Política contra partidismo

Por Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas (ABC, 06/09/06):

EL viajero se lleva una impresión extraña. La sociedad española parece «una muchedumbre dando vueltas en círculo», igual que en «La tierra baldía» de T. S. Eliot. Vive con satisfacción hedonista el tránsito hacia la posmodernidad, quizá sin haber sido nunca moderna en el sentido ilustrado y positivista de la palabra. Descubre con sorpresa -incluso con jolgorio- que las diferencias se acortan hasta llegar al empate, incluso con socios y vecinos antes mitificados. Europa no era para tanto. Podemos lo mismo que cualquiera y más que la mayoría. Infraestructuras, empresas y deportistas compiten al más alto nivel y ganan con frecuencia. ¿Por qué no somos felices? Cualquier otro país estaría encantado consigo mismo. Nosotros estamos inquietos, por no decir algo peor. La clase política contagia a la gente una enfermedad grave. Su nombre es partidismo, que cursa como patología populista de la democracia constitucional. Se diluye poco a poco el espíritu de la Transición, esa hermosa aventura cívica que (con sus grandezas y servidumbres, faltaría más) ha situado a España en el único lugar posible y deseable. El verano es un buen momento para pulsar el ambiente. Es difícil explicar la paradoja a los amigos de fuera: en un marco envidiable para disfrutar de la vida, la gente discute a gritos sobre viejas historias de la Guerra Civil. Funciona a tope una sedicente memoria colectiva. Por cierto, hay recuerdos para todos los gustos: es el peligro de abrir la caja de Pandora. El espectador imparcial pregunta con gesto incrédulo: ¿de verdad que esta histeria transitoria puede terminar mal?

Si se concibe como sectarismo y demagogia, la política invade territorios que deberían ser inmunes a su acción. Accidentes de metro, incendios forestales, soldados muertos en acto de servicio... Por supuesto, las relaciones personales o la propia vida cotidiana. No es casualidad. Desde la caída del Muro, la izquierda busca nuevos frentes para el debate ideológico.

El discurso posmoderno es incompatible con los principios universales. Ya no hay Verdad que descubrir, ni Gran Relato que contar, ni Futuro que desear. Por no haber, ni siquiera hay Teoría que sustentar. La virtud ya no es conocimiento, al modo griego y -desde entonces- occidental. El sujeto diluido o fragmentado apenas deja «una huella en la arena», como decía Foucault. Según ellos, la democracia liberal es culpable por su carácter privilegiado y excluyente. De ahí el objetivo de ampliar el espacio público en el marco dúctil y fluido que configura la identidad contemporánea. Es la hora de los nuevos (a veces, no tanto), movimientos sociales y de las castas excluidas, una vez cumplida su reivindicación de ser vistas y escuchadas: mujeres, inmigrantes, minorías sexuales, supuestas naciones irredentas, movimientos de vocación transversal como el ecologismo y el pacifismo...
Vivimos una época de confusión, como es evidente. Los más listos encuentran un hueco entre los restos del naufragio del Estado de Bienestar, convertido ahora en refugio de las clases medias parasitarias del poder político o sindical. Una ideología en busca de un sujeto que sustituya al proletariado industrial domesticado.

En este contexto surge la idea del «retorno de la política», planteado en los años noventa por Chantal Mouffe en un libro relativamente difundido. Se entiende por tal cosa un proceso de «politización» general de la vida. La democracia ya no es una fórmula eficaz para adoptar decisiones entre propuestas competitivas, sino un principio activo que -bajo apariencia de un nombre honorable- sujeta a la ley de las mayorías cuestiones de naturaleza técnica, moral o simplemente humana. Es el eterno temor de los grandes liberales: «despotismo suave» en Tocqueville, «tiranía social» en Stuart Mill, invasión de las masas en Ortega. En ello estamos, aunque alguno de sus protagonistas no sea consciente y otros prefieran no serlo. Aquí y ahora, Zapatero abre las puertas a la discordia civil, jugando al borde del abismo a favor de un nuevo poder constituyente en sentido material. Socialistas más nacionalistas contra supuestos herederos del franquismo con alguna aportación testimonial de la derecha moderada. La trampa esconde efectos demoledores. O un sector del PP se desgaja hacia posiciones extremistas o, para evitar el peligro, el partido del centro-derecha se desentiende del voto centrista para complacer a los más exigentes en la custodia de las esencias. El órdago del PSOE es desleal hacia las reglas del juego democrático y peligroso para el futuro de la España constitucional. Por ahora, la respuesta oscila entre la indignación, el desaliento y la búsqueda pura y simple de la ventaja particular en eventuales querellas internas. En el fondo, es una maniobra muy burda. Si el Gobierno consigue por esta vía tapar en las urnas su ineficacia manifiesta, habrá que repartir la culpas casi a medias entra los que engañan y los que se dejan engañar.
Reducir el partidismo a sus límites intrínsecos es el reto que debe afrontar la parte más valiosa de nuestra sociedad. La política mira al futuro; en cambio, el sectarismo es oportunista en el presente y parcial respecto del pasado. La ficticia memoria histórica conlleva la imposición de una «verdad oficial», diría Raymond Aron, propia del régimen totalitario. La política debe desplazar al partidismo en el enfoque de los asuntos de Estado. He aquí la diferencia entre la democracia genuina y su degeneración populista.

Terrorismo, organización territorial, inmigración y política exterior son -como mínimo- los ámbitos que requieren un consenso social que favorezca el compromiso político. Existe un sector razonable en las élites españolas: empresarios, profesionales, académicos, creadores de opinión... Es el momento de levantar una voz que se echa de menos en un panorama conformista de complicidades difusas. Impulsar cuestiones de alcance constitucional por medio de mayorías precarias es indigno de las democracias maduras, conscientes de la ventajas que aporta una decisión «inclusiva» en las materias más sensibles. «Estoy harto de que la política sea como un ring de boxeo», asegura David Cameron, el líder conservador británico con mejores expectativas desde hace tiempo. Por supuesto, la Gran Coalición alemana es prueba evidente de cómo reacciona una nación seria ante los primeros síntomas de crisis.

La izquierda está huérfana de ideas novedosas, pero la tradición fabiana y reformista puede ofrecer criterios atendibles. Por ejemplo: el socialismo ajeno a veleidades posmodernas admite sin rodeos la plena vigencia del Estado-nación como sede de la soberanía popular. A su vez, la derecha tiene que aprender a construir una nueva mayoría. Sería bueno conocer el modelo americano: «The Right Nation», de J. Micklethwait y A. Wooldrige, enseña cómo consiguió el Partido Republicano ganar para su causa los sentimientos (y no sólo los intereses) de varios millones de ciudadanos, también en sectores antes prohibidos para los conservadores. Es el momento de formular propuestas atractivas y eludir cualquier tentación de un partido descentrado, aislado o hipotecado. La idea-fuerza es fortalecer a España como Estado y como nación y desmontar la mentira sobre su fracaso histórico. Se espera mucho de la propuesta de reforma territorial anunciada por Rajoy. Es la oportunidad para llamar a primera fila del debate a esa «valentior pars» de la sociedad, obligada a ejercer la responsabilidad que le incumbe antes de que sea tarde. Isaiah Berlin, un liberal austero, recuerda con elegancia el efecto decisivo del poder de las ideas: «No tenemos un margen de acción muy grande; tal vez sólo un uno por ciento; pero ese uno por ciento puede ser determinante...».