Poder judicial 'en funciones'

Confienso que me siento identificado con la iniciativa legislativa, procedente de los grupos parlamentarios que forman parte del Gobierno de España, destinada a modificar las funciones del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en el sentido de suprimir sus atribuciones a la hora de efectuar nombramientos discrecionales. Aclaro al lector lego en estos achaques que tales nombramientos discrecionales son, básicamente, los que se refieren a los de magistrados del Tribunal Supremo y presidentes de sus Salas, a los del Tribunal Constitucional así como a los de presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales. Estamos hablando de la élite judicial.

Poder judicial 'en funciones'La lástima, lo que me aflige, es que la supresión de tal competencia se contraiga a la época en que el CGPJ se halle en funciones, es decir, tan solo cuando se haya superado el plazo máximo de mandato de sus miembros y no se pueda lograr un acuerdo para su debida renovación. Se desaprovecha así una ocasión pues estamos en el momento propicio para tomar carrerilla –ya que hemos iniciado el despegue– y suprimir sin más esos nombramientos discrecionales, no para esos periodos transitorios, sino para siempre. Para la eterna eternidad.

Porque, si queremos respetar de verdad la independencia judicial, un valor constitucional, la regla es clara: nunca más el nombramiento de un magistrado del Tribunal Supremo debe ser el fruto de un enredo o intriga entre los vocales del CGPJ, que es –sépase– un enredo o intriga entre algunas asociaciones de jueces deseosas de colocar a sus afiliados o allegados. Una humillación que ningún juez se merece.

Al Tribunal Supremo y al resto de la élite judicial se debe llegar por concurso de méritos: canas, trabajo realizado a lo largo de una vida dedicada a la judicatura, esfuerzos concurrentes como tesis doctoral o publicaciones, expediente libre de sanciones y poco más. Resuelto el concurso conforme a una puntuación objetiva, quien no esté de acuerdo con su resultado tiene expedito el camino para acudir a los jueces de lo contencioso-administrativo y discutir ante ellos los criterios aplicados.

Así es cómo se asciende a todos los jueces y magistrados que no pertenecen a la élite judicial y no hay razón para que las reglas objetivas se quiebren cuando de llegar a dicha élite se trata. Es justamente cuando más deberían respetarse. Como se ve, lo que expongo es un procedimiento muy sencillo que no pretende descubrir el lago del Retiro.

Para completar esta primera floración de la independencia judicial, se impone abolir las puertas giratorias entre la magistratura y la política, esos vanos por los que un juez pasa del Tribunal Supremo a una poltrona ministerial y, desde ella, vuelve a vestir toga y puñetas con total impunidad, después de haber protagonizado, sin despeinarse, un salto acrobático. Para poner un ejemplo o verbigracia que todo el mundo entiende: piense el lector que, en el actual Gobierno de España, hay tres ministros que mañana pueden estar dictando sentencias – es decir, decidiendo sobre nuestra libertad o sobre nuestro patrimonio– en los órganos judiciales de los que proceden como si no hubieran perdido la virginidad en el tráfico político.

Con estos dos ingredientes que acabo de citar estaríamos limpiando la imagen de la Justicia de los desconchones que la afean y la desacreditan.

La tristeza para quienes –como es mi caso y el de algunos colegas– clamamos en el desierto intentando enderezar las sendas de la Justicia es grande porque no existe un partido político que esté dispuesto a ir a la raíz del problema defendiendo estas sencillas reformas que acabo de exponer. Y, para completar el panorama, están los medios de comunicación y las tertulias políticas disparando invariablemente con sus comentarios a objetivos equivocados.

¿En qué están esos partidos políticos y en qué están los protagonistas del debate ante la opinión pública? Pues en la eterna discusión de si a los vocales del CGPJ los deben nombrar los galgos de las asociaciones judiciales o los podencos de los partidos políticos.

Espero que, a estas alturas de mi argumentación, sepamos ya que el nudo de la cuestión no es ese debate artificial sino que los vocales del CGPJ no puedan hacer nombramientos discrecionales. Tan solo nombramientos reglados basados en concursos de méritos y baremos objetivos.

Si esto se consigue, todo el ruido que a diario nos aturde, gracias –insisto– a las formaciones políticas y a la mayoría de los medios de comunicación, se disuelve porque ya carecería de tensión la composición del CGPJ al haber perdido sus vocales unas facultades discrecionales que les permiten apoyar amigos y relegar a quienes no lo son a la hora de los ascensos y las sinecuras en función de sus compromisos o los de las asociaciones judiciales.

Dicho esto, no me olvido de insistir en que el CGPJ es una pieza fallida de nuestra Constitución. Concebido con la mejor intención, pronto quedó atrapado por los intereses enmarcados en las siglas de los partidos gobernantes más el auxilio, siempre generoso y altruista, de los nacionalistas catalanes y vascos. Ahora, algunos de los nuevos partidos también reclaman su presencia.

Se preguntará el lector que no tiene la obligación de estar pendiente de estas cuestiones: ¿a qué se debe el actual retraso en la renovación del CGPJ? Pues al hecho de que quienes han de llegar a un acuerdo son los grupos parlamentarios que se reparten los puestos en función de sus conveniencias partidistas. Cuando hablo de los grupos estoy empleando probablemente una figura retórica que creo se llama sinécdoque porque el tal grupo es en puridad un par de personas. Que son quienes deciden qué jueces o juristas van a ocupar asiento en ese CGPJ, jueces o juristas que luego van a disponer de la pócima mágica de los nombramientos discrecionales, sin ataduras molestas a las reglas objetivas de promoción y ascenso.

Se trata  de lo más cercano a un cambalache que, según observamos, es además de larga duración. Como está trufado por los intereses políticos, contemplados a corto plazo, no es extraño que avancen o se interrumpan según imponen los acontecimientos: hoy es un debate en el Parlamento, mañana son las elecciones en una Comunidad Autónoma, pasado es un escándalo salpicado por denuestos, insultos o descalificaciones. Los méritos de los candidatos a vocales son expulsados del discurso para alojar en él la proximidad política o la inclinación que muestre el candidato a someterse a las indicaciones del mando.

El resultado es la comedia de enredo que estamos viviendo. Como consecuencia de esta ley que ahora se aprueba se suspenden temporalmente los nombramientos en la élite judicial. Es decir que hasta que el PSOE y el PP –en puridad, repito, dos o tres personas– no se pongan de acuerdo será imposible nombrar a un magistrado para la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo o al presidente de la Audiencia de Segovia. ¿Alguien concibe un despropósito de mayor envergadura?

Claro que todo se puede empeorar. Así ocurriría si se atendiera la propuesta de Unidas Podemos consistente en seleccionar a los vocales del CGPJ en elecciones por sufragio universal. Un sistema que recuerda algo al disparatado que rigió la composición del Tribunal de Garantías Constitucionales de la II República. Cuando se celebraron las elecciones de sus vocales regionales, a mediados de 1933, se hizo patente el castigo que sufrían los partidos de la mayoría gubernamental (azañistas más socialistas) y, además, la definitiva división en este bloque gubernamental. La caída de Azaña fue inmediata y después la llegada de los gobiernos conservadores.

¿No estamos ante muestras de la «democracia morbosa» –o sea enferma– que tanto dolía a Ortega?

Francisco Sosa Wagner es catedrático universitario y autor del libro La independencia del juez: ¿una fábula? (La Esfera de los Libros, 2016).

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