Podemos, secesión y populismo

La defensa de un referéndum de independencia en Cataluña por parte de Podemos supone la vuelta a la arena política de una cuestión muy divisiva que ya ha tenido costes importantes para la izquierda y puede acabar dañando al PSOE. La jugada de Pablo Iglesias no ha sido mala: ha potenciado enormemente sus resultados electorales en Cataluña y ha abierto una brecha en la izquierda de la que Podemos es el mayor beneficiario.

Ahora bien, vender al elector un referéndum de independencia es aventurado. No está claro que ni siquiera desde el Gobierno haya fuerza política capaz de cumplir este compromiso electoral. Y, si esta cuestión acabara prendiendo, no habría uno, sino varios referendos de independencia y un proceso de inestabilidad de tal calibre que solo podría acabar con la desaparición de España, con una indeseable confrontación social o con ambas cosas a la vez.

Ante una situación potencialmente tan grave, sorprende la falta de respuesta política a la estrategia de Podemos (y de los grupos coaligados con esta formación). Sorprende, en particular, la vacilación, credulidad y colaboración necesaria de la izquierda española. Una reacción que ya conocíamos de los primeros embates del movimiento secesionista catalán y de la parálisis argumental que su cobertura democrática causó en el PSC y en Iniciativa per Catalunya. La izquierda catalana, bregada en la lucha antifranquista, se quedó muda ante los secesionistas cuando estos contraatacaron tildando de antidemócrata cualquier crítica al derecho a decidir. La izquierda española, tan involucrada como la catalana en la transición a la democracia, no sabe en el fondo qué decir cuando Iglesias sentencia que en materia de secesión debemos dejar que el pueblo catalán hable.

Podemos, secesión y populismoHa llegado la hora de aguantar la mirada a los secesionistas catalanes y a los podemitas, y contestarles que lo que les une es mucho más que su posible alianza táctica por el referéndum de independencia. Por mucho que envuelvan sus propuestas con las formas de la democracia, el denominador común de los defensores del llamado “derecho a decidir” es su indisimulable populismo: la creencia en la capacidad infalible del voto para determinar la voluntad del pueblo; y la convicción de que, una vez determinada, esta voluntad, que refleja lo que el pueblo quiere y, por tanto, es moralmente justa, debe ser política y legalmente impuesta a todos.

Su modelo falla por la base. En general no es cierto que la regla de la mayoría sea capaz de sintetizar de forma coherente la voluntad de una colectividad cuando esta se enfrenta a más de dos alternativas. El marqués de Condorcet, en el siglo XVIII, fue el primero en identificar el problema. Si igualamos el concepto de coherencia a la condición de transitividad (si la alternativa A es preferida a la B, y la B a la C, entonces la A debe ser preferida a la C), y cada votante, en su particular orden de preferencia, respeta dicha condición, no hay garantía alguna de que la regla de la mayoría simple genere un orden agregado que sea transitivo. Es decir, si al mismo colectivo de votantes, cuando se le ofrece la elección entre A y B, elige A; y cuando se le ofrece la elección entre B y C, elige B; puede ocurrir que cuando se le ofrezca la elección entre A y C, elija C.

Si más de dos alternativas dan problemas, pueden rebatir los populistas, limitemos las elecciones a dos alternativas. Reducir la complejidad que ofrece la realidad a una elección binaria es realmente difícil; pero si a pesar de ello tal reducción se lleva a cabo, ¿quién decide qué alternativas ignorar? Quien lo decida puede estar determinando el resultado global de la elección. De que esto es así tenemos evidencia referida a Cataluña. Según una encuesta de Metroscopia para EL PAÍS (20 de julio de 2014), utilizando la doble pregunta de la consulta del 9-N, un 45% de los encuestados se manifestó a favor de la independencia (sí-sí), mientras que un 43% lo hizo en contra (sí-no y no). En cambio, si la opción contraria a la independencia se dividía entre una opción de permanencia de Cataluña en España con más competencias y mayor blindaje de las mismas, y otra opción de permanencia de Cataluña en las condiciones actuales, el porcentaje a favor de la independencia se reducía al 31%, mientras que el porcentaje a favor de la permanencia con más competencias obtenía el 38%, y el apoyo al statu quo, el 19%. Sin la nueva opción, la independencia ganaba (45 a 43). Con la nueva opción, la independencia perdía (31 a 57).

La regla de la mayoría es un instrumento imperfecto para sintetizar la voluntad de la colectividad. Los populistas, conocedores de que en democracia no hay otra regla factible, utilizan esta debilidad a su favor para hacer ganador al proyecto social que propugnan. Lo único que les interesa es poder decir que su propuesta ha sido generada democráticamente, es la voluntad del pueblo y puede, por tanto, ser coactivamente impuesta a los ciudadanos. Presumen del “mandato democrático más potente que nunca ha tenido el país” como hicieron los secesionistas catalanes para promover la resolución de inicio del proceso de independencia del pasado 9 de noviembre.

Es necesario sacarse complejos de encima y reconocer explícitamente los límites de la democracia. La derecha no debería tener mayores dificultades para ello. La izquierda constitucional, en cambio, debe ejercitar su temple para no sentirse derrotada a la primera insinuación de temor a escuchar al pueblo, a la primera acusación de falta de espíritu democrático. Las concesiones sobre la necesidad insoslayable de una consulta a los catalanes para resolver el llamado problema territorial español son gratuitas e incomprensibles. Quien ofrece con carácter general referendos de independencia “a los países de España” está, de hecho, proponiendo una revolución económica, social y política.

Centremos la discusión en la amenaza fundamental —la del populismo de Iglesias y Colau— y repliquemos sus eslóganes con argumentos sustantivos, sin buscar rodeos. La democracia directa no funciona y es incompatible con una sociedad abierta, basada en el imperio de la ley y en la libertad del individuo. El voto no sirve para refrendar proyectos sociales grandiosos, sino para retirar del poder a los gobernantes que han decepcionado a los electores. Y a quienes nos acusen de dar tan pobre y pequeño papel a la democracia, recordémosles que los países que han jugado con la democracia directa han acabado eliminando libertades individuales, causando dolor y miseria, y destruyendo los fundamentos de su sistema económico. Por el contrario, los que con más modestia se han abstenido de formular arcadias sociales, y limitado la práctica democrática al control de sus gobiernos, han conseguido respeto y tolerancia para con la diversidad, altas cotas de libertad individual, economías dinámicas y prósperas y un reparto razonable del bienestar.

Antoni Zabalza es profesor de Economía y fue secretario de Estado de Hacienda.

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