo causar tanto daño. Y puede que para siempre. Podemos ha venido para rematar a la izquierda.

Podemos o la destrucción de la izquierdaCuando Podemos apareció, algunos con buen dispuesto entendimiento creyeron encontrar los cimientos de la renovación de nuestra izquierda. Dos en particular. El primero, su carácter nacional. Podemos no era una amalgama de organizaciones locales más o menos residuales ni tampoco un partido tributario de alianzas autonómicas que obligaran a orillar los mensajes comunes. El núcleo irradiador era único y hasta central. Si acaso, ofrecía franquicias a cambio de fidelidad a la marca: a la marca Iglesias, como quedó consagrado en las papeletas de voto estampadas con su rostro. La interpretación no se veía desmentida por una retórica populista con frecuentes apelaciones a la patria que llegó a exhibir en Cataluña en los primeros actos públicos, incluso con resonancias lerrouxistas según el uso común –e impropio– del calificativo.

La otra novedad destacada atañía a la composición del grupo fundador. No se trataba de políticos profesionales pendientes del escalafón, sin otro mérito que la disciplina y la paciencia mineral, sino de profesores universitarios. Una garantía, según algunos, que, por lo general, no se demoraban en precisar qué cosa se garantizaba. En todo caso –se asumía– se trataba de alguna buena cosa. En un ecosistema saturado de acusaciones de mediocridad y corrupción, la falta de profesionalidad y de roces con dineros públicos de los dirigentes de Podemos oficiaban como blasones, por más que no hubiera mérito alguno en ello, pues se trataba de un partido nuevo y, por lo mismo, no disponía de cargos ni de prebendas que repartir ni, tampoco, de militancia calentando banquillo en las divisiones inferiores. El mérito del recién llegado.

Pero los sueños, como siempre, acabaron por corromperse. Cuando Podemos empezó a reclutar militantes y cargos por España se encontró que los candidatos mejor situados llevaban muchos años inyectándose diversas dosis de las dos mentiras básicas que el nacionalismo ha impuesto a nuestro paisaje político: España es una idea franquista y el régimen del 78 una prolongación del franquismo. Asumida esa perspectiva, las exigencias nacionalistas resultan la quintaesencia del antifranquismo. Y algo más: el problema es el marco constitucional; precisamente el único patriotismo digno, el de Marx en el Manifiesto: una comunidad de ciudadanos. Los recién llegados podían hacer suya la rancia faramalla patriotera à la Perón, tan falangista, pero siempre pensando en sus naciones identitarias.

Para ordenar ese mobiliario, unos pocos incluso trataron de urdir una conmovedora trama ideológica echando mano de cuerpos doctrinales como el indigenismo o el derecho a la autodeterminación: Cataluña y el País Vasco como los aimara o los saharauis. Esos materiales y la compañía buscada de poderes mediáticos con explícita voluntad desestabilizadora ayudan a entender la delirante noche electoral de diciembre del 2015, cuando Iglesias abre su discurso reclamando el derecho de autodeterminación de Cataluña, esto es, el derecho a desmontar nuestra unidad de decisión y de redistribución. El partido que nació con invocaciones a la igualdad y la democracia (¿qué fue de los círculos? ¿Siguen votando?) en pocos meses se había convertido en el partido nacional más radicalmente comprometido con la defensa de un proyecto objetivamente antiigualitario.

No resultó menos endeble el otro soporte de la renovación: los materiales humanos. Sí, se trataba de profesores universitarios. Pero un tanto singulares. No respondían al perfil propio de su generación. Se parecían a los PNN que hicieron la transición… con 40 años de retraso: fuertemente ideologizados, entrenados más en la asamblea que en la reflexión compartida cribada por pares, ajenos a la producción académica consolidada, propensos al adanismo teórico, a las macrointerpretaciones del mundo hilvanadas con cuatros datos espigados aquí y allá, siempre que cuadren con el guión, con nula experiencia de gestión y escasos conocimientos prácticos. No respondían al perfil de las últimas generaciones universitarias, acompasadas con las reglas de funcionamiento de los circuitos académicos internacionales. Bueno, sí se parecían en algo: en su provisionalidad laboral. Salvo en unos pocos casos, ninguno de los dirigentes de la organización tenía plaza garantizada. La política era, para ellos, una salida profesional. E incluso, en más de una ocasión, dada la endogamia de su particular mundo académico, una salida familiar: un modo de acceder a la clase media para una generación carente de coste de oportunidad, cuyos talentos no tenían precio de mercado.

