Poder absoluto

Una de las mejores películas de Clint Eastwood, Poder absoluto (1997), nos presenta un caso límite, pero verosímil, el de un presidente de los EEUU responsable de un homicidio que trata por todos los medios a su alcance de librarse de que se le aplique la ley común y de las complicaciones políticas que se le plantearían, y lo hace usando de sus muchos poderes, que nadie discutiría en abstracto, pero violando las leyes comunes que él debiera respetar con tanto o más rigor que los demás ciudadanos. Como sabe todo buen cinéfilo, todo le sale mal y se acaba suicidando; lo interesante es que quien desencadena el proceso que le impide consumar sus abusos es un delincuente, un amigo de la propiedad ajena pero muy cuidadoso con los derechos en que se funda la libertad de todos.

El mensaje que lanza el muy republicano Clint Eastwood es que cualquier poder absoluto, sin límite, es un peligro público, una pretensión que quien crea en la libertad política debe combatir sin el menor temor, porque ninguna democracia es compatible con poderes ilimitados. Estos días se han oído en el Congreso cosas preocupantes, pero la más grave es, a mi juicio, que se incurra en el error de afirmar que el Congreso es soberano, que su mayoría tiene poder absoluto. Pero la soberanía no reside en el Congreso, sino en el pueblo que la delega en las Cortes, en el Poder Judicial, en el Gobierno y en el Tribunal Constituciona quien debe velar, con argumentos jurídicos y no políticos, por la interpretación correcta de la Constitución cuando se pueda dar un conflicto entre los poderes o entre ciudadanos singulares y esos poderes mismos, es decir que no puede haber ningún poder absoluto.

Fruto de esa confusión, de tratar de ejercer un poder que no tiene, el Congreso ha protagonizado esta semana un enfrentamiento más bélico que parlamentario del que hay que confiar se salga cuanto antes, porque en ninguna parte está escrito que el orden constitucional haya de preservarse rompiendo la concordia o pueda reducirse a ninguna especie de partidismo. Quienes hayan actuado de ese modo debieran salir de su burbuja y mirar si aquello que discuten con tanta pasión coincide con las preocupaciones básicas de los ciudadanos que se esfuerzan por salir adelante, pagar sus impuestos y obedecer, con gusto o muy a su pesar, lo que mandan las leyes. Si los diputados solo se realimentan del enredo que producen, si solo se escuchan a sí mismos merecen el reproche que Wittgenstein hizo a quienes pretendieran comprobar la verdad de una noticia consultando distintos ejemplares del mismo periódico.

Es claro que están en juego asuntos que afectan al espíritu y a la letra de la Constitución de 1978, pero más claro es, todavía, que esas cuestiones no pueden discutirse a base de improperios y que su desenlace no puede reservarse en exclusiva a la voluntad de quienes proponen los cambios que alteran el sistema político vigente, para los que están previstos procedimientos más garantistas que una mayoría parlamentaria. Quienes sostienen lo contrario pueden ser tenidos por franquistas en un sentido distinto, pero no menos hondo, que el que se atribuye al energúmeno que ocupe la calle para agitar bastones o banderas con motivo de algún lejano aniversario, y lo son porque pretenden dar por bueno que el único poder legítimo es el del ejecutivo que ha ganado unas elecciones (como quien gana una guerra) y que quien discrepe es un fascista.

Lo mejor que podría pasarnos es que se supiese aprovechar este mal trago para desterrar la pésima costumbre de que el poder legislativo esté férreamente controlado por el partido del candidato que consigue la investidura, que no haya otro poder efectivo que el de los partidos políticos que acaban por ser, más que órganos de participación, una especie de excrecencias del ejecutivo, la que lo posee y las de los que aspiran a poseerlo.Muchos insisten en que el poder está en manos de los partidos, un juicio que merece matiz, aunque solo sea porque hemos podido ver como el presidente de un partido ha sido defenestrado en veinticuatro horas por la oposición de un dirigente regional con mucho presupuesto público a su disposición: es el poder de los Gobiernos quien tiene medios para deshacerse de cualesquiera límites legales, políticos o morales y hay que evitarlo, aunque pretenda disfrazarlo de victoria legítima en el legislativo al que controla como un cazador a sus lebreles.

