Polémica y tópicos de la reforma laboral

Miguel Ángel Fernández Ordóñez no es un liberal doctrinario ni mucho menos un economista reaccionario. Profesional progresista y de prestigio, secretario de Estado con González y con Rodríguez Zapatero, su paso al consejo del Banco de España, primero, y al cargo de gobernador en sustitución de Jaime Caruana, después, fue duramente criticado por el PP por el «alto perfil político del personaje». La principal fuerza opositora tenía razón al protestar por el hecho de que el Ejecutivo socialista no buscara esta vez el consenso.

Dada esta biografía de filiación inequívoca, carece de sentido que las recomendaciones de Fernández Ordóñez en materia de política económica sean sistemáticamente ignoradas, cuando no criticadas con dureza, por el actual Gobierno socialista. Es indudable que el gobernador del Banco de España mantiene una posición independiente, porque esta es su obligación, pero ello no significa que sus tesis estén sistemáticamente en contradicción con las pautas socialdemócratas que legítimamente exhibe, sin engañar a nadie, la actual mayoría.

La última polémica, por el momento, versa sobre la coyuntura en general y sobre la evolución del paro en particular. En el último boletín del Banco de España, el supervisor piensa, con menos optimismo que el Gobierno, que la creación de empleo solo tendrá lugar en «los trimestres finales del 2011»; no obstante, la destrucción de puestos de trabajo en el 2011 será «muy pequeña» en media anual. En cambio, el Ejecutivo, que confía en un crecimiento económico más rápido, asegura que la creación de empleo empezará a finales del ejercicio en curso. Pero si esta discrepancia es inocua –el tiempo dirá quién tiene razón en su pronóstico–, lo preocupante es que el Banco de España discrepa una vez más del actual modelo de contratación laboral. El último informe incluye un capítulo firmado por tres expertos del servicio de estudios de la institución en el que se explica cómo la actual brecha entre trabajadores fijos y temporales envenena
el mercado laboral. En efecto, esta dualidad –un tercio de la fuerza laboral trabaja con contrato temporal y sin apenas coste de despido– tiene un efecto perverso, ya que el empresario que debe recortar plantilla no renuncia ahora al empleado menos eficaz, sino al más barato de despedir, con lo que «se mantienen puestos de trabajo ocupados por trabajadores con contrato indefinido con productividad inferior a los nuevos puestos que se crean, lo que influye negativamente sobre la productividad agregada».

Desde este punto de vista, es lógico que los autores del informe prevengan al Gobierno de un indeseable desenlace de la negociación social en curso: penalizar la contratación eventual, como ha planteado el Gobierno a la patronal y a los sindicatos en la mesa de reforma laboral, y mantener intactas las condiciones de la indefinida, «perjudicaría notablemente las perspectivas de recuperación del empleo». Es evidente.

Es muy legítimo que, en abstracto, los sindicatos se opongan a cualquier «recorte de los derechos de los trabajadores» y que, en términos políticos, el Gobierno se niegue a que sean los trabajadores quienes carguen con el peso principal de una recesión que tiene su origen último en las disfunciones del sistema financiero. Sin embargo, resulta inevitable enunciar la paradoja que encierra esta posición: la defensa a ultranza de las condiciones laborales de quienes disfrutan de un contrato laboral indefinido –con una indemnización por despido de 45 días en general y de 33 días en los colectivos de difícil inserción– sitúa en una posición muy vulnerable a todos los trabajadores temporales y genera dificultades adicionales de empleabilidad a los parados. Esta evidencia da la razón a quienes aseguran que los sindicatos actuales, cada vez más burocratizados, constituyen el lobi de los trabajadores con empleo de calidad, cuyos intereses están en realidad en oposición a los de quienes se hallan en paro o en una situación precaria en el mercado laboral.

Nuestro sistema de relaciones laborales es, además, uno de los menos flexibles de la UE, donde, por cierto, se han ensayado ya fórmulas de flexiseguridad que, sin reducir derechos laborales, están aportando la flexibilidad precisa a los mercados. No tendría sentido, pues, que aquí nos encastilláramos en modelos arcaicos por algún anacrónico prurito ideológico cuando ha de ser posible –parece– hallar caminos capaces de conciliar los diversos objetivos: una rápida recuperación del empleo, el mantenimiento de una potente cobertura social, la reducción de la temporalidad y la flexibilidad que permita acomodar la oferta a la demanda.

Quizá debiéramos aceptar resignadamente que la recesión nos ha empobrecido a todos, de forma que tenemos que adaptarnos a la nueva situación. Los trabajadores con empleo estable, cediendo una mínima parte de su estabilidad a los desempleados; los empresarios, resignando parte de sus beneficios a una pronta recuperación de la actividad; todos nosotros, llevando a cabo un esfuerzo de racionalidad para que la política encuentre los mejores caminos para reconducir al país hacia la prosperidad.

Antonio Papell, periodista.