Poder político y medios privados

La semana pasada (véase La Vanguardia del 24 de enero) poníamos en duda la utilidad de los medios audiovisuales de carácter público para una información objetiva y para el libre debate de las ideas, elementos ambos imprescindibles en una democracia. Razonábamos que no parecía convincente la existencia de medios públicos en radio y televisión, financiados con impuestos de los ciudadanos y en una dudosa libre competencia con las emisoras privadas, cuando se venía demostrando que estos medios no suelen ser otra cosa que meros instrumentos al servicio del gobierno de turno. Ahora bien, tampoco los medios de comunicación audiovisuales de carácter privado están exentos de coacciones políticas ilegítimas. Veamos.

Hoy en día, los grupos empresariales de comunicación abarcan los tres grandes sectores mediáticos, prensa, radio y televisión, además grupos editoriales y, hoy en día, los productos que sirve internet, en especial los diarios digitales.

Esta concentración no es mala en sí ya que, en la actualidad, la buena información necesita grupos económicamente poderosos. Sin embargo, es evidente que estos grupos mediáticos tienen mucho poder ya que ejercen una gran influencia. Por tanto, hay que tomar medidas para garantizar su independencia.

La independencia tiene una doble vertiente: por un lado, independencia de los poderes públicos y, por otro, de los poderes económicos privados. Dos son los principales medios a través de los cuales los poderes públicos influyen en los medios privados de comunicación.

En primer lugar, a través de las autorizaciones administrativas para la apertura de nuevas emisoras o de la utilización de las ondas para radio y televisión. Los continuos cambios técnicos hacen que las empresas privadas siempre estén pendientes de nuevas concesiones por parte de la Administración. La utilización que las autoridades políticas han hecho de este poder ha tenido siempre - gobierne quien gobierne- un marcado carácter político. Pensemos en concesiones televisivas recientes. Pero podemos ir más atrás, tanto en el ámbito del Estado como de las comunidades autónomas. Los medios privados con intereses en prensa, radio y televisión deben comportarse debidamente a menos de ser penalizados por el poder político en el momento de obtener una nueva autorización administrativa.

En segundo lugar, el poder político subvenciona directamente a los grupos privados de comunicación mediante la aplicación de reglamentos administrativos que, en muchos casos, ofrecen al poder una amplísima discrecionalidad, mediante la cual premia a los sumisos y castiga a los críticos. Pero también existen las subvenciones indirectas o encubiertas mediante la llamada publicidad institucional - en la mayoría de los casos simple propaganda política- de las distintas administraciones, especialmente intensa en los periodos preelectorales. Otorgar más páginas de publicidad, o más spots radiofónicos o televisivos, a un medio u otro, es la manera de ejercer un control democráticamente indebido por parte de los poderes públicos a los grupos mediáticos.

¿Cómo puede solucionarse el problema?

Obviamente no es fácil, aunque no resultaría difícil mejorar la presente situación. Para ello habría que constituir unos consejos reguladores independientes de los poderes públicos con poderes para autorizar las concesiones administrativas. La cuestión, como es obvio, es quién nombra a los componentes de estos consejos: ahí está el meollo de la cuestión y ninguna solución es perfecta.

Probablemente lo más coherente sería que fueran designados por los parlamentos pero que no reprodujeran la correlación de fuerzas existentes en sus bancos. Pluralidad no es representación. Pues bien, podrían ser plurales pero no representativos de la fuerza parlamentaria de cada partido. Para ello, quizás una solución sería que los grupos parlamentarios, sea cual fuere su fuerza numérica, designaran a un miembro del consejo entre personas profesionalmente reconocidas y con talante independiente por periodos que no coincidieran con las legislaturas, renovables por tercios y aprobados por mayorías cualificadas. La función de estos consejos reguladores sería otorgar todo tipo de autorizaciones y concesiones con la máxima independencia, así como aplicar el reparto de la publicidad institucional conforme a una regulación estricta de la misma. Las subvenciones, quizás ahora justificadas por la competencia desleal de los medios públicos, deberían desaparecer tras haberse suprimido estos medios del campo de la televisión comercial y convencional.

Sean estas u otras la soluciones, el problema actual es grave. La democracia no son sólo elecciones, es también debate libre, plural y razonado para que los ciudadanos puedan formarse un criterio propio y así votar de acuerdo con sus ideas e intereses. Sin opinión pública libre no hay instituciones políticas democráticas. Pero el libre juego entre empresas privadas de comunicación tampoco garantiza una opinión pública libre. Por su decisiva función democrática, estas empresas y la competencia entre las mismas deberían estar sometidas a reglas. Otro día seguiremos con el tema.

Francess de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.