Poder sin propósito

Durante más de dos décadas, agosto ha sido el mes más cruel para los líderes rusos. El golpe de agosto de 1991 derivó en el alejamiento del presidente Mijail Gorbachov y el fin de la Unión Soviética. El incumplimiento del pago de la deuda y el colapso del rublo en agosto de 1998 causaron estragos a las reformas de mercado libre del presidente Boris Yeltsin y resultaron en el alejamiento de su primer ministro, Sergei Kiriyenko.

Al agosto siguiente, un Yeltsin enfermo y débil anunció que Vladimir Putin, el cuarto primer ministro en un año, pronto asumiría como presidente. Cuatro años más tarde, en agosto de 2003, una redada fiscal pergeñada en el Kremlin contra el principal oligarca de Rusia, Mijail Khodorkovsky, seguida de la confiscación de su compañía petrolera, Yukos, demostró a qué se refería Putin cuando hablaba de la "dictadura de la ley".

Esta maldición de fines de verano hoy antecede a un "diciembre de miseria" -al menos para los activistas por la democracia-. En diciembre de 2011, las protestas masivas contra el inminente tercer mandato presidencial de Putin fueron un fracaso. De la misma manera, diciembre de 2013 (la desafortunada “docena del diablo” según los rusos supersticiosos) estuvo lleno de presagios.

El mes comenzó con los llamados internacionales a boicotear los Juegos Olímpicos de febrero en Sochi en protesta contra una ley sancionada por el Kremlin que prohíbe la “propaganda gay”. Esta medida fue seguida por una agitación política en la vecina Ucrania, donde los manifestantes intentaron, sin éxito nuevamente, derrocar a sus líderes antidemocráticos. El año terminó con dos atentados suicidas en Volgogrado, que se cobraron decenas de vidas. Al atacar Volgogrado, la ex Tsaritsyn (ciudad de los zares) y luego Stalingrado (el símbolo de la perseverancia soviética en tiempos de guerra), los terroristas –muy probablemente fundamentalistas islámicos chechenos- no podían haber elegido una ciudad rusa más emblemática.

Es más, en diciembre, Putin hizo un uso de perfil muy alto de la prerrogativa más imperial, el perdón presidencial, para otorgarle la libertad, entre otros, a Khodorkovsky (que había pasado una década detrás de los barrotes de la prisión) y a dos miembros de la banda punk de protesta Pussy Riot. Esos aparentes actos de piedad fueron presentados como las acciones sabias de un zar moderno benevolente en nombre de los valores tradicionales, y repugnado ante la decadencia occidental –sin importar que los gobiernos occidentales fueron los que habían presionado con mayor insistencia por su liberación.

De hecho, la motivación real de Putin para los perdones no tenía nada que ver con algún concepto tradicional de la ley y el orden, mucho menos con una medida pro-democrática. Más bien, al liberar a sus opositores, intentó apaciguar las críticas extranjeras antes de los inminentes Juegos Olímpicos. Y, en algún punto, lo logró; a pesar del interés personal evidente detrás de los perdones, sus críticos están empezando a hablar de un “ablandamiento” de Putin.

Parece ser que, en algún momento del verano pasado, Putin tomó conciencia de que su manera habitual de hacer relaciones públicas -besar tigres, “descubrir” un tesoro hundido y andar a caballo con el torso desnudo en la taiga siberiana- era un cliché inapropiado para un líder mundial. Así fue que, como buen burócrata comunista de la KGB que era, pasó a concentrarse en las debilidades de sus oponentes –particularmente en las del presidente estadounidense, Barack Obama-. Esa táctica ha sido exitosa, al menos hasta el momento, ya que ha creado un alboroto en torno a una “Rusia resurgente”.

En su ahora habitual discurso de Año Nuevo, un Putin jactancioso celebró el 2013 recordando cómo Rusia había superado a Estados Unidos y a Europa occidental. Sin ser demasiado específico, destacó el ofrecimiento de asilo de parte de Rusia al ex empleado de inteligencia de Estados Unidos Edward J. Snowden el verano pasado; su acuerdo para desechar las armas químicas de Siria, impidiendo así que Estados Unidos atacara al aliado de Rusia; y el retorno de Ucrania a la esfera de influencia de Rusia después de su rechazo –bajo presión del Kremlin- de un acuerdo de asociación con la Unión Europea.

Sin embargo, como demuestran los “actos inhumanos de terrorismo” (según las propias palabras de Putin) en Volgogrado, las victorias tácticas no siempre se traducen en un éxito estratégico. El intento de Putin de apaciguar a los Cáucasos del Norte instalando al brutal Ramzan Kadyrov como Jefe de la República Chechena generó una tregua de facto poco más que frágil que ha dejado a Rusia más vulnerable que nunca al terrorismo.

Hasta el último proyecto favorito de Putin –demostrar que Rusia puede ser sede de los Juegos Olímpicos con tanto éxito como Beijing o Londres- fácilmente podría resultar contraproducente. El potencial medallero de Rusia podría generar un momento de bienestar nacional, pero sólo si los juegos de Sochi se desarrollan sin sobresaltos y de una manera segura. El riesgo es que cuanto mayor sea su éxito, más probabilidades hay de que los insurgentes chechenos y otros busquen más blancos, con un costo humano aún más terrible.

Al suprimir a la oposición en Moscú, Grozny y otras partes, Putin no hizo más que ponerle la tapa a una olla hirviendo. Parte de la dificultad del Kremlin surge de su notoria falta de visión –una deficiencia fundamental a la hora de entender qué es Rusia, qué será o en qué puede transformarse-. Sabemos que ya no es una potencia económica (a pesar de las reservas petroleras). Tampoco se puede comparar con Estados Unidos, o inclusive con China, en asuntos internacionales. Pero no resulta para nada claro en qué quiere convertirse Rusia: un imperio reinventado, una nueva autocracia, una democracia “soberana” o tal vez otra cosa.

Hace un siglo, el mes de agosto marcaba el inicio de una conflagración en Europa cuyos efectos catastróficos siguen moldeando a Rusia. En 1913, las tensiones imperiales que se cocían a fuego lento en los Balcanes parecían haber cedido y, sin embargo, 1914 marcó el inicio de la Gran Guerra. Mi esperanza para 2014 es que la arrogancia de Putin no conduzca a Rusia por un camino similar.

Nina L. Khrushcheva is a professor in the Graduate Program of International Affairs at the New School in New York, and a senior fellow at the World Policy Institute, where she directs the Russia Project. She previously taught at Columbia University’s School of International and Public Affairs, and is the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics and the forthcoming book The Lost Khrushchev: A Journey into the Gulag of the Russian Mind.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *