A Manuel Castells se lo recordará por haber sido un ministro con un estilo inhabitual. Al menos desde que se marchó Pablo Iglesias era, sin duda, la persona de mayor nivel intelectual que se sentaba en el Consejo. Pero la opinión pública (los pocos que lo conocían, porque la cartera es la última en el rango protocolario y probablemente en notoriedad) se quedó con algunas extravagancias de sus comparecencias.
Creo que quienes no pertenecemos a su familia política debemos reconocerle dos rasgos que actualmente distan de ser la norma. De un lado, la lealtad institucional. Era el ministro con más pedigrí republicano (por edad podemos decir que, en realidad, el único) y asumió sin embargo con normalidad su condición de representar al Reino de España. De otro, su rigor técnico y metodológico: especialmente en su ley sobre el sistema universitario hizo ver su capacidad de comprensión para fijar objetivos estratégicos y plasmarlos en unos instrumentos de cambio.
Falló, sin embargo, en las herramientas del político. Quizá lo asume y se marcha por eso: el eminente sociólogo que llevaba seis décadas observando las dinámicas del poder se encasquilló en la negociación tramposa con un sindicato de clase como la Conferencia de Rectores (la confundió con una “patronal de la educación superior” cuando son la máxima expresión del modo de selección endogámico que precisamente quería revertir).
No obstante, si hay algo grave que reprocharle y me gustaría que su sucesor cambiara radicalmente es su silencio ante el acoso violento a estudiantes constitucionalistas en Cataluña (la Conferencia de Rectores, por cierto, optó por la equidistancia, que viene a ser lo mismo).
Joan Subirats ocupará su lugar contando asimismo con un perfil de autoritas intelectual. Viene además con más experiencia que Castells en políticas públicas por su responsabilidad en Cultura en el Ayuntamiento de Barcelona y por su participación en el debate reformista español (su notable España Reset junto a Fernando Vallespín parece de otra época). Sin embargo, no le ayudará a tener perspectiva sobre lo que debe resolver haber realizado el grueso de su carrera académica en la universidad española, por más que no le falten estancias en centros extranjeros.
¿De qué trata el recurrente problema de la universidad española, tan manido desde los tiempos de Ortega? En términos comparados, la educación superior en nuestro país es una excepción por la respuesta que da a tres de las principales variables del sistema.
La primera es la gobernanza, condición para una rendición de cuentas a la sociedad. Desde una comprensión desvirtuada del concepto de autonomía universitaria, se obliga a que las universidades públicas españolas elijan rector o rectora sólo entre sus catedráticos y por sufragio ponderado que está restringido a la comunidad universitaria.
No se trata de juzgar individualmente la competencia de cada persona que accede a este cargo, pero las consecuencias estructurales son obvias: las mismas que si el piloto de un avión se eligiera por y entre los pasajeros de clase preferente. No intervienen en la elección los poderes públicos que representan a la sociedad que legitima y financia la universidad, sino que se priorizan los intereses internos (un auto-lobby) y se impide el cursus honorum de directivos universitarios que podrían ir recorriendo en base a sus logros instituciones más relevantes de España y del extranjero, que es la norma en las mejores universidades de muchos países.
El segundo problema es la estructura interna de la universidad, donde nada menos que, a nivel de ley orgánica, se establecen infinidad de rígidos estamentos y procedimientos (la norma es de 2001, y probablemente el texto menos liberal que engendró el Gobierno de Aznar).
Las universidades públicas (las privadas tienen la suerte de que sólo les afecta una parte menor de esta manía regulatoria) sufren un bloqueo entre tres niveles de decisión (rectorado, facultades y departamentos) que eligen por separado a sus responsables. De manera que cualquier reflexión institucional queda atrapada en un asamblearismo elevado al cubo y la universidad, reducida a una agregación de iniciativas (buenas o malas pero casi inevitablemente pequeñas) que recorren lentamente de abajo a arriba estrechas escaleras de burocracia.
El tercero es que el reclutamiento de profesores queda también confiado a los niveles más bajos en detrimento de la competencia y la movilidad, lo que provoca con demasiada frecuencia ambientes humanos asfixiantes.
