Poder Judicial y codicia

El bochornoso incumplimiento del plazo previsto para la renovación del órgano de gobierno de jueces y magistrados ha desembocado en una nueva reforma. La Ley Orgánica 4/2021, de 29 de marzo, de reciente entrada en vigor, ha dispuesto que desde el momento mismo en que haya vencido el mandato de cinco años de los vocales del Consejo sin que su renovación se haya hecho efectiva, el Consejo ‘saliente’ queda privado del ejercicio de la función más relevante y trascendental que tiene encomendada. Así de contundente. De manera que en tanto no se haga efectiva su renovación, deja de poder proponer el nombramiento de nuevos magistrados del Tribunal Supremo, de presidentes de los órganos judiciales colegiados (presidentes de las Salas del TS, de la AN, de los TSJ, de las Audiencias) y, asimismo, el de dos jueces constitucionales.

La medida resulta, al menos a primera vista, chocante. La mayoría parlamentaria que ha sacado adelante la reforma ‘castiga’ al Consejo por no estar renovado, a pesar de que la no renovación se debe a su incapacidad de llegar a un acuerdo con los demás grupos parlamentarios para hacerla efectiva. Pero, más allá de semejante despropósito, la medida adoptada tiene una gran virtud, la de poner bien a las claras, aunque lo sea una vez más, que esa función del Consejo que queda suspendida es la causa principal de la lucha política por nombrar a unos u otros vocales. Y es que importa mucho quiénes sean los vocales del Consejo porque a ellos les corresponde designar a los magistrados que componen la ‘cúpula’ judicial. Aunque también se les atribuyen otras funciones y potestades (la disciplinaria de jueces y magistrados, la de velar por la efectiva independencia en el ejercicio de su función jurisdiccional, la de emitir informes sobre determinados proyectos de ley, la de organizar cursos de formación, etc.), fácilmente se comprende que lo sustancial y decisivo es la designación de los magistrados llamados a enjuiciar en última instancia las decisiones del Gobierno y de la Administración -e, incluso, del propio Consejo- y los asuntos que más les pueden afectar. Tanto es así que no resulta arriesgado afirmar que la disputa y enfrentamiento de los partidos políticos por los nombramientos de los vocales del Consejo cesaría, o al menos se atenuaría considerablemente, si a los mismos dejase de corresponderles el ejercicio de esa competencia.

Sin embargo, no es preciso ir tan lejos. Privar al Consejo de tal competencia, para asignarla a otros poderes del Estado, aunque no sea una opción teóricamente descartable, al punto que hemos llegado resulta absolutamente inviable. Pero es que, además, a poco que se afine en el análisis, el problema no radica sólo en quién elige a los altos cargos judiciales, sino, sobre todo, en el hecho de que los requisitos y criterios legales previstos para la designación permiten tan amplios márgenes de apreciación y decisión que prácticamente equivalen a que el Consejo decida con plena discrecionalidad. Una discrecionalidad que, como es natural, reclama más que nunca manos virtuosas que la administren.

Si lo que encubre la disputa sobre la elección de los miembros del Consejo es la pretensión de poder influir, directa o indirectamente, en el ejercicio de la competencia más trascendental que se les atribuye -la que verdaderamente concita el interés de los partidos y alimenta el conflicto-, resulta lógico que se haya decidido suspender ese ejercicio. Ante una renovación encallada, dada la imposibilidad de alcanzar el ‘quorum’ de tres quintos del Congreso y del Senado necesario para la elección de los nuevos vocales, mientras que, a la vez, los actuales vocales siguen en el ejercicio pleno de sus funciones -lo que, sin duda, favorece a la actual minoría, que es la que en su momento mayor influencia tuvo en su designación-, no se ha dudado en aplicar esa tosca lógica del ‘ni para ti, ni para mí’, a fin de ganar tiempo y esperar a que la correlación de fuerzas cambie y el control del Consejo pueda pasar a ser mío. De manera que no hay renovación, pero tampoco habrá, en tanto no la haya, nuevos nombramientos. No otra es la explicación de tan singular medida legal.

Lo dicho queda ratificado por el hecho de que nuestros representantes políticos -e, incluso, las asociaciones judiciales-, no muestran especial interés en poner coto a esas ‘libres designaciones’. Ignoro cuáles puedan ser los motivos, aunque no cabe descartar que consideren preferible no cerrar la puerta y, por tanto, no perder la oportunidad de seguir influyendo. Desde luego, bien saben que restringiendo los amplísimos márgenes de decisión del Consejo en el ejercicio de la competencia de nombramientos, la pugna política por controlarlo perdería relevancia e interés. Ni con la elección parlamentaria de los vocales, ni con la elección corporativa, ni con cualesquiera otros posibles sistemas mixtos, esa pugna desaparecerá. Y es que en la medida que las designaciones sigan gozando de tan amplios márgenes decisorios, el control judicial de las mismas, por muchos que sean los esfuerzos de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, no servirá para que la politización del Consejo cese.

La corrección del sistema de designaciones debería ser la línea de actuación prioritaria, y no sólo por las benéficas consecuencias que ello depararía para el propio gobierno judicial, sino porque, además, lo reclama la propia Constitución. Los altos cargos judiciales no dejan de ser cargos funcionariales, al servicio de la garantía plena de la observancia de la ley y el Derecho. No son cargos políticos, ni representativos de la voluntad popular. Y por no serlo, en lo que atañe al acceso a los mismos, quedan sujetos a las exigencias de igualdad, capacidad y mérito. De manera que no debería admitirse una ‘libertad’ de designación de los mismos tan amplia como la actual. Aunque pueda parecer paradójico, la intervención de la ley, fijando condiciones y requisitos y recortando, por tanto, el poder del Consejo -sea éste del corte que sea, por razón de la elección de sus vocales-, no supondría, por lo demás, atentado alguno contra la independencia judicial. Todo lo contrario. Justamente es el silencio de la ley y, a resultas del mismo, la libertad de decisión que se otorga al órgano de gobierno judicial, lo que determina que el Consejo sea presa tan codiciada.

Germán Fernández Farreres es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid.

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