Podemos vivir juntos

Escribo estas líneas en mi calidad de Mensajero de la Paz de Naciones Unidas y sin olvidar en ningún momento que tengo en mi posesión dos pasaportes: uno israelí y otro palestino. Escribo estas líneas con el corazón apesadumbrado, porque he visto que los sucesos de las últimas semanas en Gaza han confirmado algo de lo que siempre he estado convencido: que no es posible poner fin al conflicto palestino-israelí mediante una solución militar. Este no es un conflicto político, sino que es un conflicto humano, entre dos pueblos, cada uno de los cuales está profundamente convencido, con una firmeza aparentemente irreconciliable, de que tiene derecho a poseer el mismo y pequeño trozo de tierra, mientras que el otro pueblo no.

El hecho de que siempre se haya pasado por alto este aspecto es la razón por la que todas las negociaciones, todos los intentos que se han llevado a cabo hasta la fecha de buscar un acuerdo que termine con el conflicto, han fracasado. En lugar de reconocer que esa es la verdadera naturaleza del enfrentamiento y tratar de buscar el remedio correspondiente, todas las partes han querido buscar soluciones rápidas y sencillas. Por desgracia, como ocurre con todos los temas importantes, no existen atajos que nos permitan resolver este problema a toda velocidad. Los atajos solo sirven de algo cuando conocemos el terreno a través del que estamos cortando, y en este caso no hay nadie que lo conozca, porque la esencia fundamental del conflicto sigue siendo una materia desconocida e inexplorada.

Siento una comprensión inmensa cuando pienso en el miedo que atenaza hoy a mis compatriotas israelíes: el ruido constante de los cohetes lanzados contra ellos, el temor que inspira saber que uno mismo o alguien a quien conocemos puede resultar herido. Pero también tengo una profunda compasión por la angustiosa situación de mis compatriotas palestinos en Gaza, que viven inmersos en el terror y tienen que llorar a diario a todas esas víctimas y sufrir esa desolación. Después de tantos decenios de destrucción y muerte en ambos bandos, el conflicto ha alcanzado ahora un grado de espanto y desesperación que era imposible de imaginar. Por eso me atrevo a sugerir que tal vez este sea el momento de buscar una solución verdadera y genuina al problema. El alto el fuego es indispensable, sin la menor duda, pero no es, ni mucho menos, suficiente. La única forma de acabar con esta tragedia, la única manera de evitar más muertes y más horror, es aprovechar precisamente que nos encontramos en una situación desesperada para obligar a todas las partes a que se sienten a hablar. No tiene sentido que Israel se niegue a negociar con Hamás ni que rehúse reconocer al Gobierno de unidad; no, Israel debe escuchar a los palestinos que están en disposición de hablar con una sola voz unida.

La primera resolución que habrá que alcanzar es un acuerdo conjunto por el que se reconozca el hecho de que no existe una solución militar. Solo entonces podremos empezar a discutir la forma de garantizar tanto la justicia que desde hace tanto tiempo, y con razón, demandan los palestinos, como la seguridad que, también con razón, exige Israel. Los palestinos sentimos que tenemos la necesidad de obtener por fin una solución legítima. Nuestra aspiración fundamental es que se nos trate con justicia y se nos reconozcan los derechos que se reconocen a cualquier pueblo de la tierra: autonomía, autodeterminación, libertad y todo lo que ello entraña. Los israelíes necesitamos que se acepte que tenemos derecho a habitar en el mismo trozo de tierra que los palestinos. Cómo dividir ese territorio es algo de lo que solo podrá hablarse cuando las dos partes hayan reconocido y comprendido que podemos vivir juntos, unos al lado de otros, pero, sobre todo, sin darnos la espalda.

Esta reconciliación tan necesaria tiene que basarse en un sentimiento mutuo de empatía o, si lo prefieren, de compasión. La compasión, en mi opinión, no es meramente un sentimiento que surge de la capacidad psicológica de entender las necesidades de una persona, sino que es una obligación moral. Tratar de comprender los problemas del que tenemos enfrente es lo único que nos permitirá dar el paso necesario para aproximarnos. Como decía Schopenhauer, “no hay nada que nos devuelva a la senda de la justicia con tanta rapidez como la imagen mental de las dificultades, la aflicción y los lamentos del perdedor”. En este conflicto, todos somos perdedores. Solo seremos capaces de superar esta triste situación si, de una vez por todas, empezamos a aceptar el sufrimiento y los derechos de la otra parte. Una vez que seamos conscientes de ellos podremos intentar construir un futuro juntos.

Daniel Barenboim es pianista y director de orquesta. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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