Poder y ternura

Lento en la sombra ha sido el camino del hombre, avanzando por esa dilatada llanura de la verdad siempre cercana y siempre sobrepasándonos. Camino del hombre desde el limo de la tierra y desde la animalidad hasta llegar a ser Homo sapiens. En ese largo itinerario ha ido descubriendo la naturaleza, en un sentido poniéndola a su servicio y en otro insertándose en ella como en acogedor hogar sagrado.

Sobrecogido se ha descubierto a sí mismo, en su desvalimiento a la vez que en su grandeza. Nacen los animales y apenas han puesto su planta en el suelo y ya se enderezan para encontrar la ubre de la madre. Quien ha visto nacer a corderos, chivos y terneros se ha asombrado al comprobar cómo puestos en pie se sostienen a sí mismos. Frente a ellos está el desvalimiento del hombre quedando al nacer a merced de los otros para poder llegar a vivir por sí mismo.

A la fase de divinización del cosmos fue sucediendo la fase de divinización del hombre. La historia de la humanización avanza desde los primeros utensilios, los primeros trazos de arte, los primeros signos de trascendencia ante los muertos al enterrarlos, hasta llegar en el siglo XX al dominio del cosmos en una medida tal que puede ser destruido con los poderes que el hombre ha creado o desencadenado. En las sucesivas fases de esa historia ha ido divinizando absolutos individuales o sociales de poder, ideología, política para finalmente divinizarse a sí mismo. Como eco a las palabras de la serpiente en el Génesis («seréis como dioses») se yergue hoy el hombre afirmando: Ser Dios es un derecho y un poder del hombre. Homo Deus. ¿Responde a esto el éxito de un libro que, con ese título, es leído hoy por millones?

Este es el dilema ante el que se encuentra el hombre: ¿llegar a ser Dios por sus solas fuerzas, a ser el Absoluto soberano de la verdad, del ser, del deber, del amor y del futuro; o reconocer y aceptar la participación en su divinidad que Dios nos ofrece? Este nos ha invitado a participar en su vida divina al asumir nuestra condición humana (encarnación) y al compartir nuestro destino de muerte para superarlo (crucifixión). El cristianismo presupone lo que es ideal de la modernidad: llegar a ser como Dios, pero como consecuencia de que Dios ha llegado a ser hombre. El lema es el de sentido inverso al anterior: Deus homo. Dios se ha hecho hombre para que, dándosenos con él superemos nuestra nada originaria y nuestra muerte final. Esto implica una «humillación» de Dios adentrándose en el mundo del hombre, siendo como él y quedando a merced de él. La divinización es posible no por rapto nuestro (pecado de origen) sino como don de Dios mismo.

Con estas afirmaciones no estoy haciendo otra cosa que explicitar el sentido de la Navidad en el cristianismo, en un momento en que la ignorancia o el desprecio van sustituyendo las palabras, ideas y signos con los que la cultura cristiana se ha comprendido a sí misma, ha comprendido al hombre y a Dios. Los relatos de Navidad en los Evangelios de Mateo y Lucas parecen el colmo de la ingenuidad. Ahora bien, no es la ingenuidad de la inconsciencia o insensatez sino aquella otra ingenuidad en la que el hombre se deja llevar más allá de sí mismo, de sus haberes y poderes para contar con el haber y poder de Dios; para contar que «en verdad» Dios ha estado con nosotros, naciendo y muriendo.

La sublime sencillez de estos dos evangelistas va acompañada en el Nuevo Testamento con la profundidad, tanto del himno de san Pablo sobre la «kénosis» (Fil 2,6-11) de quien preexistía en condición divina, como del Evangelio de san Juan. Esta es la afirmación central del prólogo: «El Verbo, Hijo eterno de Dios se ha hecho carne, ha habitado entre nosotros y hemos visto su gloria, la propia del Unigénito, lleno de gracia y de verdad».

A estas alturas de la historia, podemos ¿seguir celebrando con honestidad intelectual, concediendo realidad metafísica a las dos afirmaciones centrales del cristianismo: la Navidad y el Calvario, el nacimiento de Cristo en Belén y su muerte en la cruz? La cultura griega rechazó el Evangelio por considerar locura y máxima insensatez que el Absoluto se manifestase en carne, compartiera nuestra existencia y sobre todo que pudiese padecer y morir. Este es el sentido del destino de Jesús en su historia con nosotros y por nosotros. No es un mito: está anclado en nuestra historia, nombrado junto a los emperadores Augusto, Tiberio y el prefecto Poncio Pilato (¡Por eso se halla éste en el Credo!). Ese don del Misterio absoluto al hombre en Cristo es el núcleo de nuestra fe y la razón de nuestra alegría en Navidad. En ella para agradecer a Dios el don supremo de sí mismo a los humanos en Belén nos hacemos regalos unos a otros.

Hay que superar la idea de quienes piensan el Absoluto como poder y exigencia; que al manifestarse genera temor y temblor; y que es indigno de él compartir nuestro mundo, contenerse en nuestros límites, sumergirse en el lodo de la naturaleza y ser alumbrado en las entrañas de una mujer. Piensan así de Dios porque le piensan a semejanza del hombre aprisionado en su finitud y cegado por sus pecados. Pero justamente lo propio de lo Máximo es darse en lo mínimo, de lo Santo acercarse a quienes son pecadores, del Absoluto e incondicionado aceptar las condiciones de la existencia mortal. El idealismo alemán, en filósofos como Hegel y poetas como Hölderlin, recogieron admirados esta frase de un jesuita recordando a san Ignacio: «Maximum contineri minimo hoc divinum est = Esto es lo divino que lo Máximo se contenga en lo mínimo». Que quien es el Todo se concentre en el fragmento; que quien es el Eterno, comparta nuestro «Ser y Tiempo». Eso es lo que confesamos al ir hasta el pesebre de Belén a encontrar al niño en los pañales. Allí late el corazón de Dios desde dentro de un corazón humano.

Si en el inicio está Belén en el final está la cruz: uno y otro son los signos identificadores de Dios con nosotros. El Absoluto manifestado en su absolutez es incomprensible e inaccesible para el hombre. El Poder si solo se manifiesta como tal es la suprema humillación del hombre. Dios solo se nos desvela como gracia y amor si comparte nuestra debilidad y fragilidad. La historia de Jesucristo es la historia de ese Absoluto entrando en nuestros límites para superarlos, compartiendo nuestro morir como acontecimiento (Ereignis) para superar nuestra muerte (Tod).

No se puede ayudar con dignidad a alguien si no se le dan los medios para que el agradecimiento no le sea humillante, no engendre resentimiento y odio. «Los beneficios nos son agradables en la medida en que creemos poder corresponder a ellos; si sobrepasan estos límites la gratitud se convierte en odio» (Tácito, Anales 4,18). Cristo nos ha dado la posibilidad de agradecer sus dones dejándonos sus signos objetivos para corresponderle: el Evangelio, el Apóstol, el Espíritu Santo y la Comunidad. Estas mediaciones nos son divinamente otorgadas en primer lugar para poder acoger su gracia y en segundo lugar para que nuestro agradecimiento esté a la altura de su Don. Así, comprendida y vivida, la fe no humilla sino que levanta del suelo a todo hombre capaz de mirar más allá de los bordes de su finitud confiándose al que es su Creador y su Consumador.

Los cristianos no polemizaremos con quienes ocultan o degradan los signos de nuestra identidad cristiana. Estos los viviremos con alegría adentrándonos en su sentido verdadero e invitando a los demás a que compartan nuestro gozo.

Olegario González de Cardedal es teólogo.

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