¿Podemos ser periodistas?

Hay un malentendido con respecto al periodismo parecido a aquel que tanta gracia le hizo a Mark Twain con respecto a la noticia prematura de su propia muerte. El periodismo no está en crisis, está en crisis la industria que lo hace posible. Periodismo es, aún, lo que dijo Eugenio Scalfari, el fundador de La Repubblica de Roma, en una frase ante estudiantes españoles en la Escuela de EL PAÍS: “Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”.

Y eso, decirle a la gente lo que pasa, se puede hacer en papel, en tableta o en escafandra; la crisis de la industria va por un lado; nos afecta, claro, pero el sendero actual reclama volver al antiguo camino que marcaba el maestro italiano, quien, por cierto, veinte años más tarde, hace nada, dijo esto otro: “El periodismo es un oficio cruel”. Pero esa, como la crisis de la industria, es otra historia.

Aunque caigan tormentas el periodismo es el oficio que fue y será lo que nos empeñemos en que sea. Habrá quienes se empeñen en empequeñecerlo, en convertirlo en tabla para retuitear sus egos, y habrá también quienes se ocupen de lo que le pasa a la calle para traerlo al papel o al millón de soportes que ahora están disponibles. Para hacer periodismo se necesita nobleza, como decía otro maestro, Kapuscinski; las malas personas, explicaba el polaco, no deben ser periodistas, porque “los cínicos no sirven para este oficio”.

Y lo que estamos haciendo es lo contrario de lo que nos aconsejaron esos dos expertos. Los gritos de las tertulias y de las columnas se aderezan con descalificaciones insustanciadas sobre la conducta de las personas, las empresas o los personajes, con el objetivo tan solo de alcanzar audiencia en el momento y de obtenerla luego, masivamente, en el retuiteo. La pedantería de los autosuficientes campa como un instrumento de cultura falsa en muchas apariciones periodísticas; para ganar audiencia en las teles se anuncian “novedades extraordinarias” que suelen sumergirse en el olvido de lo consabido, y la agresividad se ha alimentado como una fórmula sin la cual parece que a la sal del periodismo le falta pimienta. El sosiego se ha hecho cada vez más una especie única que la gente no reclama porque nos hemos acostumbrado a la alharaca. El espectáculo manda.

El precipitado de todo ello no es sólo el descrédito del periodismo, que afecta a todo el oficio, porque esta es la sociedad que inventó la expresión “todos son iguales” no sólo para los políticos, sino la creciente imposibilidad de proponer supuestos de sentido común para que el periodista se sienta servidor del lector, del televidente o del que escucha la radio, y no servidor de su propia ideología, de sus convicciones o de su rabia personal contra este, aquel o todos aquellos que no comulgan con su manera de entender la vida.

En una situación así, ¿podemos seguir siendo periodistas? Por supuesto, eso es lo que somos, no sabemos hacer otra cosa, y es muy digno lo que hacemos: imagínense, decirle a la gente lo que le pasa a la gente, y hacerlo además desde la nobleza de escuchar a los otros para decir lo que dicen y no lo que a nosotros nos dé la gana.

Hacerlo sin mezclar nuestras apreciaciones (de lo que vemos) con el cinismo que todos llevamos dentro. Siendo tan nobles como para explicar que no podemos hablar de una compañía eléctrica porque ésta nos invitó a Brasil a ver un partido de fútbol, o para explicar, por ejemplo, por qué aceptamos esa invitación, aquel cuadro, esta botella de ron, o las amables invitaciones a ser uno de los que se sientan en el mismo lado de la mesa de los que invitan.

Es un momento delicado para el oficio, cuando lo que se grita es más que lo que se dice, y eso distorsiona el mensaje. Y donde el lugar común, la banalidad, llena la boca de los comunicantes (periodistas, políticos, políticos que parecen periodistas, periodistas que parecen políticos) de frases hechas que la gente aplaude aunque el vacío las llene.

Sucede ahora, en el periodismo, pero también en la expresión pública de la política, que se construyen grandes prestigios igual que se los ganaba aquel jardinero despistado de la película Bienvenido, Mr Chance; el servidor afectado que sólo conocía de plantas y de televisión se vio en la calle, tras la muerte del dueño del jardín que atendía, y se hizo una fortuna, política también, diciendo tópicos sobre el cuidado de las plantas que podían aplicarse a la gestión de los recursos públicos. De esa manera, regar las plantas convenía para que no se secaran, y eso constituía una metáfora imbatible en el lenguaje político del momento, o era conveniente resguardarse cuando caía un chaparrón. Esa recomendación podía salvar al presidente de los Estados Unidos de cometer errores garrafales, y eso hizo que el jardinero ignorante se convirtiera en su principal asesor. Ahora escuchamos frases así en las bocas de los periodistas disfrazados y de los políticos disfrazados y escuchamos cómo levantan de sus asientos a los que se sienten conmovidos por tremendas majaderías.

Ésa es la crisis que vivimos; hablamos de la otra porque existe y es grave; pero ya va siendo hora también de que dejemos de mirarnos al espejo sin sentir que el lector, el oyente, el televidente no nos quita ojo hasta que se canse del todo de prestarnos su ojo.

Juan Cruz

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