Policromía europea

Un análisis europeo de las elecciones al Parlamento de Estrasburgo es un ejercicio con algo de artificioso. Se trata más bien de interpretar 27 claves nacionales distintas que de encontrar un inexistente acorde de modulación único en el comportamiento de los votantes. A lo más que se puede aspirar razonablemente es a intentar extraer del comportamiento de los electores en los distintos países hipótesis sobre líneas de fuerza que tengan cierta transversalidad, aunque se expresen de forma distinta en función de los contextos políticos nacionales.

A mi entender, la transversalidad se puede encontrar en la tendencia decreciente de la participación, en el deterioro de una de las dos fuerzas motrices de la construcción europea, el centro-izquierda socialdemócrata, y en la cada vez mayor policromía política del Parlamento Europeo.

Lo primero, la participación. Es la tercera ocasión consecutiva en que cae por debajo del 50% y el dato más bajo desde que existen estos comicios. Aunque es cierto que los recién llegados al club (con las excepciones, irrelevantes demográficamente, de Chipre y Malta) no contribuyen precisamente a aumentar la media, el descenso es consecuencia, sobre todo, del creciente desinterés ciudadano en los países de la UE-15.

Entre los grandes, sólo Alemania y España mantienen el modesto nivel de hace cinco años, mientras Reino Unido, Italia y Francia muestran un descenso, más acusado en el caso de Italia, que, no obstante, con su 66,5% de participación (el voto es obligatorio, aunque la coerción por no ejercerlo es débil) supera con mucha holgura al resto de los grandes. Sólo Bélgica, Luxemburgo y Chipre, con voto obligatorio y multas efectivas, superan en afluencia a las urnas a Italia. Es decir, que sólo la coerción, y no la convicción, consigue tasas decentes de participación en las elecciones europeas.

En medio del marasmo institucional en el que está instalada Europa, no hay tanto de qué sorprenderse en esta caída de la participación. Entre Niza y Lisboa -Dublín mediante- cualquier intento honesto de explicarle al elector lo que estaba eligiendo estaba condenado al fracaso. Al mismo tiempo, los esfuerzos retóricos -en los que, en España, han sido pródigos los dos principales partidos- de anclar la importancia de la elección en las crecientes competencias europeas chocaban justamente con las asimetrías democráticas -temporales y permanentes- que afectan al reparto de poder en la Unión.

¿Cómo explicar que votar era muy importante si tanto el presidente de la Comisión como -en su caso- el del Consejo van a depender más de los equilibrios entre los Gobiernos que de la ratificación del Parlamento?

Más vale, por tanto, no lamentarse en exceso de la pobre participación ni mucho menos echarle la culpa al ciudadano y, en cambio, pensar más en el tema de fondo, a saber, transparencia, visibilidad y accountability de las instituciones.

El segundo de los fenómenos transversales es el desastre electoral de la socialdemocracia. En el Parlamento saliente los Socialistas Europeos suponían el 28% de los diputados y en el nuevo no llegan al 22%. Al moderado retroceso español y portugués hay que añadir los descensos mucho más severos en Francia, Alemania y Reino Unido y la desaparición total de cualquier representación italiana en ese grupo.

Los socialdemócratas han sido castigados tanto en el poder (Reino Unido, España, Portugal) como en la oposición (Francia, Italia) y en ambos sitios (Alemania). ¿Qué quiere decir esto?

Al margen de los muchos matices que las diversas trayectorias históricas de los partidos imponen, la explicación básica nos lleva a una paradoja: en el momento en que los Estados europeos están haciendo política más socialdemócrata para enfrentarse a la crisis, los ciudadanos vuelven la espalda a las ideas en que esas políticas, al menos en cierta medida, están basadas.

Y una segunda paradoja: los partidos de centro-derecha en el Gobierno (Francia, Alemania, Italia) resisten mucho mejor que los de centro-izquierda la erosión de la crisis, aplicando todos ellos recetas de estímulo fiscal muy similares. Intrigante cuestión que para las cabezas pensantes de la socialdemocracia europea constituye un enigma de supervivencia.

Pero más allá del efecto interno de este resultado entre los propios socialistas hay que pensar también en un efecto sistémico del mismo. Europa se ha construido en torno a un bras de fer europeísta de las dos familias fundadoras del proyecto, democristianos y socialistas, que, juntos, han supuesto una sólida mayoría en las instituciones y le han dado sentido y dirección al proceso. Los democristianos se han transformado en populares y abarcan un amplio espectro desde el conservadurismo hasta la frontera de la socialdemocracia. Su adaptabilidad los ha hecho mucho más aptos para la supervivencia. La cuestión es que ese bloque central de populares y socialistas que, con sus lógicas desavenencias, venía gobernando Europa, se ha debilitado demasiado por el flanco socialdemócrata. Los dos grupos sumaban antes el 64% de los escaños y ahora van a ser el 58%.

Pero si antes los populares tenían una representación un 33% mayor que los socialistas, ahora la ventaja popular es del 68%. Y desde esa desproporción, los acuerdos van a ser más difíciles y costosos.

Y esto nos lleva al tercero de los rasgos en que hallamos alguna transversalidad, el incremento de la policromía. Estable totalmente la representación de los populares europeos, ligeramente a la baja la de los Demócratas Liberales y al alza la de los Verdes, euroescépticos de vario pelaje e inclasificables diversos son los que más crecen a expensas del descalabro socialista.

A día de hoy, más del 12% de los elegidos vagan en el territorio de los otros y no inscritos, limbo político que acoge desde los conservadores británicos (Cameron renuncia a una posición de máxima influencia en el seno del Partido Popular Europeo, del que estaría llamado a ser la rising star, por su miedo al lobby euroescéptico de su partido) a xenófobos como Le Pen o los holandeses del Partido por la Libertad de Geert Wilders o candidaturas single issue como los cazadores y pescadores franceses o los piratas suecos.

En ese totum revolutum heterogéneo, sin embargo, predomina el gen del descontento y de la protesta antieuropeísta y, por tanto, nos encontramos ante un Parlamento no sólo más polícromo, sino probablemente también más rebelde.

Una Europa más complicada, que exigirá de sus rectores un esfuerzo suplementario. En ese contexto, los españoles -por razones más bien domésticas- somos un remanso de normalidad: un 90% de diputados en los dos principales grupos, sin antieuropeístas ni frikis que contribuyan al lío.

Después de tanto quejarnos de la ausencia de Europa en el debate electoral, presentamos la tarjeta más políticamente correcta en Europa. Serán, una vez más, los renglones torcidos de Dios. Alegrémonos en lo que valga.

José Ignacio Wert, sociólogo y presidente de Inspire Consultores.