La ley de 2001 quiso acabar con esta endogamia mediante un sistema de acreditación externa a las universidades para ascender por el escalafón. Pero ese sistema (otra excepción mundial) ha acabado ocasionando más problemas que soluciones.
A cambio de evitar ciertos casos de enchufes a completos incompetentes al inicio de la carrera, se agrava el individualismo entre profesores: su promoción depende casi exclusivamente de ir cumpliendo, cada cierto tiempo, con unas métricas frías y de mínimos impuestas desde el ministerio. Estas miden de una manera muy parcial la calidad investigadora, y de manera aún más escasa la capacidad de formar alumnos y de transmitir conocimiento a la sociedad.
Una buena medida del resultado perverso de este sistema de incentivos y seguimiento es que los profesores españoles publican mucho, comparativamente. Pero con un impacto notablemente menor tanto en grandes galardones científicos como en obtención de recursos y atractivo internacional de sus instituciones.
También se desperdicia la especialización del personal de administración y servicios porque casi todas las decisiones en la universidad se confían a profesores que ganan unas elecciones y tienen que improvisar una vocación de gestores universitarios.
El anteproyecto de Ley Orgánica del Sistema Universitario que planteó Castells daba una respuesta bastante satisfactoria a estas tres cuestiones, pero sorprendentemente se puso a podarlo él mismo a una velocidad pasmosa.
De cada reunión con colectivos salía con una promesa de que se echaba atrás en tal o cual medida, y a estas alturas quizá se dio cuenta de que había desfigurado la posibilidad de reforma. Tampoco le ayudó el desinterés sobre el tema de Moncloa, más atenta a que los circuitos cortesanos penetraran en la academia a través de altos comisionados y similares.
Subirats tiene la oportunidad de volver a elevar el listón con un argumento sencillo: imitar lo que es la norma a nivel internacional. Por ejemplo, que el rector se elija por concurso, sin requisito de pertenencia a la universidad, y que libremente forme a su equipo directivo académico y de gestión entre profesionales internos y externos a la misma (incluidos los niveles inferiores, como las facultades).
O apostar por el sistema de tenure track, donde los profesores sólo requieren una evaluación externa para el primer escalón tras el doctorado. Del resto de la promoción interna se responsabilizaría cada universidad, que gozaría de mayor capacidad autoorganizativa, pero también de mayores obligaciones de rendir cuentas respecto a los objetivos sociales que atiende y los recursos públicos que obtiene a través de un consejo de administración con no más de 15 miembros. Y donde dialogaran, de manera efectiva, desde la administración autonómica hasta los antiguos alumnos, los sindicatos y los empleadores.
Podrían así surgir distintas estrategias según el entorno de la universidad (no es lo mismo la que puede especializarse en investigación más básica y competir mundialmente que la que está sobre todo conectada con en el sector productivo regional) o las disciplinas (por ejemplo, en ingeniería es clave que los docentes que provienen del mundo profesional no tengan una posición subalterna en la universidad).
Todo esto requiere hablar también de dinero, algo que no trata seriamente el anteproyecto de la que ya no será la ley Castells. Debe ir más allá de las buenas intenciones y la respuesta fácil de que dependen de las comunidades autónomas. También, como en otros países, la parte de financiación alineada con los objetivos acordados con los representantes sociales debe ser mucho mayor, frente a la dotación de base que sólo incentiva la inercia interna y el café para todos.
Para estimular el cambio a gobernanzas más abiertas se deberían ofrecer aportaciones relevantes durante plazos largos (del orden de una década) para ayudar a ser creíbles a quienes dentro de las universidades apostaran por el cambio.
Castells ha dejado bien dibujado a su sucesor el triple nudo gordiano (gobernanza, estructura, selección del profesorado) que atenaza a la universidad española. Subirats tiene la inteligencia para entenderlo y la experiencia para elegir la espada correcta. Sólo queda saber si se atreverá a cortarlo.
Víctor Gómez Frías es profesor en la Universidad Politécnica de Madrid.