Lo primero, en el extravagante ecosistema español, convertía a Podemos en el avalista moral del proyecto desintegrador nacionalista. Lo segundo, los aferraba al poder de una manera muy singular: llegaban cargados de palabrería y, si tocaban responsabilidad, tendrían que aprender a gestionar a cargo del presupuesto. Como estudiar cirugía en un quirófano de campaña. No eran elegidos por sus méritos para realizar unas tareas sino que –en el mejor de los casos– las aprendían en el cargo y, casi siempre, corrigiendo los compromisos adquiridos con los votantes: los sustantivos (extranjería, ley mordaza, legislación laboral) y los más domésticos (votos de pobreza, uso de los transportes públicos, barrios obreros, etcétera). Lo que fuera con tal de no desandar biografía ni salario. El moralismo enfático de los incorruptibles no contemplaba las dimisiones, ni de los investigados ni de los definitivamente condenados. Se reducía a los vaqueros y la camisa arremangada. Falange.

Y en eso, cuando ya ni Franco daba más de sí, llegó el salvavidas, eso que, ofendiendo a Marx, se ha dado en llamar «marxismo cultural». Podemos se mudó en Unidas Podemos y la ontología más o menos democrática y de clase de la primera hora dio paso a un batiburrillo nutrido de los residuos del posmodernismo: emociones, identidades, teoría queer, etcétera. Eso sí, con vocación sancionadora: un nuevo oscurantismo moralista decidido a imponer el silencio a quien recordara las debilidades de los argumentos o las desvergüenzas intelectuales. El potingue se blindará con descalificaciones estremecedoras selladas en leyes: racista, homófobo y, recientemente, negacionista. No dirán «tu crítica no se sostiene por esto o por lo otro», sino «me ofende y, por tanto, no puedes opinar». Como si los astrólogos acallaran a los físicos de altas energías. Con el BOE en la mano.

Mucho se ha especulado acerca de poderes aborígenes o extranjeros que supuestamente alimentaron a Podemos al servicio de distintos objetivos. Tengo reservas epistémicas para digerir ese tipo de conjeturas. En todo caso, si unos consideraron que Podemos podía erosionar a la izquierda y otros, desmontar España, no queda más que felicitarlos: acertaron de pleno. Sobre todo, porque los dos objetivos apuntan en la misma dirección: minar la posibilidad de un proyecto igualitario compatible con la eficiencia. Podemos ha sentenciado a la izquierda española.

Es más, hasta puede que se quedasen cortos. Previsiblemente la gestión del fondo de recuperación europea exigirá una gestión de los recursos en donde no le estará concedido al Gobierno ni añadir un adjetivo. Pablo Iglesias, como Tsipras en su día, acatará: su supervivencia –en cualquier sentido de la palabra– está atada a mantenerse en el poder. Él y su tropa. Lo decorará con la mampostería necesaria, que para eso dispone de ministerios palabreros, y basureará de mil maneras el terreno de juego –cada una de las instituciones del Estado– con léxico de asamblea pero desde una institución del Estado. La pirotecnia irracional de la guerra cultural ofrece muchas posibilidades. También de empleo, que no se inquieten ni se peleen quienes están a la espera de su particular cobijo cultural: habrá para todos. A los demás, que Dios nos coja confesados, la nueva izquierda encabezando el retorno a la barbarie. La deriva reaccionaria se muda en deriva oscurantista.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Sobrevivir al naufragio (Página indómita).

1 comentario


  1. Todo el análisis del fenómeno Podemos, Unida Podemos, es muy acertado. La supervivencia, en todos los sentidos del granuja Iglesias Turrion y su tribu, desde luego está ligada al poder, de hecho esa formación política o lo que sea, esta llamada a desaparecer por los sumideros de la historia. El psoe solo ha de encontrar un socio menos cutre y algo más solvente. Los españoles somos duros y estamos preparados para los coletazos de esa bestezuela.

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