Poesía de los lares

¿Por qué se habla de poesía lárica a propósito de los poetas del sur de Chile, de la antigua frontera: de Lautaro, de la Araucanía profunda? En la Roma clásica, el lar era la casa, el refugio final, el lugar donde estaba encendido el fuego de la cocina.

Jorge Teillier, con sus antepasados franceses, emigrados a nuestro sur a mediados del siglo XIX, pudo conocer mejor que nadie en Chile la obra de los poetas llamados «malditos», la de los simbolistas, la de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, entre muchos otros. Leyó a los mejores prosistas de lengua francesa, como André Gide, Albert Camus, Pierre Loti, Marcel Proust, y de ahí salió una poesía entrañable, de atmósferas, musical, inquietante, embriagadora, no interpretable o traducible en términos lógicos, y surgió una poesía de lengua española única, universal, a su modo chilena, rural: poesía de las cosas y de seres pequeños: poesía de viejas canciones, de tonadas olvidadas, de estaciones de ferrocarril abandonadas, de muelles en la tormenta, de zapatos viejos que echan humo al fondo de caserones rurales, de coipos herméticos escondidos entre la hierba, de rebuznos de burros, de ladridos, de silbidos del viento en la distancia. Como lo describe Francisco Véjar con propiedad en esta antología, Jorge Teillier hizo una poesía de cosas humildes, de guantes de box tirados en rincones, de juguetes abandonados.

Poesía de los laresCuando trabajaba en el Boletín de la Universidad de Chile, en una oficina de la Casa Central, cruzaba la Alameda para juntarse con sus amigos del sur en el bar que llamaban de la Unión Chica. En el fondo bullicioso leían poemas del romancero viejo y de la Selva Lírica, comían ajiacos y bebían vinos pipeños de la región de Coelemu y de Chillán hacia la costa. En la tarde chupaba limones, porque pensaba que el limón podía protegerlo de resacas mayores, y cuando llegaba de visita a mi casa, mi hija me decía que había llegado el «poeta limonero».

Su obra tenía algo de la poesía del Nicanor

Parra pueblerino, anterior a la antipoesía, y de los versos a lo divino y a lo humano, de la primera Violeta Parra, de Edith Piaf, de Libertad Lamarque, y hasta de la chilena Rosita Serrano, que antes de conocer a Jorge le había cantado en Berlín al oído al mariscal nazi Herman Goering, y se reía, Jorge, el Lárico, con risa convulsiva y con estremecimientos epileptoides de las manos pálidas. Lo conmovían los fonógrafos a cuerda, los guantes de boxeadores muy golpeados, los poetas menores, los gatos tuertos y algunos desastres mayores.

En su cabaña de la región de Cabildo tenía imágenes del poeta ruso suicida Wladimir Maiakovsky y de Alberto Rojas Jiménez, el que viene volando, entre telegramas y entre plumas que asustan, en una oda elegíaca del joven Pablo Neruda. Estuve muchas veces en esa cabaña, hablamos de esto y de aquello, bebimos vinos más bien inocentes, y recordamos a mucha gente olvidada. Ahora nos llegan sus versos de la realidad secreta, editados por la notable Colección Visor de Poesía, y nos encontramos con una «Letra de Tango» y con un «Después de todo». Me pregunto qué será ese «después de todo», y le pido a Francisco Véjar que me lo explique. Hay que pensar que esas regiones del sur chileno produjeron la impresionante poesía imperial de Alonso de Ercilla y la de don Pedro de Oña, poeta soldado nacido en Angol de los Confines. Si pretendemos conocer Chile, sin que todo esto sea algo más que un lugar común, tenemos que leer esta poesía, masticarla, rumiarla. No es poco, aunque no lo creamos, y el jugo de los limones nos puede ayudar, y los ventarrones de los muelles desaparecidos de Puerto Saavedra.

Teillier llevaba colgado del cuello el albatros asesinado de la rima del antiguo marinero de Samuel Taylor Coleridge, y para contar esta historia de mares del sur y de ventisqueros a la deriva, se necesitaría un espacio y un tiempo que todavía no tengo. Alberto Rojas Jiménez, en su vuelo entre telegramas y «entre plumas que asustan», no puede salvarme. Y don Augusto Winter, el poeta bibliotecario y protector de los cisnes del lago Budi, tampoco puede hacer nada. Nos despedimos con «Carta a Mariana»: «¿Qué película te gustaría ver? ¿Qué canción te gustaría oír?». La poesía lárica se resume al final en una colección de preguntas sin respuesta, preguntas que son canciones sin palabras, «chansons sans paroles», como escribía Paul Verlaine, uno de los ídolos de Rubén Darío, a quien Verlaine le dijo en París, en la bella Lutecia, como decían ellos, que París era la «ville de la gloire et de la merde». ¿Qué habrían dicho los de las mesas del fondo de la Unión Chica, el Chico Cárdenas y el Cabro Rojas Jiménez, aparte de multitudes anónimas y de poetas que se refugian en bares de zonas portuarias del vasto mundo.

Los pelícanos de las regiones polares del sur del mundo, los de los lares y los no láricos, vuelan en bandadas, y los de la Unión Chica brindan a coro y levantan sus potrillos rebosantes de pipeño espumoso. Desde los roqueríos de Las Cruces y las casuchas de Niblinto, Nicanor baila un pie de cueca en compañía de su inolvidable hermana y nos hace un guiño con el ojo izquierdo. «Gracias a la vida» escuchamos en la catedral de Westminster en los funerales de la princesa Diana y nos decimos que la música rural de las antiguas fronteras chilenas llega a todas partes, y quizá se necesita ser antipoeta para entender este asunto.

Jorge Edwards es escritor.

1 comentario


  1. Emerson dijo para la posteridad “es increíble que la lectura de un libro puede modificar y hasta determinar la vida de un hombre”. Esto fue lo que me pasó cuando leí a Jorge Teillier.
    Me disponía tomar Micro en la comuna de El Bosque cuando vi a un hombre que vendía libros de poesía en una cuneta de cola de Feria Libre. Rápidamente, los hojee todos y me decidí por tres, que adquirí a precios bajísimos. Fue así como conocí a “Reinas de Otras Primaveras”, un libro estéticamente hermoso, cuyo contenido me sustrajo a otro cielo. Mi segunda sorpresa fue descubrir que su autor era chileno y que hablaba de los paisajes donde viví gran parte de mi infancia
    Recorrí todas las librerías de viejos (usados) donde encontré varios títulos. Comencé por leer “En el Mundo Donde Realmente Habito” de “Muertes y Maravillas”. El resto es una historia sin importancia, difícil de entender o de explicar.
    Mucho de mis cercanos no entienden porque sigo leyendo sus libros, si los he leído mil veces.
    De verdad, me gustaría descubrir otro poeta de su categoría.

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