Poesía: contemplación y emoción

Existen fundamentalmente dos tipos de hombre, o dos maneras de ser y estar en el mundo: el hombre de acción y el hombre de contemplación. El primero quiere intervenir en la realidad y adecuarla a lo que él piensa que debería ser; el segundo no desea cambiarla, sino comprenderla y celebrarla tal cual es y, en el caso de que sea un artista, decirla, cantarla: con la pluma, con el pincel, con las notas musicales.

En tiempos antiguos el hombre de acción y el hombre de contemplación podían a veces darse juntos en un mismo ser humano (pensemos en Jorge Manrique, en Garcilaso, en Francisco de Aldana, tres ejemplos altísimos de nuestras letras que albergaron en un alma sola la dos posibilidades del ser). Pero algo debió de suceder, de quebrarse, en determinado momento que impide desde hace mucho (digamos que desde el siglo XVIII hacia acá) la íntima unión a la que me refiero. El hombre de acción y el de contemplación van hoy por caminos bien distintos y hasta opuestos. No tenemos noticia en nuestro tiempo, y no sólo en España, sino en el mundo todo, de que el arrojado general de un ejército sea además un gran poeta, o de que un famoso futbolista albergue en sí a un pintor o a un músico de gran altura. Ignoro los motivos profundos que han dado lugar a esta disociación en el mundo moderno.

Por lo que respecta a la poesía, resulta imprescindible que el poeta sea un hombre de contemplación. Poeta es alguien que, al mirar, ve; que, al escuchar, oye. Esto es más complicado de lo que parece. Para llegar a ver y oír, hay que andarse con mucha calma. Alguien que no tenga capacidad de contemplación no puede ser poeta, pues arrastra consigo ideas preconcebidas y no se para nunca ni ante nada de lo que encuentra en su camino ni ante sí mismo para tratar de comprenderlo o de comprenderse. Como consecuencia, no dirá en sus escritos más que vaguedades o disparates.

Poeta es quien ante cualquier cosa del mundo –no hay ninguna sin importancia– se detiene y la mira y la escucha largamente, no sólo con los ojos o con los oídos: con todas las facultades de las que disponemos, para lo cual hay que despojarse de apriorismos y de opiniones personales. Después de mucho contemplarlas, las cosas irán tomando confianza con uno y haciéndole confidencias sobre su forma de ser, ya que no son mudas, sino muy elocuentes; les gusta mucho comunicarse, aunque sólo si ven que eres de fiar y que no vas con exigencias ni con engreimientos ni con prisas. Luego, el poeta sólo tendrá que transcribir a su lengua lo que ellas le han dicho en sus respectivos idiomas sin palabras, añadiendo lo menos posible de su particular cosecha. Es decir, que, a través del poeta, lo contemplado y observado despacio hablará en su propio nombre, y ahí, claro, no puede haber errores ni imprecisiones. Esto vale para cualquier poeta que desee escribir con verdad, antiguo o moderno, de aquí o de allí.

Hay que señalar, no obstante, que a pesar de la renuncia a lo individual y privativo necesaria para entrar en comunicación con la realidad exterior e incluso con lo más hondo de uno, lo escrito por el poeta, inevitablemente –y por fortuna–, no será una simple e impersonal traducción a su idioma de lo que ha escuchado en el exterior o en lo desconocido y escondido de sí. La poesía pasa por él y se impregna de él, de su sello distintivo. De lo contrario, el texto resultante pecaría de demasiado objetivo, neutro y deslavazado, igual o muy parecido en éste, en el otro y en aquél. Todos los poetas indiscutibles hablan de lo mismo, pero de manera única, primigenia, y por eso nos conmueve y nos sorprende su decir como algo nuevo y nunca antes dicho.

Y digo que nos conmueve porque la piedra de toque de un poema es la emoción. El poeta que contempla y comprende se emociona ante lo percibido y ha de transmitir en su poema la emoción que siente. Ella se encarga de enhebrar o engarzar toda una constelación de otras cualidades que deben estar presentes asimismo en el texto. El poema no es una cosa simple, por muy sencillo que sea o aparente ser: hablamos de un mundo completo, de un universo.

Si lo escrito no logra estremecer y producirnos un daño hermoso no será un auténtico poema ni tendrá mucho que ver con la poesía mejor. Existe el poema sin emoción (frío, retorcido o alambicado, ingenioso, o incluso chistoso), pero será siempre de muy segundo orden. Un buen poema –tan infrecuente, claro– es aquel que cuando lo leemos nos zarandea y casi nos tira de espaldas (sin violencia, sólo con la fuerza del asombro y la maravilla). Sentimos al leerlo que hay allí una verdad muy honda, una verdad que no es una ocurrencia del poeta ni le pertenece en realidad sólo a él: concierne a todos los humanos. Un poema emocionante no puede ser escrito sino por un poeta emocionado que durante el proceso de creación se encuentre sobrecogido, si bien la turbación que lo embarga habrá de estar controlada con absoluto rigor mientras escribe (de lo contrario, sus versos no serían obra de un poeta, sino de un individuo sin pretensiones artísticas que sentimentalmente se desahoga).

La emoción poética, según la entiendo, no tiene nada que ver con los aspavientos y el desorden de los sentidos, de los sentimientos y de la mente (percepción sensorial, corazón y cabeza son a este respecto una cosa sola, y no tres). Se trata de una conmoción de todo el ser que por paradoja no nos saca de nosotros mismos. Nos proporciona quietud y plenitud, acercamiento máximo a quienes somos y a lo que tenemos en torno o imaginamos, identificación y fusión con lo completo en virtud de una especial acuidad.

Si en el poema no hay emoción, no será éste sino una desangelada tarea o un simple entretenimiento más o menos brillante, conseguido con la voluntad, con el intelecto, con el ingenio, con el oficio. A algunos les gusta jugar a la poesía, jugar con la poesía, igual que podrían jugar al parchís o hacer crucigramas. No está mal el recrearse un poco de vez en cuando, y los resultados de tal actividad podrán ser graciosos, bonitos, curiosos, sugestivos, intelectualmente atractivos. Sólo eso, en el mejor de los casos. Me parece, por lo demás, que el estar jugueteando y entreteniéndose a todas horas con la poesía debe de aburrir bastante; hay pasatiempos más divertidos.

No es necesario decir que el poema emocionante no siempre ha de tratar de asuntos profundísimos, serios y graves, con muchas lágrimas o de muchísima lástima. Hay también emoción muy grande en temas intrascendentes y ligeros a primera vista: una mañana de sol, la mirada fugaz de una muchacha, un moscardón azul o una nube, el color, el olor y el sabor de un buen vino, unas flores casi marchitas en un jarrón.

Contemplación y emoción: poesía. Si no están ambas presentes no habrá poema verdadero.

Eloy Sánchez Rosillo es poeta.

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