El cese radical del ninguneo irresponsable al que los dos grandes partidos han sometido al Parlamento y, con ello, a órganos como el Consejo del Poder Judicial o el mismo Tribunal Constitucional, es una propuesta que debiera estar en el programa de un partido que crea en serio en la democracia liberal y en la distinción de poderes, y que no solo se acuerde de esos ideales cuando el ejecutivo haya caído en otras manos.Si fuesen sinceras y consecuentes las quejas que ahora mismo expresa la oposición contra el intento del Gobierno de modificar, de modo imprevisto y más que muy discutible, el Código Penal o la composición del Tribunal Constitucional para evitarse posibles malos tragos, debieran proponer en sus programas el reforzamiento de la independencia de los poderes constitucionales y una regulación de los propios partidos, lo que supondrá, sin duda un fortalecimiento de la Constitución que es seguro que obtendría el beneplácito de muchísimos electores.

Dicha propuesta debiera venir acompañada de un voluntad sincera de modificar el funcionamiento de los partidos que ahora mismo está muy lejos de respetar los mandatos que la Constitución dispone respecto a ellos, de forma que pueden no parecer muy creíbles las protestas de amor y defensa de la Constitución cuando la vida política se organiza de facto de manera muy disconforme con el modelo de una democracia liberal, una partitocracia que debiera ser repugnante para los partidos del centro derecha.

Los partidos de izquierda son partidos que viven, sobre todo, de promover una continuada politización de la existencia, una ampliación de sus objetivos políticos a partir de las quejas de determinados colectivos y de esa difusa convicción de que lo que proponen se confunde con el progreso, pero los partidos de corte liberal-conservador se equivocan cuando pretenden vivir de la oposición a esa propuesta, de la mera defensa del orden establecido, cuando, de hecho, se comportan también como partidos leninistas. En su pecado llevan la penitencia porque han perdido muy buena parte del atractivo que tuvieron cuando sabían proponer proyectos sugestivos de cambio y de reforma.

Ahora que corren riesgo instituciones básicas de la democracia, es necesario hacer pedagogía y no simple oposición, tener un programa claro de fortalecimiento constitucional y saberlo defender con buenas explicaciones. Como escribió Wittgenstein, «Uno debe de colocarse del lado del error y llevarlo hacia la verdad. Esto es: debe descubrirse el origen del error pues, de lo contrario, el oír la verdad no sirve de nada. La verdad no puede penetrar cuando otra cosa ha ocupado su lugar. Para convencer a alguien de la verdad, no es suficiente constatar la verdad; más bien uno tiene que encontrar el camino del error a la verdad».

Los partidos que tratan de reformar por la puerta de atrás la Constitución Española tienen el respaldo de una doctrina y numerosos votantes. No es sensato ignorar ese poder ni tratar de reducirlo a base de improperios, amenazas o machadas, por muy indignantes que puedan parecer ciertas pretensiones de esa alianza entre independentistas y la izquierda populista que sostiene al Gobierno. Hay que preguntarse por las causas de que ese tipo de propuestas hayan podido encontrar un apoyo tan amplio y no desechar ningún factor ni reducirlo todo a los efectos de las crisis del tipo que fueren, una explicación que suele servir para hurtar análisis más finos, más exigentes y comprometidos.

Es de esperar que el mero intento de poseer un poder absoluto con que desafiar y burlar el fundamento de su poder legítimo pero no ilimitado, que es la indisoluble unidad de la Nación española en que se funda la Constitución, les haga sospechosos y obtenga un castigo electoral, pero no se logrará nada si no se ofrece ante los electores una alternativa consistente, coherente y atractiva, capaz de movilizar a una mayoría que defienda las libertades y la limitación de poderes y que se comporte conforme a los principios en los que dice creer. Una propuesta de este tipo requiere la mejor pedagogía que es la que nace de la ejemplaridad, un camino de profundas reformas y asunción de pasados errores que el centro derecha debiera acometer cuanto antes, sin excusas y con determinación.

José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es 'La virtud de la política'.

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