Política cuántica

El paso de la física newtoniana a la cuántica no se produjo suavemente, sino de forma tan traumática que incluso Ortega le dedicó un artículo (sus conocimientos matemáticos no daban para más) bajo el título de «Bronca en la Física». Que llamarle «bronca» era apropiado lo justifica la magnitud del cambio: la física de Newton era lógica y estable. Basada en la ley de la gravedad, que mantiene el equilibrio de los cuerpos en nuestro universo, permite determinar dónde se encuentra cada uno de ellos en cada momento. Mientras la física cuántica parte del «principio de la indeterminación», formulado por Heisenberg, según el cual «es imposible determinar con exactitud la posición y la velocidad de las partículas subatómicas». O sea, dentro del átomo, no gobierna la ley, sino el caos. Toda una revolución, y no sólo científica, sino también cultural y, a la postre política, ya que el hombre, según Aristóteles, es «un animal político». ¿Vamos hacia el caos? Con esto en mente, pregunté la última vez que nos vimos a José Manuel Orza, compañero de bachillerato e investigador de ese universo infinitesimal, si el principio de Heisenberg tiene aplicación en el mundo en que vivimos. Tras pensárselo, su respuesta fue críptica: «¿Y si llamamos caos a no conocer su ley?».

Política cuánticaSi me he extendido sobre estos fundamentos de la Física es porque tengo cada vez más la impresión de que el Principio de la Indeterminación se ha extendido al mundo de la política, que se hace «líquida», como dicen algunos expertos, cuando podían haber dicho «cuántica». La historia ya no avanza paso a paso, sino a saltos, y la política, que ha venido estando regida por el principio del «buen gobierno» de Aristóteles, por el «progreso lento, pero continuo», según Hegel, y «hacia el bien común», según Kant, experimenta hoy cambios tan erráticos como los de las partículas subatómicas, cuya anarquía recuerda la del mundo actual. Acabamos de tener un ejemplo con el súbito cambio de gobierno en España. Con otra característica que también las asemeja: todo ocurre al mismo tiempo en todas partes, es decir, ha dejado de funcionar el principio de acción primero, reacción después, para ocurrir simultáneamente dos acontecimientos y opuestos. Echen una mirada alrededor y verán a una China que practica un capitalismo salvaje bajo un férreo comunismo y a un Wahington que se entiende mejor con sus enemigos que con sus aliados. ¿Ustedes lo entienden? Yo, no. Una verdadera lástima que mi amigo Orza ya no esté aquí para ver si me aclaraba este y otros misterios parecidos. ¿O seguimos sin tener capacidad de desentrañarlos?

Que nos hallamos en plena «política cuántica» lo demuestra la rapidez con que se ha extendido la post-verdad, hasta el punto de haberla adoptado políticos de ambos lados del espectro ideológico y haber sido admitida por el gran público como algo normal. Cuando se trata de una mentira tan estirada que termina pasando por verdad, ya por repetida innumerables veces, ya por venir avalada por argumentos espurios. Aunque eso no es nuevo, es viejísimo. Lo inventaron los sofistas, capaces de demostrar que Aquiles, «el de los pies ligeros», era incapaz de alcanzar a una tortuga, o que una flecha no conseguía nunca alcanzar el blanco, como hizo Zenón de Elea, a base de lo que llamaba paradojas (paradoxa, contrario a lo razonable), que no eran más que argucias dialécticas, como la división hasta el infinito del tiempo y del espacio, algo que no se da en nuestro universo, donde todo es finito.

Ocurre sólo en nuestra imaginación o en los juegos de palabras de los sofistas griegos o de los políticos actuales, subiendo impuestos, esto es, sustrayendo dinero de los ciudadanos, para, dicen, aumentar la riqueza del país o confundiendo la igualdad general con la igualdad de oportunidades, un error tan grande como las paradojas de Zenón. Pero mientras los atenienses de entonces se reían de él, los actuales votan a Tsipras. Como tantos europeos creen a radicales de izquierda y derecha. ¿Es esto avance?

Mucho me temo que hayamos ido demasiado lejos en nuestras elucubraciones perdiendo el contacto con la realidad. La Teoría de la Relatividad, formulada por Einstein en 1905, establece que la velocidad de la luz es la misma cualquiera que sea el observador que la mida, algo sólido a lo que agarrarse. De ahí nace la relación entre masa, energía y velocidad, de la que salen tanto la nueva física como la bomba atómica, que no tiene nada de lucubración. Es verdad que el suelo empezó a moverse bajo nuestros pies y que la posverdad empezó a sustituir a la verdad. Pero no menos cierto es que la filosofía invade el terreno de la ciencia, que venía considerándose neutra, y la ética invade el de la política, que se regía por el principio de «lo que es bueno para mí es malo para el vecino». Hoy sabemos que una ciencia sin norma puede conducir al «hombre robot», unido a uno de ellos (superhombre artificial), y que la política sin moral conduce a las mayores desgracias, incluso para uno mismo.

Einstein se pasó los últimos años de su vida intentando descubrir la «ley de leyes», es decir, la norma que engloba todas las demás del universo. No lo consiguió, pero dejó ese encargo a los futuros investigadores porque «Dios no juega a los dados», o sea, la Relatividad no es tan relativa como dicen y tiene que haber un orden bajo el caos. Uno de esos seguidores, Monot, intentó verlo en el maridaje del «azar y la necesidad», pero se quedó corto. El resto sigue intentándolo, como lo intentan los políticos que buscan lo que nos une en vez de lo que nos separa. Pues mantener, como la alcaldesa de Barcelona, que podemos desobedecer la ley que no nos gusta, nos lleva, no ya al caos, sino a la lucha con todos los demás, empezando por el vecino. La «revolución permanente» defendida por trotskistas y anarquistas, puede sonar muy bien en una asamblea universitaria, pero en la realidad sería como vivir en medio de un huracán.

Hay principios que la experiencia nos advierte que no pueden olvidarse sin gravísimos riesgos. El primero es «no desees a los demás lo que no quieres para ti mismo». Luego, que «nadie está en posesión de la verdad absoluta» y «el poder corrompe, por lo que hay que controlarlo». Corrompen también los extremismos, a un lado y otro del espectro ideológico, al impedir la integración social. Y podría añadirse «nada ni nadie es perfecto en este mundo», es más, a menudo, tenemos que elegir, entre dos males, el menor. Estoy hablando de las normas más elementales que debemos mantener incluso en el mundo cuántico en que estamos entrando, si no queremos acabar volviendo a ser partículas elementales. El siglo XX nos mostró los horrores a que pueden llevar una ideología maligna y un progreso incontrolado, que sólo de milagro no acabaron con la vida en nuestro planeta. El XXI tendría que ser el siglo en el que aprendiésemos a controlar el caos, no ya dentro del átomo (que encuentro dificilísimo), sino en la vida física, real, diaria, eso que llamamos política y tan mala fama tiene últimamente.

José María Carrascal, periodista.

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